Adriana Hernández Gómez de Molina
Tradicionalmente los judíos, como grupo social y religioso, se han asentado en barrios separados con sus propias normas y costumbres. Fue durante el Medioevo donde esta realidad se hizo más evidente al desarrollarse, a partir del siglo XII, barrios judíos o juderías por toda Europa: también denominados guettos —o aljamas en el caso de la Península Ibérica—, donde transcurría la vida judía separada del resto de la sociedad. Esa independencia se debía a la necesidad propia de los judíos de cercanía comunitaria para llevar a cabo con éxito su vida cotidiana, regida por las prescripciones de la Halajá, aunque debido también al estatus de separación respecto a la sociedad cristiana impuesto por la Iglesia desde 1179 en el III Concilio de Letrán.
Así, desde finales del siglo XI se tienen noticias de la existencia de varios espacios urbanísticos habitados por judíos, entre ellos el de Barcelona, conocido como el Call, una judería en Toledo y un «arrabal de judíos» en Andalucía. A diferencia de Europa y otros lugares del cercano Oriente y Norte de África, los asentamientos urbanos de judíos en el Nuevo Mundo se fueron conformando en fechas muy posteriores, sobre todo en el siglo XIX, a medida que las diferentes oleadas de inmigrantes arribaron a ciudades como Buenos Aires o Ciudad México; o en fechas tan tardías como las primeras décadas del siglo XX, como es el caso del llamado Barrio judío de La Habana Vieja.
EL BARRIO JUDÍO DE LA HABANA
Aunque la mayoría de los estudiosos coinciden en que la presencia judía en Cuba data de los tiempos de Cristóbal Colón, no existen nexos entre los precursores de los siglos coloniales y la comunidad hebrea que habría de formarse —con mayor grado de concentración en La Habana— a principios del siglo XX por diferentes oleadas migratorias, fundamentalmente de judíos sefarditas, provenientes del imperio turco otomano, y ashkenazíes de Europa oriental.
Fue La Habana Vieja la que albergó los inaugurales asentamientos de hebreos —tanto de sefardíes como de ashkenazíes—, irónicamente en calles denominadas Inquisidor, Santa Clara, Picota, Egido y Mercaderes, entre otras aledañas al puerto y al ferrocarril, zona urbana que ofrecía posibilidades de alojamiento económico y facilidades para las operaciones comerciales. Fue allí –como en otros asentamientos judíos en América– que los recién llegados establecieron su propio entorno cultural, tratando de reproducir los ambientes originales de sus lugares de procedencia con sus sinagogas, restaurantes, carnicerías, panaderías, colegios y escuelas. Sin embargo, existen notables diferencias entre un clásico barrio judío medieval y lo que con una ponderación típica de cubanos llamamos «barrio judío» de La Habana Vieja.
Si tomamos como ejemplo de barrio judío al Call barcelonés, cuya ubicación espacial sigue la norma del resto de las juderías europeas, podemos hacer un análisis comparativo tanto urbanístico como en el orden histórico y social con respecto al original asentamiento hebreo de La Habana, propio de inmigrantes del siglo XX.
Estatus jurídico diferente: El Call barcelonés tenía el «privilegio» de ser autónomo en su organización y administración, rigiéndose internamente por la ley judía. La colectividad judía asentada en La Habana Vieja, como en el resto de América, no tuvo un estatus jurídico diferenciado al resto de la sociedad. Como cualquier otro grupo social se regía por la constitución vigente, con sus respectivas disposiciones tanto para ciudadanos cubanos, como para extranjeros residentes o de paso por la Isla, afectados estos últimos por las referidas a extranjería, inmigración y nacionalización
Recinto amurallado: Como la mayoría de las juderías europeas de la Edad Media, el Call Mayor de Barcelona estaba dentro del recinto de la antigua muralla romana. En cambio, el núcleo originario judío en La Habana Vieja, si bien se encuentra emplazado dentro de lo que se conoce como la ciudad intramuros, fue lugar de asentamiento tanto de hebreos como de cubanos. El hecho de que los judíos escogieran La Habana Vieja y las cercanías del puerto como locación inicial responde mayormente a razones prácticas, sin obviar la tradición que los distingue como grupo inmigratorio: establecerse en las cercanías del puerto por donde desembarcan.
Ataques antisemitas: Como casi todas las juderías europeas durante la Edad Media, el Call barcelonés sufrió múltiples ataques que trajeron consigo muertes, saqueos, éxodo de muchos y la conversión de otros, hechos que erosionaban la relativa «buena convivencia» que eventualmente podía existir entre judíos y cristianos en la sociedad medieval europea. En Cuba, por el contrario, a pesar del atisbo en determinados momentos de los que Fernando Ortiz llamó «corrientes de racismo (…) promovida por insanas gestiones extranjeras», no ha existido antisemitismo ni pogromo. Antes bien, los hebreos siempre fueron tratados con cordialidad y respeto. Como apunta la investigadora Maritza Corrales, «el paso del tiempo y la característica hospitalidad de los naturales (…) hicieron un milagro (…) la existencia de judíos cubanos, no ya de judíos en Cuba». Tampoco ha existido antisemitismo posterior a 1959.
Abandonados por diferentes razones: la expulsión en 1492 de la aljama barcelonesa provocó el éxodo masivo o la conversión de las pocas familias que quedaban. En general, los judíos de la península se repartieron por la geografía mediterránea y europea gracias a los vínculos comerciales que tenían. En cambio, el desplazamiento residencial del núcleo original hebreo de La Habana Vieja se corresponde con el avance económico que experimentaron como grupo social y el grado de inserción en el contexto socio-económico de la época: de peddlers (vendedores ambulantes) a comerciantes in situ hacia el centro de la ciudad vieja en las calles Acosta, Cuba, Merced, Luz, San Ignacio y Muralla, y de ahí hacia repartos más exclusivos como Santo Suárez, El Vedado y Miramar. Aunque el grupo más observante y menos exitoso desde el punto de vista económico permaneció relativamente concentrado en La Habana Vieja.
Pero indiscutiblemente, hay un elemento que iguala estos dos colectivos: la cultura e identidad judía, condicionada por la necesidad de cercanía comunitaria que hace posible el éxito de la vida cotidiana, siguiendo sus propias normas rituales y dietéticas; festividades y tradiciones, resultado del «bagaje étnico y cultural común» que los distingue como pueblo. Y quizás sea este elemento determinante a la hora de referirnos —de manera coloquial y sin reparos— a la compacta trama de seis manzanas enmarcadas por las calles Santa Clara, San Ignacio e Inquisidor como Barrio judío de La Habana.
UN COLECTIVO HUMANO DOCUMENTADO
Un periodista cubano de la época se refería al «típico olor a cebollas fritas en aceite, papas y cueros curtidos» en el Barrio judío de La Habana Vieja, el mismo olor que —con sus variaciones— debió existir en el Call barcelonés. Tal información reza en un amarillento recorte de prensa aparecido en un legajo del fondo Abraham Marcus Matterin.
Tras el fallecimiento de Matterin, el 2 de mayo de 1983, Adela Dworin, colaboradora y amiga, actual presidenta de la Comunidad Hebrea de Cuba, contactó con el Dr. Eusebio Leal para garantizar la preservación de los libros, fotografías, recortes de prensa y otros documentos personales de ese intelectual judío, surgiendo así el fondo Abraham Marcus Matterin en el Archivo Histórico de la Oficina del Historiador.
Pero, ¿quién fue Abraham Marcus Matterin? Escritor, periodista, bibliógrafo y, sobre todo un promotor cultural hebreo-cubano, Matterin nació en Kaunas, Lituania, y llegó a Cuba junto a su familia en la masiva oleada migratoria de 1924. La labor intelectual que desplegó, no solo dentro de la comunidad hebrea, sino también en la sociedad cubana, dando a conocer los valores universales de la cultura judía y los aportes de este grupo social al patrimonio nacional, le valieron el calificativo de «figura de mayor relevancia de la intelectualidad hebreo-cubana» y «el judío más integrado de Cuba».
Fue socio colaborador de la Sociedad Colombista Panamericana, de la Institución Hispano Cubana de Cultura, miembro de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos, colaborador del periódico El Mundo y de otros diarios y revistas sobre temas hebreos, tanto cubanos como extranjeros. Desde 1955 fue director de la Biblioteca del Patronato de la Casa de la Comunidad Hebrea de Cuba hasta su muerte en 1983, donde desarrolló una labor encaminada a instruir a las nuevas generaciones de hebreos-cubanos. En 1950 fue galardonado con la Orden del Centenario de la Bandera Cubana y en 1958 designado Caballero de la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes, por su labor en pro de la fraternidad hebreo- cubana. El sentir de Matterin hacia su patria adoptiva y, a la vez, la permanencia de su identidad hebrea pueden aquilatarse en la entrevista personal que concediera en 1982 —un año antes de su muerte—, atesorada por el mismo fondo: «Cuba es un país pequeño, sin embargo sus grandes realizaciones… lo sitúan fuera del contexto de los países pequeños (…) Es cierto que Cuba no tiene una historia milenaria como Israel… pero es una historia apasionante.
En el pueblo cubano, judíos y cubanos se complementan. … Puedo decir que soy un judío cubano». Al analizar el fondo documental, sobresale el interés de Marcus Matterin por las comunidades sefarditas. Aunque el asentamiento hebreo de La Habana Vieja fue tanto de sefarditas como de ashkenazíes, cabría preguntarse por qué no dedicó igual atención a recopilar información sobre las comunidades ashkenazíes. Las dos ramas fundamentales del judaísmo se nos presentan en la historia judía cubana como «comunidades dentro de una comunidad». Sin embargo, como investigador y hombre de amplia visión, para Matterin el judaísmo era un fenómeno cultural imposible de separar; una pertenencia histórica que remite a una comunidad de orígenes, tanto religiosos, como étnicos, lingüísticos y de tradiciones.
No obstante, cuando en su manuscrito inédito Breve Historia de los hebreos en Cuba habla del aporte económico de los judíos, se nota cierta preferencia a mencionar el de la rama ashkenazí, relegando a un segundo plano el de los hebreos sefarditas. ¿Acaso estos últimos no formaron parte de la urdimbre económica del llamado Barrio judío? ¿O acaso su énfasis estuvo dado más bien en el elemento religioso? Aunque siempre se ha señalado que, en términos económicos, los hebreos sefarditas oscilaron más que los ashkenazíes entre la prosperidad y el estancamiento, a fines de los años 50 del siglo XX también estuvieron en condiciones de erigir un magnífico templo —el Centro Sefaradí— en el capitalino barrio de El Vedado.
Aún hoy, permanece la huella de la presencia mezclada tanto de «turcos» (sefarditas) como de «polacos» (ashkenazies) en el Centro Histórico de la ciudad, en los inmuebles de lo que fuera la primera sinagoga sefardita Shevet Ahim (1914), o en el local desvencijado del antes próspero restaurante Moshé Pipik; en la panadería Flor de Berlín, el Café Lily, o la Carnicería Kosher, aún en funciones para la actual comunidad hebrea cubana.
Fuente: opushabana.cu
Yo tengo entendido que «hebreo, es el idioma» y judio la clasificacion etnica.