De la Biblioteca de FREDY: “LA HIJA DEL JUDÍO” de Justo Sierra O’Reilly – CUARTA PARTE / CAPÍTULO II por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

CUARTA PARTE
CAPÍTULO II

Y la pequeña goleta comenzaba a verse en los consiguientes conflictos.
Desde el momento en que había recalado a la altura de Chuburná, el viejo Capitán, que era un marino de azas siniestra catadura, tendió su catalejo para observar la ribera. Sus rudas facciones se animaron con viveza al pasar el anteojo a su segundo, que junto a él ansiaba por el momento de que llegase su turno de hacer observaciones.
Todavía la atmósfera estaba limpia, el sol brillaba sobre el horizonte y las ligeras ráfagas de la brisa de la tarde empujaban suavemente a la pequeña embarcación hacia la costa.
El segundo entregó de nuevo el instrumento al Capitán diciéndole en tono satisfecho:
—No hay duda, la observación de hoy ha resultado exacta. Esta es la vigía de Chuburná.
—Sin duda –rezongó el otro, aplicando nuevamente el catalejos a su fino y ejercitado órgano visual–. Mas yo me temo alguna variación en el orden de las cosas; y por lo pronto, es seguro que el actual gobernador de la provincia se parece poco a nuestro buen patrón el Conde de Peñalva, que de Dios goce.
—Amén –añadió el segundo–. A bien que nosotros hemos gozado, durante su gobierno, de un buen chubasco de pesos.
—Y puede usted decirlo, ¡ voto a San…! por más maliciosa que sea la manera con que usted aventura esa especie. Siempre ha tenido usted la aprehensión de que mis ventajas han sido superiores a las suyas en los negocios que hicimos sobre estas costas.
—Y aun cuando fuese tal –observó el segundo con aire de indiferencia–, ¿qué tendría eso de extraño?
—Ciertamente que nada, supuesto que la responsabilidad era toda mía; pero no me da gana de escuchar pacientemente sus indirectas, cuando recuerdo que usted tiene razón en la apariencia, y, sin embargo, está usted equivocado. ¡Mal haya el Conde de Peñalva!
—Vamos, mi capitán, no hay para qué amostazarse contra los muertos. Ahora mismo hacíamos gratísimos recuerdos.
—¡Hola! –gritó el capitán dirigiéndose al timonel, apartando el anteojo e interrumpiendo a su interlocutor–, derriba, y siempre la proa al mogote de sotavento.
El segundo se separó del capitán por algunos momentos y fue a velar el exacto cumplimiento de las órdenes que acababa de comunicar. De paso dejó caer a plomo su mirada en el interior de la pequeña cámara del buque. Al parecer, todo iba bien, pues su ademán era de un hombre enteramente satisfecho.
—¿Qué hay? —preguntó el capitán al segundo, cuando éste volvió junto a aquél, que permanecía aún en pie apoyado en las batallolas de babor.
—Nada de particular; el doncel duerme la siesta, y el hombre de iglesia lee su librote en latín.
—Dejémoslos en paz, hasta que hayamos echado el ancla. Con eso su satisfacción será mayor, y hay esperanza de buenas albricias. Tan liberales y generosos pasajeros merecerían viajar en un navío de Su Majestad.
—Qué me place la observación —dijo el otro—, pero, con su permiso, voy a hacerle una más importante. Mire usted aquello.
Y el Capitán siguió ansioso con la vista la dirección de la mano de su segundo, y después de un momento de examen murmuró:
—Eso ya me lo esperaba, ¡voto va! Tempestad vamos a tener, y en tal caso valiera mejor haber recalado algunas horas más tarde, porque en las cercanías de la playa no es muy agradable este jaleo. ¡Eh, digo! —gritó entonces a la tripulación—, suelta los rizos a la mayor, y vaya un hombre al tope para lo que pueda convenir.
En medio minuto la operación estaba concluida.
Pero a pesar de que esta nueva maniobra apresuraba el curso de la goleta hacia el fondeadero a que se dirigía, el tiempo era demasiado estrecho para llegar a la costa antes de que estallase la tempestad. La antigua práctica de los dos oficiales y los redoblados esfuerzos de la tripulación no bastaban a vencer todos los obstáculos.
Así pues, el capitán determinó tomar la vuelta de fuera, a fin de evitar, en todo evento, un violento choque contra algún bajo o contra la playa misma; aunque los otros peligros no eran ciertamente de menor gravedad, si se empeñaba la goleta en seguir el otro rumbo. En el instante mismo en que el segundo tomaba de prisa el timón, enviando al marinero que lo tenía a que trabajase con los otros, gritó el Capitán:
—¡He allí el primer chubasco! ¡Arría en banda!
Y como por encanto cayeron a plomo todas las velas, henchidas un segundo antes con la brisa.
La goletilla, hecha ya el juguete de las encontradas olas, osciló con violencia y al fin quedó como dormida y sin gobierno.
Entonces apareció como una visión sobre cubierta, trayendo en la mano un libro y marcada con el dedo introducido entre sus hojas la página que estaba leyendo a la sazón, un venerable eclesiástico, cuyo traje y arreos mostraban a la vista a un jesuita.
Y lo era, en efecto. Al zarpar la Santa Librada de Veracruz, el armador se había acercado al capitán con mucho misterio anunciándole que, además del buen negocio que podía hacerse en nuestras costas con el cargamento valioso de efectos de la madre patria que llevaba de contrabando, se presentaba otro no menos brillante, cómodo y de seguro éxito, el cual consistía en llevar a bordo dos misteriosos pasajeros que iban a la provincia de Yucatán y que pretendían guardar el incógnito hasta el fin, por particulares motivos.
Bien discutido el asunto, y pesadas las razones del pro y del contra de la cuestión, que no dejaban de ser graves, supuesto que la más ligera imprudencia podía hacer abortar la expedición y poner en riesgo a las personas en ella comprometidas, quedó resuelto el embarque de los dos pasajeros, que pagarían sesenta onzas de oro por ser desembarcados precisamente en la vigía de Chuburná, y no en otra parte.
Tal había sido el motivo de dirigirse la Santa Librada a aquel punto, sin embargo de llevar ya muchos años de hacer quieta y pacíficamente el contrabando de las costas de la provincia de Tabasco, habiendo abandonado las de Yucatán por ciertas razones que sabía muy bien el antiguo capitán de la goleta, pero que no tenía mucho empeño en revelar a los demás.
Según el convenio celebrado, el pasaje debía pagarse en Veracruz, argent comptant, después de verificado el desembarco en Chuburná, de lo cual se había de dar una constancia al capitán. Todas estas precauciones, el carácter y traje del principal de los dos pasajeros, la espléndida generosidad con que se manejaban en la navegación, habían persuadido a aquel individuo de que, en efecto, no era mal negocio el que traía entre manos; y con sus miramientos, respeto y deferencia en todo, procuraba mostrar a los pasajeros el alto aprecio que hacía de tenerlos a bordo.
Excusado parece decir que esos pasajeros no eran otros que el padre Noriega y Don Luis de Zubiaur, que habiendo salido juntos de México se dirigían a Yucatán. Y parece excusado, no por otra razón, ciertamente, sino porque el lector no habrá podido menos de caer en la cuenta.
Despojóse el Capitán de su gorra al presentarse sobre cubierta el jesuita, y con un signo mudo le mostró la costa, el cielo y todo aquel tremendo espectáculo.
El socio, que tenía una fe vivísima en el poder de su santo fundador contra cualquier peligro, por grave e inminente que apareciere, dejó por unos instantes la cubierta y desapareció bajo del pequeño caramanchel que daba entrada a la cámara del buque.
Entre tanto, la tempestad había subido de punto. Las nubes se entrechocaban produciendo estallidos eléctricos capaces de aterrar al más intrépido y sereno. La mar venía gruesa, y todo aquel cuadro era semejante al del caos en el momento de recibir la omnipotente voz del que le mandó animarse y tomar nueva forma.
Los marineros luchaban contra un cúmulo de dificultades. El segundo no abandonaba el timón; y el capitán, multiplicando su presencia en todas partes, acudía a todas las emergencias del momento. El balanceo era tal que casi tocaban los topes con las olas, a derecha e izquierda.
Cuando la confusión comenzaba a introducirse, apareció de nuevo el jesuita gravemente, en unión del joven caballero que venía en su compañía. El socio traía el bonete simbólico, enarbolando un estandarte y ostentando sobre el pecho un enorme escudo sembrado de figuras alegóricas. En el centro de ese escudo se veía la imagen del santo fundador de la Compañía de Jesús, vestido ni más ni menos como el padre Noriega.
En su derecha empuñaba aquel célebre estandarte que había dado la vuelta al mundo entero, anunciando el triunfo de la Compañía, y en la izquierda llevaba un libro abierto, el de los estatutos de la orden, con este lema: Ad majorem Dei gloriam.
Los pies del santo fundador descansaban sobre un escabel, figurando un mundo sostenido por una multitud de figuras y alegorías, y ceñido de un anillo con esta sentencia: Unus non sufficit orbis.
En los dos ángulos superiores del escudo, veíanse dos genios con trompetas, y este mote entre uno y otro: Clama, ne cesses, quasi Tuba exalta vocem tuam. Y las naciones postradas a los pies del Santo, parecían rendirle sumisión y obediencia, escuchando de su boca esta otra sentencia: Ite accendite omnia, y el conjunto todo estaba ceñido de
esta otra: Euntes ergo docete omnes gentes.
La ocasión era solemne ; y a pesar de la urgencia del peligro y la necesidad que había de atender a los más ligeros detalles de la maniobra, el capitán y resto de la tripulación, que como debe suponerse, se compondría de gente desalmada, no pudieron menos de prosternarse ante la imponente figura que se presentó a su vista.
El padre Noriega, con los ojos fijos en la ribera, y enarbolando en alto el estandarte que flameaba a merced de los vientos, hizo una Invocación a San Ignacio, y en seguida, leyendo en su breviario, que su joven compañero abrió ante sus ojos, comenzó a conjurar la tempestad, empleando, al efecto las sagradas preces que usa la Iglesia Católica en casos semejantes.
Concluido el conjuro, el socio entregó todos sus arreos a Don Luis, y adoptando un tono de autoridad y energía, gritó a los que le escuchaban:
—Ahora, cada cual a su puesto, que yo tomaré el timón.
En la confusión que reinaba, nadie pensó en resistirle. El capitán, asombrado y movido de la sublime expresión de inteligencia y valor que reinaban en la fisonomía del jesuita, se resignó a obedecer sus órdenes, como todos los demás.
—Calen la boneta del trinquete, e iza —volvió a mandar el piloto improvisado.
Y los marineros obedecieron al punto.
En el instante mismo la goleta, que estaba enteramente sin más movimiento que el que le comunicaban las embravecidas olas, recobró su marcha regular, siempre sobre la vuelta de tierra.
—Iza foque, y listos para arriar a la primera voz.
Así se ejecutó.
La goleta seguía su curso con mayor rapidez, excitando la admiración de los marineros.
Entre tanto la noche había cerrado completamente, y sólo al brillo de los relámpagos podía descubrirse la imponente figura del socio fijo en la popa, y las formas dispersas de la tripulación que aquí y allí clavaban ansiosamente sus miradas sobre el hombre de iglesia, convertido de repente en hombre de mar.
—Allá viene el chubasco —gritó la misma voz de mando—. ¡Arría trinquete y foque!
Apenas se hubo así ejecutado, cuando una impetuosa ráfaga de viento y una formidable explosión eléctrica, introdujeron de nuevo el espanto y la confusión entre todos los que obedecían; pero el timonel, como si fuese una estatua de bronce inquebrantable, permaneció firme y derecho en su puesto.
—Ea —volvió a gritar después de un minuto—, ¡arriba muchachos! Iza mayor y no haya miedo. Ya estamos casi en el fondeadero.
En efecto, a poco después se vio en medio de la luz de los relámpagos, una faja obscura y cercana. Era la costa de Chuburná.
—Capitán, páseme usted la bocina, pues yo veo que se dirige hacia nosotros un bote.
Ha de ser el del vigía.
El capitán obedeció maquinalmente la orden que se le había comunicado, entregando la bocina pedida. El jesuita tomola, y aplicándola a los labios exclamó con voz de trueno:
—¡Ah del bote!
Un rumor confuso de voces humanas correspondió a esta interpelación.
El jesuita prosiguió:
—Dirigid la proa a babor.
—Traemos auxilio a la Santa Librada —repusieron los del bote.
—Pues acercaos con el remo, como podáis, que ya viene otro chubasco. Listos, y ojo al bote.
No es posible describir lo que en ese momento ocurrió con la vehemencia de la nueva turbonada. Sin la serenidad y destreza del padre Noriega, la goleta hubiera zozobrado irremisiblemente. En medio de aquel desorden, el improvisado piloto conservó, como antes, su puesto; dictó perentoriamente sus órdenes, y cuando calmó el nuevo chubasco, cada cosa estaba en su lugar sin novedad, y el bote del vigía perlongado a sotavento de la goleta.
Embarcáronse a bordo de la Santa Librada los tres hombres de la vigía, y naturalmente, se dirigió el principal de ellos al que gobernaba el timón en aquel momento crítico.
—Buenas noches, capitán —dijo acercándose al jesuita—. Si es usted el mismo que ha navegado siempre en la Santa Librada, nada tengo que decirle. Yo soy nuestro amo Graniel, vigía por Su Majestad en Chuburná. Ya no hay peligro ninguno, puedo agregar, pues estamos ya, como quien dice, en el fondeadero de la vigía.
—Celebro mucho, nuestro amo Graniel —repuso el socio en tono grave—, verle cumplir con tanta puntualidad el encargo que desempeña en nombre del rey. Por ahora, retírese a proa, que tengo ciertas órdenes que comunicarle.
Y el vigía quedó como petrificado de terror al conocer la voz del padre Noriega y distinguir su figura al brillo de otro relámpago. Sin saber qué pensar de aquel lance, obedeció la orden, manteniéndose a la distancia prevenida, hasta que la goleta dio fondo.
Entonces hizo sacar el socio una pequeña maleta, distribuyó algunas monedas a la tripulación, entregó un papel y un bolsillo al capitán, y sin más ceremonia, hizo reembarcarse en el bote a los recién venidos, en pos de los cuales bajaron él y Don Luis.
Y el bote se desprendió del costado de la embarcación dirigiéndose en silencio a la ribera, a la cual llegaron las cinco personas en él contenidas, antes de que estallase una nueva turbonada.
—Ahora —dijo el jesuita al poner el pie en tierra— nos permitirá usted, nuestro amo Graniel, que nos reparemos un tanto en su alojamiento. Puede usted, además, proseguir, si gusta, el curso de sus negocios, bajo su responsabilidad, sin pretender iniciarnos en sus secretos. Buenas noches.
Y antes de esperar respuesta alguna, y como si no la necesitara para nada, el socio, acompañado del joven que le seguía silenciosamente, se encaminó a la pequeña choza del vigía.

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