Los sefardíes y las llaves de España

La leyenda más célebre del pueblo sefardí, la referida a las llaves de España, cuenta que cuando los judíos se vieron obligados a abandonar el país a resultas de la decisión de los Reyes Católicos de expulsarlos en 1492, se llevaron consigo las llaves de sus casas con la esperanza de algún día poder volver. Esas llaves, hoy más metafóricas que tangibles, han permanecido en la mente de los sefardíes –aquellos judíos expulsados de España, Sefarad en hebreo, y sus descendientes– en la diáspora por todo el mundo durante siglos, simbolizando su unión y nostalgia por España; una herida abierta desde entonces  que sólo se ha empezado a curar en tiempos recientes.

Como aclaración, a efectos de este texto, se utilizarán las palabras antijudaísmo y sus derivadas para referir la actitud contraria a los practicantes de la religión judía, y las palabras antisemitismo y derivadas para referir la actitud de rechazo a la etnia o pueblo judío.

Kuando mucho eskurese…

De los orígenes a la expulsión

El origen de las poblaciones judías en España se encuentra en los años de dominación romana, al principio del Imperio, cuando, ejerciendo su poder sobre Palestina, Roma trae esclavos judíos a trabajar a las fértiles tierras de las provincias de Hispania. Allí vivirían y como en todo el territorio romano sufrirían persecución por no seguir, primero el culto pagano, y después el culto cristiano cuando este se haga oficial en el Imperio en el siglo IV d.C.

El rechazo a lo judío se da en tiempos de los visigodos, y también en los reinos cristianos de la época de la Reconquista como en otros lugares de Europa, aunque eso sí, con notables excepciones como el célebre Toledo de las Tres Culturas auspiciado por Alfonso X, que quedará para siempre como un monumento histórico a la tolerancia y al esplendor cultural de esos años al que contribuyen poderosamente las comunidades judías. También es importante la presencia judía en Al-Ándalus, primero como parte activa de la sociedad del Califato, después como víctima –también aquí– de persecución en los tiempos de almorávides y almohades.

Este rechazo llega a su pico más alto en el año 1391, año enmarcado en un contexto de crisis de época que trae consigo grandes cambios sociales, guerra civil…, agravados por el azote de la peste bubónica que esquilma a Europa. Todas estas circunstancias azuzan el odio contra el pueblo deicida y espolean la violencia antisemita en los reinos cristianos de Castilla, Aragón y Navarra. Muchos de los judíos que vivían en lo que hoy es España huyen ya en este momento, años antes del decreto de expulsión.

Ya en 1478, cuando Isabel lleva cuatro años gobernando el Reino de Castilla, se decide a reforzar el poder de la Iglesia de la mano del Santo Oficio de la Inquisición, como herramienta política de la reina –siempre apoyada por su marido Fernando desde el trono de Aragón– para ganarse el favor del clero y alcanzar la tan deseada unión política y religiosa.

Sinagoga de Santa María la Blanca, en Toledo. En el siglo XIV fue reconvertida en Iglesia

Efectivamente, después de las matanzas de 1391 muchos judíos habían huido ya de la Península, pero a pesar de ello cunde la idea entre el estamento eclesiástico de que hasta que no se expulse definitivamente a la comunidad judía, el problema del criptojudaísmo –la existencia de judíos conversos que mantenían su culto a escondidas–, principal preocupación de la Inquisición, no se resolvería. Así, en 1492, ya en posesión de Granada, el último reino musulmán de la Península, los Reyes Católicos firman el Edicto de Granada, redactado por el inquisidor Tomás de Torquemada, por el que se expulsa a los judíos de los reinos de Castilla y Aragón.

“… acordamos de mandar salir todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos.”

Se ha discutido largamente en torno a los motivos de la expulsión y sus consecuencias y en concreto se ha barajado siempre la teoría del poder económico de los judíos –no en vano algunos de los más poderosos asesoraban y prestaban dinero a los reyes en su campaña de Granada–. Sin embargo, pesa más la idea de que los dos monarcas buscaban más conseguir una entidad política unida y fuerte cargada de una modernidad que anticipa la nueva era que se avecinaba; para ello, lucharían contra la nobleza, tratarían de acercarse al clero y usarlo como instrumento de estandarización social en torno a la religión –buscarían, pues un culto único–, e incluso llegarían a actuar juntos como soberanos de un solo reino.

Por supuesto en este camino los judíos supusieron un obstáculo y sólo así se explica la decisión de reforzar la Inquisición para perseguir a los conversos, y de expulsar a los judíos definitivamente en 1492, cuando los Reyes están en la cima de su poder. Obligados a decidir, los judíos españoles debieron tomar la cruz, o encaminarse a la diáspora, abandonando su patria con pena y la esperanza de volver pronto, llevando quizás con ellos las llaves de España. Sin embargo, también el territorio que dejaban atrás sufrió, y su economía y su desempeño intelectual y cultural quedarían lastrados durante siglos, marcada como estaba por esta artificial extirpación. Nadie mejor en su época para ponerlo en palabras que Isaac Abravanel, asesor de los Reyes y miembro ilustre de la comunidad judía, que se dirigía así a los Católicos:

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Edicto de Granada. Con él, miles de judíos eran forzados al exilio por orden de los Reyes Católicos

“Es una desgracia que el Rey y la Reina tengan que buscar su gloria en gente inofensiva. Cuando los reyes y reinas cometen hechos dudosos se hacen daño a sí mismos, y como bien se dice entre más grande la persona que comete el error, el error es mayor; profundo e inconcebible como España nunca haya visto hasta ahora.

Por centurias futuras, vuestros descendientes pagarán por sus apreciados errores del presente. La nación se transformará en una nación de conquistadores, y al mismo tiempo os convertiréis en una nación de iletrados. En el curso del tiempo el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro entre las naciones.

Expúlsennos, arrójennos de esta tierra que hemos querido tanto como Vos; nosotros les recordaremos y a su vil edicto de expulsión para siempre.”

Persecución y diáspora

Se dice que cuando se enteró de la firma del decreto de expulsión, el sultán otomano Beyazit II se alegró exclamando que eran los Reyes Católicos quienes perdían con la decisión, agradeciéndole por siempre al rey Fernando el favor que le hacía al enviarle a los judíos.

Lo cierto es que unos 100.000 judíos se vieron obligados a elegir, aunque no es fácil estimar el número de los que se fueron. Entre los que se quedaron, conversos, con el tiempo más y más fueron emigrando a América, donde las leyes antisemitas españolas se aplicaban más laxamente: se habían establecido los conocidos como estatutos de limpieza de sangre –que impedían el acceso a ningún converso a determinados cargos públicos, entre otras limitaciones– y el estigma social continuaba dirigido ahora contra el converso, llamado cristiano nuevo –en oposición a aquel que, supuestamente, pertenecía a una familia de cristianos viejos– o, en modo despectivo, marrano. Con el tiempo, en parte por aquellos que se fueron asimilando y en parte por los huidos, no quedarán apenas judíos en España, lo que la convertirá en una excepción a nivel europeo como se verá después en los años de grandes pogromos de los siglos XVIII, XIX y XX.

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Entre aquellos que prefirieron abandonar su patria los hay que eligieron Portugal –que no tardaría en expulsarles también, y de donde saltarían a Brasil–, el norte de África, y la Italia no controlada por la Corona de Aragón. Pronto se dirigirían también al Imperio Otomano, la única potencia de la época en ofrecerles cobijo abiertamente: allí se establecerían en las grandes metrópolis del imperio, como Estambul, Salónica, Esmirna o Sarajevo, y se extenderían por Europa central; y también Holanda, benefactora de los judíos, desde donde pronto también partirían al Nuevo Mundo.

Dada la magnitud de las cifras de afectados y de la larga y rica relación de los judíos de Sefarad con la tierra que habitaban, no puede compararse esta expulsión con ninguna de las que se dieron en Europa en la misma época, y semejante tragedia sólo es superada en el ideario del pueblo judío por la Diáspora histórica y el Holocausto. Los sefardíes llevarían su carga de nostalgia por todo el mundo y la fusionarían con su cultura, identificable en aspectos como la música y sobre todo una lengua, el ladino –o judeoespañol, reliquia lingüística que conserva las formas del castellano antiguo–, seña de identidad de su pasado español.

Con el tiempo Sefarad se convertirá en la mente de los sefardíes en un lugar mitológico más que en un territorio geográfico real; incorporarán esta temática a su cultura, heredada de la española pero ricamente transformada por el contacto con muchas otras y, en definitiva, irán siendo cada vez menos conscientes de la España real para mantenerla sólo en un estado intangible y cargado de legendaria melancolía en sus corazones.

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Redescubrimiento

Al mismo tiempo en España cunde la desmemoria y a través de los siglos sólo un puñado de ilustradas voces mostrarán interés por la cuestión sefardí. Es únicamente en el siglo XIX que, bajo la influencia de la Ilustración y de la Revolución Francesa, empezarán a llegar al país ideas liberales que defienden, entre otras cosas, la libertad de culto- y nacionalistas –que reivindican el patrimonio histórico de la nación–, ideas que pondrían los cimientos para el redescubrimiento del universo sefardí en España.

Este redescubrimiento tiene, en cualquier caso, algo de anecdótico: son los soldados españoles en la Guerra de Marruecos quienes, al tomar plazas como Tetuán, escuchan sorprendidos cómo los habitantes judíos de estas ciudades les reciben con vítores hablando una versión del castellano que a los militares les suena arcaica y extraña: es el ladino, idioma de los judíos sefardíes. Posteriores expediciones de viajeros como la del doctor Pulido documentarán las extensas poblaciones de sefardíes en el Imperio Otomano.

Filosefardismo y antijudaísmo

Así, mientras en Europa se dan constantes y sangrientas persecuciones de judíos, en España se vive una suerte de filosefardismo motivado por el nacionalismo de la época; no había judíos en España, pero aquellos que fueron expulsados han mantenido la cultura española, lo que llena de orgullo a las clases dirigentes del país. Además, el acercamiento a los judíos en la diáspora se ve como una gran oportunidad para fortalecer la economía española a través del comercio.

Este filosefardismo convive extrañamente con el antijudaísmo tradicional de las clases bajas, más conectado con la religión y la costumbre que con un odio al judío real: la población española de la época, iletrada, seguía viendo al judío como ese ser medio demoniaco de las crónicas medievales, herramienta que usaría la Iglesia Católica para presionar a los gobiernos en defensa del culto católico. Es así como se explica que la conservadora dictadura del general Primo de Rivera hiciera gestos de acercamiento a los sefardíes, y que durante la Segunda Guerra Mundial, la dictadura franquista, a pesar de ser aliada de la Alemania Nazi, protegiera a muchos judíos en sus consulados de Centroeuropa. Es precisamente Franco quien, en 1969, deroga definitivamente el Edicto de Granada –recordemos que prohibía la vuelta de los judíos a España por siempre–.

Reencuentro y reparación

Ya con la venida de la democracia y de la libertad de culto, los pasos no son sólo hacia un acercamiento, sino que se dan abiertamente hacia el reencuentro y la reparación. Cuando, en 1986, se establecieron relaciones diplomáticas entre España e Israel, el entonces primer ministro israelí Shimon Peres saludó a Felipe González con rotundidad exclamando: “Nos volvemos a encontrar después de quinientos años”.

Desde ese momento en adelante las relaciones se acentúan: en 1990 se concede a las comunidades sefardíes el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, y en 1992 se organiza el importante evento Sefarad92, que conmemoró el quinto centenario de la expulsión y reivindicó el legado sefardí. Asimismo empieza en esta época la emisión por parte de Radio Nacional de España de programas en ladino.

Simon Peres y Felipe González se reúnen en 1986
Simon Peres y Felipe González se reúnen en 1986

Volver a Sefarad

El pasado día 30 de noviembre de 2015, el rey don Felipe, presidiendo un acto solemne en el Palacio Real de Madrid, afirmaba que por fin, los sefardíes se encontraban en su propia casa de nuevo. Se trataba de un acto motivado por la aprobación de la Ley 12/2015 de concesión de nacionalidad española a los sefardíes originarios de España, y constituía el final de esta reparación descrita.

Y es que, como ha escrito Jon Juaristi “si la expulsión de los judíos fue una tragedia, la odisea de su retorno constituyó un prolongado drama”, terminado pues por esta ley que abre ahora un escenario nuevo en el que miles de sefardíes se preparan para acceder, como es su derecho histórico, a la nacionalidad española. La legislación aprobada contempla que cualquier persona que pueda probar ser sefardí, descendiente de aquellos que abandonaron España, podrá recibir el pasaporte español sin necesidad de residir en España ni renunciar a su otra nacionalidad, después de pasar el sencillo examen CCSE (sobre Conocimientos Constitucionales y Socioculturales de España).

No debe pensarse, en todo caso, que todos los sefardíes que deseen acceder a la ciudadanía española cambiarán también su residencia, y es de hecho una minoría quien planea hacerlo: teniendo su vida hecha en los países en los que residen, están más interesados en concluir este trámite por las ventajas que les ofrece el pasaporte español. En términos inmediatos, la novedad se está haciendo notar sobre todo en los consulados, a donde llegan sefardíes pidiendo información sobre los trámites a seguir; y en las academias de español y sedes del Instituto Cervantes en aquellos países donde mayor presencia sefardí hay, ya que muchos no tienen un conocimiento del idioma suficiente para realizar el examen CCSE.

Por otro lado, tampoco debe entenderse el que el Gobierno español haya aprobado esta ley inocentemente: no sólo se buscaba esta aludida reparación histórica, sino también compensar al Estado de Israel tras haber votado a favor de reconocer a Palestina como miembro observador de la Asamblea General de Naciones Unidas en el pasado noviembre de 2012.

El ladino: la llave de España

Después de siglos de permanecer apartados de la que es su tierra, los sefardíes rememoran las viejas historias de sus ancestros y de cómo huyeron de Sefarad llevando con ellos las llaves de sus casas, lasllaves de España. Esas llaves permanecen hoy en un halo de leyenda, perdidas, o quizá nunca conservadas por ellos. Pero el pueblo sefardí, a lo largo y ancho del mundo, ha conservado una llave mucho más importante: la llave del idioma, que les ha mantenido conectados durante siglos con España, ya sea consciente o inconscientemente, y que hoy les permite reivindicar y enorgullecerse de su pasado y de su herencia sefardí.

Este idioma ha sufrido de la asimilación de las poblaciones sefardíes a las poblaciones locales con las que habitaban; por razones políticas o culturales ha ido perdiendo peso en países como Turquía, la antigua Yugoslavia, o los países centroeuropeos. Nacionalismos, prejuicio y persecución o la alargada mano genocida de los nazis han dificultado la supervivencia del judeoespañol. Incluso hoy esta lengua se ve amenazada por su contacto con el español moderno, que resulta, por razones obvias, mucho más práctico para los hablantes del ladino que el propio ladino.

Sin embargo, los sefardíes continúan conservando como un tesoro el legado de sus ancestros, su salvoconducto de vuelta a casa: la verdadera y única llave de España que es el idioma, el ladino o judeoespañol, que a pesar de estar en grave riesgo de desaparición, mantiene viva la esperanza, hoy mucho más realizable, de alguna vez volver a Sefarad.

Fuente: elordenmundial.com

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