Sami Rozenbaum
Durante mucho tiempo ha sido común afirmar que, durante la Edad Media, musulmanes, cristianos y judíos vivían en plena armonía en los territorios conquistados por el Islam. “Convivencia” es, precisamente, el nombre que se da al clímax de esa supuesta paz interreligiosa, la “Edad de Oro de la tolerancia”, sobre todo en el sur de España y el norte de África. Pero una investigación histórica muestra la irrealidad de esa imagen de supuesta concordia.
Los judíos en los territorios del Islam, igual que todos los demás “infieles”, estaban sometidos a la institución del dimmi, concepto creado por el propio Mahoma. La dimmitud implicaba “tolerar” temporalmente la presencia de infieles en esos territorios cuando podían ser útiles; y los judíos eran particularmente útiles, ya que todos estaban alfabetizados, con frecuencia tenían conexiones internacionales y eran buenos administradores, médicos y traductores.
Pero siempre existía la posibilidad de que esa “tolerancia” terminara abruptamente por la muerte del autócrata de turno, tras un cambio de dinastía, o cuando se presentaba una crisis económica, que podía paliarse masacrando o expulsando a los infieles y apoderándose de sus bienes. Es decir, se vivía una situación semejante a la de la Europa cristiana. Por ello, en casi cada generación se producían migraciones forzadas en que los judíos huían a un nuevo oasis temporal en territorios cristianos o musulmanes, pasando frecuentemente de una a otra área de influencia. Tan sólo unos pocos integrantes de la elite económica e intelectual judía disfrutaban de ciertos privilegios, gracias a sus conexiones circunstanciales con el poder.
Un libro publicado en el 2008, The Legacy of Islamic Antisemitism: From Sacred Texts to Solemn History (El legado del antisemitismo islámico: De los textos sagrados a la historia solemne) ha causado profunda impresión en el mundo académico. Su autor, el estadounidense Andrew Bostom, documenta los antecedentes de la judeofobia musulmana desde la fundación del Islam hasta nuestros días, que se ha manifestado a lo largo de estos catorce siglos en la forma de discriminación, masacres y expulsiones.
El prefacio de la obra fue escrito por Ibn Warraq, un seudónimo tradicionalmente empleado por musulmanes que osan criticar al Islam; de este Ibn Warraq se sabe que nació en 1946 en la India británica, pasó a Pakistán durante el gran “intercambio de poblaciones” tras la independencia del subcontinente, estudió Filología Árabe en la Universidad de Edimburgo, y luego emigró a Estados Unidos, donde fue uno de los fundadores del Instituto para la Secularización de la Sociedad Islámica.
En su prólogo Warraq señala cómo se alude a los judíos en el Corán, en el Hadith (dichos y obras del profeta y sus inmediatos seguidores) y en el Sira (biografía de Mahoma), documentos en los que destacan las profundas raíces religiosas del desprecio al que esos mismos textos llaman “Pueblo del Libro”. Luego, el filólogo pasa a citar casos de cómo esos prejuicios se convirtieron en persecución.
En Fez, Marruecos, seis mil judíos fueron masacrados en el año 1033. Cerca de Córdoba y otras partes de España se asesinaron a varios cientos entre los años 1010 y 1013; toda la kehilá de Granada, unas cuatro mil personas, fue exterminada durante los disturbios de 1066. Robert Wistrich, profesor e investigador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ha escrito sobre esta última matanza: “Fue un desastre tan serio como el que aconteció a los judíos de las tierras del Rin treinta años después durante la Primera Cruzada, pero rara vez ha recibido atención de los eruditos”.
Wistrich, citado por Warraq, continúa: “En Kairuán (Túnez) los judíos fueron perseguidos y forzados a marcharse en 1016, retornando luego sólo para volver a ser expulsados. En la ciudad de Túnez se les forzó a convertirse o marcharse en 1145, y durante la siguiente década hubo violentas persecuciones por todo el país. Eventos similares ocurrieron en Marruecos después de la masacre de judíos de Marrakech de 1232. De hecho, en el mundo islámico, desde España hasta la Península Arábiga, los saqueos y asesinatos de judíos, junto con la aplicación de impuestos punitivos, confinamiento en guetos, el uso de marcas distintivas en la vestimenta (una innovación en la que el Islam precedió a la cristiandad medieval) y otras humillaciones eran comunes”.
Warraq pone un ejemplo reciente de cómo pervive el mito de la concordia judeo-islámica: Amartya Sen, Premio Nobel de Economía 1998, afirmó en su libro Identidad y violencia: “(Cuando) el filósofo judío Maimónides fue forzado a escapar de la intolerante Europa del siglo XII, encontró un refugio de tolerancia en el mundo árabe”.
Un profesor libanés-norteamericano, Fuad Ajami, es quien refuta esta distorsión: esto no puede pasar por verdadera historia. Maimónides, nacido en 1135, no huyó de “Europa” al “mundo árabe”: él escapó de su nativa Córdoba (España), que entonces vivía un terror político-religioso bajo el yugo de la dinastía musulmana bereber de los almohades, que acabaría con toda la cultura de la convivencia y haría un infierno de la vida de los judíos españoles (y de los espíritus libres entre los musulmanes). Maimónides y su familia huyeron de las ciudades-Estado musulmanas de la Península Ibérica a Marruecos, y luego a Jerusalén. También en Marruecos había oscuridad y terror, y Jerusalén era igualmente inhospitalaria en tiempos del Reino de los Cruzados. La liberación le llegó sólo en El Cairo —la excepción, no la regla, pues su paz social la mantenía el ilustrado Saladino—.
Los almohades habían conquistado Córdoba en 1148. Ellos perseguían a los judíos, ofreciéndoles como opciones la conversión al Islam, la muerte o el exilio. Maimónides se convirtió en médico del gran visir Al Fadil y quizá también del propio Saladino, sultán de Egipto y Siria en ese entonces, quien era kurdo. Estando allí, continúa narrando Warraq, Maimónides recibió noticias del sufrimiento de los judíos de Yemen, quienes también estaban siendo forzados a convertirse al Islam. Él les respondió con una famosa Epístola en que se condolía de la situación, reconociendo que no podía ofrecer más que su sincera solidaridad, y expresando repudio por las persecuciones islámicas a los judíos desde tiempos de Mahoma:
Visto que los musulmanes no pueden hallar ni una sola prueba en toda la Torá, alguna referencia o posible alusión a su profeta que pudiesen utilizar, han optado por acusarnos a nosotros, diciendo: “Ustedes alteraron el texto de la Torá y eliminaron de él cualquier traza del nombre de Mahoma”. No encontraron nada mejor que este ignominioso argumento.
El origen de la leyenda
Warraq opina que la leyenda de la Edad de Oro de Sefarad fue inventada por los propios judíos. “El mito puede haberse originado tan temprano como el siglo XII, cuando Abraham Ibn Daud, en su Sefer Hakabalá, contrastó un idealizado período de tolerancia en los salones de Toledo con la barbarie contemporánea bajo la dinastía bereber”. Voltaire y Montesquieu también hicieron referencia a la supuesta tolerancia del Islam para fustigar las persecuciones ejercidas por el Cristianismo.
El mito prosperó en el siglo XIX, a través de obras como la clásica Historia del Pueblo Judío, de Heinrich Graetz, así como en la novela Coningsby, de Benjamín Disraeli. “En el entorno de un aumento del racismo seudocientífico”, continúa Warraq, “los historiadores judíos miraron hacia el Islam”.
Según Jane Gerber, historiadora del Instituto de Estudios Sefardíes de la Universidad de Nueva York, “el culto a una deslumbrante y esplendorosa Andalucía medieval resultaba atractivo frente a la ignorante y prejuiciada Europa”. Y continúa: La vida aristocrática de una selecta clase de cortesanos y poetas, sin embargo, no debería cegarnos ante la realidad de que este compacto círculo de líderes y aspirantes al poder no representaba la totalidad de la historia judía en España ni de la sociedad judía española. Sus momentos dorados de los siglos X y XI son sólo un breve capítulo en una larga saga. Sin duda, los textos de Ibn Daud ofrecieron consuelo e inspiración a la elite en crisis del siglo XII, así como la imaginería de la “edad dorada” podía confortar a los exiliados de 1492.
Warraq cierra su prefacio al libro de Bostom, un valioso ensayo en sí mismo, con una contundente sentencia: “La historia de los judíos en las tierras musulmanas, especialmente en España, debe estudiarse en sus propios términos, sin acudir a mitos ni contramitos”.
Fuente: Nuevo Mundo Israelita