El grausino Sebastián Romero Radigales salvó a 600 judíos de morir en las cámaras de gas cuando trabajaba de cónsul en Grecia en 1943. Israel le acaba de nombrar Justo entre las Naciones, un reconocimiento que solo ostentan cuatro españoles, dos de ellos aragoneses: el propio Romero y el zaragozano Sanz Briz. «Nunca se consideró un héroe», dice la nieta del diplomático altoaragonés.
Sebastián Romero Radigales , con miembros del cuerpo diplomático y altos mandos militares en 1953. Debajo, pasaportes y salvoconductos como los que salvaron la vida a muchos judíos sefarditas
«Quien salva la vida de un hombre salva la vida del mundo entero». Lo dice el Talmud, el libro de la sabiduría judía recopilada durante cientos de años, y es el lema que encabeza la institución del Yad Washem de Israel donde se honran los millones de víctimas de la Shoá, el Holocausto, y se perpetúa el reconocimiento de quienes contribuyeron a salvar vidas amenazadas por los intentos nazis de exterminar al pueblo hebreo. Como Sebastián Romero Madrigales, nacido en Graus y que salvó a 600 judíos de las cámaras de gas cuando era cónsul en Grecia. Son los llamados Justos entre las Naciones, quizás el colectivo humano pluricultural, plurinacional y plurirreligioso que mejor refleja lo bueno de la condición humana durante los años más duros y crueles del siglo pasado.
«Nadie se merece el título de Justo entre las Naciones –y ninguno de los que ya lo ostentan carece de merecimientos– como Sebastián Romero Radigales. En mi familia le debemos la vida todos, y los españoles deben sentirse muy orgullosos de tener en el recuerdo a un compatriota tan admirable». Se lo escuché hace dos años en su castellano arcaico del siglo XV al científico Isaac Revah, director de la Agencia Francesa de Investigación Espacial, un judío sefardita que en 1944, cuando apenas contaba 11 años, estuvo a punto de ser embarcado desde Salónica (Grecia) junto con sus padres y hermana hacia el destino más trágico imaginable, las cámaras de gas que en Auschwitz-Birkenau (Polonia) gaseaban a miles de personas diarias.Los historiadores
Las investigaciones y comprobaciones minuciosas que realizan los historiadores del Yad Wahsem en su compromiso con la búsqueda del máximo rigor en sus valoraciones, acaban de corroborar las palabras de Isaac Revah y aceptar la propuesta de la Fundación Wallemberg y el Centro Sefarad Israel para designar a Romero Radigales Justo entre las Naciones.
El diplomático aragonés (Graus, Huesca, 1882; Madrid, 1970) se acaba de convertir en el cuarto español, junto a Ángel Sanz-Briz –el llamado ‘Ángel de Budapest’–, José Ruiz Santaella y Eduardo Proper Callejón, que recibe tan honroso título. Su nombre permanecerá para siempre expuesto en un gran frontispicio del imponente Yad Washem, en el entorno de un bosquecillo de millares de algarrobos, en el llamado Jardín de los Justos de Jerusalén, al lado de otros ilustres como Oskar Schindler o Raoul Wallemberg.
Romero Radigales, que ingresó en la carrera diplomática a los 35 años tras licenciarse en Derecho en Zaragoza, llegó a la Grecia ocupada por tropas alemanas e italianas como cónsul general de España en abril de 1943, en unos días en que los jerarcas nazis, asistidos por dos ayudantes de Adolfo Eichmann expertos en deportaciones, concentraban todos sus esfuerzos en la ejecución de la llamada solución final y en enviar a los judíos a los campos de exterminio.
Alrededor de 48.000 judíos fueron trasladados a Auschwitz-Birkenau en trenes especiales en cuestión de meses y solo tres mil abandonaron el campo vivos cuando fue liberado. El nuevo cónsul español, sin esperar a deshacer las maletas, se trasladó a Salónica, la segunda ciudad del país, donde estaba la principal comunidad sefardita –judíos descendientes de españoles– integrada por unas 900 personas, para interesarse por su suerte.Situación desesperada.
La situación de los judíos era desesperada; los nazis incendiaban las sinagogas, habían clausurado sus periódicos, cerraban sus negocios y lugares de aprovisionamiento, no se les permitía usar los transportes públicos y las SS les asesinaban con total impunidad. El cónsul español inmediatamente inició gestiones con los alemanes para detener la deportación de los sefarditas y lograr que se les considerase extranjeros. Durante el tiempo que permaneció en el cargo su principal ocupación fue salvar a aquellas personas a las que consideraba compatriotas.
Carecía de instrucciones de Madrid para actuar con tanta dedicación y osadía. El embajador alemán, Günther Alenburg, a quien recurrió en varias ocasiones para hacer valer que los sefarditas eran españoles y no estaban sujetos a aquellas medidas, enseguida le consideró enemigo como reflejan los informes diplomáticos que enviaba a Berlín recomendando que se forzase su destitución.
Romero Radigales no tuvo hijos, pero su cuñada murió y dejó una niña de seis años a la que terminó adoptando. Por eso, Elena Colito Castelli se refiere a él como su abuelo, un hombre al que califica como «extraordinario». Su nieta y única descendiente, que ahora tiene 61 años, conoce la historia que ha terminado convirtiéndole en Justo. «Pero no porque me la contara él. Mi abuelo jamás me habló de lo que hizo. Todo lo que sé me lo contó mi madre. Nunca dijo nada porque él no se consideraba un héroe; simplemente creía que era lo que tenía que hacer. Yo quería mucho a mis abuelos, a quienes íbamos a ver a Madrid todos los años», declaró Elena Colito a este periódico desde su residencia en Roma.
Gracias a sus actuaciones e iniciativas se calcula que fueron más de seiscientos los judíos sefarditas que se salvaron. Incluso cuando sus relaciones con las autoridades alemanas aún eran normales y se beneficiaban de la simpatía que les despertaba el régimen del general Franco, logró forzar el desembarco de un grupo de 150 que iban a ser trasladados al exterminio. Romero Radigales los llevó a Atenas donde la tolerancia italiana era mayor y los protegió hasta que pudieron viajar a Palestina. A otros centenares optó por aislarlos en un barrio protegido por la inmunidad diplomática mientras activaba las gestiones para enviarlos a España. Incluso adquirió un edificio para alojar a varias familias bajo la protección de la bandera española.
Mientras tanto, los informes que enviaba al Ministerio de Asuntos Exteriores, en Madrid, solo obtenían la callada por respuesta. Franco y su Gobierno ya eran conscientes de que Hitler estaba perdiendo la guerra y la animadversión que el Régimen mantenía hacia los judíos había amainado pero seguía poniendo obstáculos para que los judíos que huían de los países ocupados por el Reich no encontrasen refugio en España. Solo se permitía la entrada de pequeños grupos en tránsito hacia Portugal o Latinoamérica.
Los que conseguían entrar clandestinamente a través de los Pirineos y caían en poder de las patrullas de la Guardia Civil eran retenidos durante meses en las cárceles fronterizas o enviados a campos de internamiento como el tristemente célebre de Miranda de Ebro. Las posibilidades de ser acogidos en territorio español o bajo control español eran mayores cuando se trataba del Protectorado ya que las autoridades militares en Marruecos solían ser más permisivas.
Fue muy revelador de la resistencia que ofrecía el Gobierno a las gestiones de Romero Radigales para buscar salidas a sus protegidos, el telegrama con que le respondieron a una sugerencia para que pudieran abandonar Salónica 367 sefarditas que se hallaban amparados por el Consulado en un barco de la Cruz Roja Sueca que aguardaba en el puerto listo para zarpar. «Ni por tierra ni por mar ni por aire es posible el viaje de los sefarditas», decía el brusco telegrama que le fue remitido por el entonces director general, José María Doussinague.
Romero Radigales no se amilanó. Sabía perfectamente que en Madrid, donde imperaba un ambiente de simpatía hacia el Eje, su actuación, denunciada por la Embajada de Alemania como un obstáculo, no era bien vista por sus superiores. Pero él siguió ayudando en las necesidades a aquellas familias y defendiendo ante las autoridades ocupantes la protección diplomática que brindaba a los judíos. A comienzos de 1944, en una gestión conjunta con el nuevo embajador español en Berlín, Ginés Vidal, los alemanes autorizaron por fin la salida del grupo de los 367 hacia el campo de trabajo de Bergen Belsen en el que por lo menos no existían cámaras de gas. En trenes de ganado.
El traslado del grupo desde Salónica en trenes de ganado se demoró doce días, y en el viaje fallecieron dos. Los restantes permanecieron en Bergen Belsen unas semanas hasta que, ante la presión internacional en Madrid, se concedió la autorización para que pudieran entrar en España. Para ello se fletaron dos trenes, uno de los cuales llegó a Barcelona sin especiales problemas; pero el otro fue obligado a esperar en la estación francesa de Cebere casi tres días para ser autorizado a cruzar la frontera. A bordo se hallaban sufriendo las penalidades de la espera 183 personas, entre ellas varios niños y una decena de ancianos.
Isaac Revah nunca olvidará aquel viaje que consumó su salvación del mismo modo que nunca olvidará los abrazos, entonces para él inexplicables, de sus padres cuando en Bergen Belsen salía de las duchas con otros niños. Expresaban la alegría de comprobar que, a diferencia de lo que ocurría en Auschwitz, eran duchas de verdad y no cámaras de gas disfrazadas.
Fuente: El Heraldo – 8.6.2014