La segunda ciudad más grande del país cautiva con su rica historia y su vibrante cultura, sus mercados bulliciosos, la deliciosa gastronomía y la animada vida nocturna
Tesalónica es uno de los lugares del mundo donde se ha sentido más añoranza por España. Unos 20.000 de los judíos expulsados en 1492 por los Reyes Católicos encontraron un hogar en esta milenaria ciudad, gobernada entonces por los otomanos. Los sefardíes –adjetivo derivado de Sefarad, nombre hebreo de la península Ibérica– convivieron allí durante medio milenio con musulmanes y cristianos, griegos y turcos, eslavos y gentes llegadas de mil lugares. Nunca olvidaron su origen: hablaban ladino o judeoespañol –una variedad del castellano del siglo XV–, y en el siglo XIX editaban periódicos en su lengua.
En 1912, la ciudad volvió a manos griegas. Había 80.000 judíos, casi la mitad de su población. Miles emigraron en los años 30 a lo que luego sería Israel, debido al surgimiento de partidos fascistas y antisemitas. Cuando los nazis ocuparon Grecia en 1941, quedaban unos 50.000 hebreos en la vieja polis helena. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, menos de 2.000.
Hoy, es la segunda ciudad más poblada del país, tras Atenas. En su núcleo urbano viven más de 300.000 personas, y alrededor de un millón en el área metropolitana. Situada en las orillas del golfo Termaico, en la periferia de Macedonia Central, no figura en las principales rutas turísticas del país, pero le sobran atractivos: las huellas de un rico pasado, su fabulosa comida y su vida nocturna.
Andar y comer
En 2021, la Unesco declaró a Tesalónica “Ciudad de la Gastronomía”. No sorprendió ni a los locales ni a ningún conocedor de la comida local. La geografía y la historia han marcado la riqueza culinaria de este puerto, donde se han sucedido los imperios –el de Alejandro Magno, el romano, el bizantino y el otomano– y se han mezclado pueblos y etnias. En sus recetas coexisten elementos balcánicos, griegos, turcos, judíos…
¿Ejemplos? La soutzoukakia, llevada a Tesalónica por los griegos obligados a abandonar Turquía hace un siglo. Estas albóndigas alargadas, especiadas con ajo, comino, perejil –y, a veces, orégano o un toque de canela–, se sirven con salsa de tomate y a menudo se acompañan con arroz y boukovo, pimientos secos picados y picantes. Rara es la taberna o restaurante donde no la sirven. Es famosa la soutzoukakia de Diavasi, un local cercano a la emblemática torre Blanca.
Los 34 metros de altura de esta edificación otomana del siglo XV se alzan al pie del mar, sobre los restos de una antigua torre bizantina que formaba parte de las murallas de la ciudad, fundada en el 316 a.C. o 315 a.C. por el rey Casandro II de Macedonia con el nombre de la hermanastra de Alejandro Magno. El apelativo de la torre se debe al sultán Abdul Hamid II, que ordenó pintarla de blanco en 1883. Hoy acoge un moderno museo que recorre la historia tesalonicense, y desde sus almenas puede verse –en los días claros– el monte Olimpo.
Otras exquisiteces que Tesalónica debe a los refugiados procedentes de Turquía son la patsa (una sopa de callos) y la irresistible bougatsa, un pastel de masa filo y crema de vainilla con sémola que reina en los desayunos, y que también tiene versiones saladas.
Por las tabernas del puerto
Dejamos la torre Blanca y nos adentramos en el barrio histórico del puerto, Ladadika. En su día fue un enclave comercial con numerosos depósitos de aceite de oliva (ladi es aceite en griego). Cayó en decadencia y a finales del siglo pasado se recuperó para convertirlo en lo que hoy es: un espacio con casas restauradas del siglo XIX y decenas de restaurantes, bares y tabernas típicas, como las ouzeries, donde se sirven ouzo (un licor fuerte) y mezes (entrantes para compartir); y las koutoukia, pequeños locales cuyo nombre deriva, muy significativamente, del turco kutuk (‘familiar’).
La variedad de mezes es pantagruélica. Muchos cuentan con el queso –omnipresente en toda Grecia– entre sus ingredientes. Es el caso del bougiourdi, queso feta al horno con tomate, pimientos picantes frescos y chile, mezclado con orégano y aceite de oliva. Tesalónica vive de cara al mar, pero la rodean fértiles campos. Esa bendición se saborea en sus entrantes: dolmades (hojas de parra rellenas de carne, arroz, vegetales y salsa de yogur); horiatiki, una ensalada que es un festival de vegetales y hortalizas; taramosalata (salsa de huevas de bacalao); berenjenas a la plancha con queso feta, el bekri o cerdo borracho (guisado con vino tinto y tomate) …
Si nos queda hambre, los pescados y mariscos locales son excepcionales, y las carnes protagonizan algunos de los platos más populares: las chuletas de cordero (paidakia), la tigania (cerdo frito), las keftedakia (albóndigas) y el souvlaki (carne en una brocheta) son algunos ejemplos.
Ya saciados, estamos en condiciones de recorrer –a pie o en bicicleta– el magnífico paseo marítimo, con sus agradables parques temáticos. Y no sería mala idea contratar una excusión en barco por el golfo Termaico.
Ano Poli, la ciudad que domina la ciudad
En lo alto de la ciudad encontramos estampas muy distintas a las de los barrios cercanos al mar y las densas edificaciones modernas. Estamos en Ano Poli: aquí, las casas tradicionales, las plazuelas y las calles empedradas conviven con magníficas construcciones bizantinas y otomanas. Este distrito fue el único que se libró del devastador incendio de 1917, y por eso se conserva su estructura, algo laberíntica.
Desde el Heptapirgión, una fortaleza bizantina y otomana con torres, se disfrutan grandes vistas de la acrópolis, la ciudad y el mar; el mejor punto de observación es la torre Trigoniou, erigida durante la breve ocupación veneciana, previa a la conquista turca en 1430. En estas alturas o de camino hacia ellas nos toparemos con monumentos, iglesias y mezquitas que surgen de repente, como restos del pasado naufragados en un mar de hormigón y cristal, a veces protegidos por pequeños espacios verdes.
La lista es larga, y nos vemos obligados a elegir: el Moni Vlatadon, un monasterio ortodoxo del siglo XIV; la mezquita Alaca Imaret (siglo XV); el pequeño y octogonal mausoleo de Mousa Baba; la iglesia de Hosios David, que conserva delicados mosaicos del siglo V; la de San Nicolás el Huérfano, o la iglesia de San Pablo, encaramada en una colina y para muchos la más hermosa de la localidad.
La huella sefardí
Los judíos españoles fueron decisivos para la recuperación de la prosperidad tesalonicense tras el asedio turco de 1430. Tan bien se integraron que llamaron a la urbe “La madre de Israel”. Pese a los crímenes nazis, hoy advertimos la presencia hebrea en numerosas sinagogas, el Museo Judío, algunas mansiones o varios restaurantes y tabernas, porque la tradición culinaria sefardí impregna la gastronomía local.
En el restaurante Akadimia, muy cerca de la plaza de Aristóteles –la principal de la ciudad–, el chef Kostas Markou ha introducido en el menú platos sefardíes recopilados por Nina Benroubi, una de las pocas judías que sobrevivieron a la ocupación nazi. Se hace la boca agua: burekitas (empanadillas rellenas de berenjena, o de otros ingredientes); albóndigas en salsa de nueces; huevos haminados (cocidos en agua aromatizada con especias)… Recomendamos acompañar el menú con vino local (blanco o tinto), producido con uvas autóctonas de los viñedos que rodean Tesalónica.
Historia con la tripa llena
Aprovechamos la cercanía del Akadimia a algunos monumentos y vestigios imprescindibles. A un paso tenemos el arco y la rotonda de Galerio, uno de los cuatro emperadores romanos de la tetrarquía establecida por el emperador Diocleciano. El arco conmemora una victoria militar de Galerio sobre los persas sasánidas, y data del 303 d.C. A 125 metros se halla la rotonda, un templo cilíndrico con un diámetro de 24,5 metros y muros de más de seis metros de espesor, a prueba de terremotos. El excelente y cercano Museo Arqueológico completará nuestra visión del pasado grecorromano tesalonicense.
Caminando unos minutos hacia el norte descubriremos el Museo Atatürk, una sencilla casa blanca en la que nació en 1881 Kemal Atatürk, el estadista que fundó y presidió tras la Primera Guerra Mundial la República Turca, sucesora del desmembrado imperio otomano. Y no muy lejos, la iglesia de San Demetrio, patrón de la ciudad. Levantada en el siglo IV sobre unas viejas termas romanas, guarda los restos del santo que le da nombre, y ha sufrido numerosas reconstrucciones. Es uno de los templos tesalonicenses más importantes, junto al de Santa Sofía, del siglo VIII.
Fiesta de noche, mercado de día
Tesalónica es una ciudad universitaria, y eso ha sido decisivo para que su ambiente nocturno se haga famoso, en especial el de algunas calles, como Proxenou Koromila, Mitropoleos, Ermou o Valaoritou, donde la oferta de bares, restaurantes, tabernas y pubs va de lo más tradicional a lo más moderno. La plaza Emporiou y la calle Egiptou concentran buena parte de la diversión nocturna del siempre animado distrito de Ladadika. No faltan los restaurantes de alta cocina contemporánea, ni los clubes de música electrónica o los locales con actuaciones en directo de artistas de todos los estilos, incluido el rebetiko (folk griego).
Hemos hecho un recorrido muy gastronómico, y lo cerramos con una recomendación en el mismo sentido: sus mercados, como el popular Kapani, el de la plaza Athonos, o el Ágora Modiano, el mercado central de alimentos de la ciudad, muy reformado pero que conserva casi toda la arquitectura vanguardista que le imprimió el arquitecto Eli Modiano, de una familia judía muy respetada de la ciudad. Terminado en 1930, el mercado, acristalado en parte, reúne en sus puestos todo el colorido y los productos que alegran la vida a locales y visitantes.
Por MANUEL RUS