CRIPTOJUDAÍSMO E INQUISICIÓN – primera parte – por Santiago Trancón

Pinturas de Dan Kofler

Las huellas del judaísmo hispano son, sobre todo, invisibles. Han desaparecido la mayoría de las sinagogas, baños, cementerios, casas, palacios y barrios judíos (aljamas y juderías). Los restos arquitectónicos que perviven son, sin embargo, muy significativos y no dejan de seguir sorprendiéndonos. Recientemente, por ejemplo, en un pueblecito leonés donde viví un par de años siendo niño, Valencia de don Juan o Coyanza, se han descubierto los muros y arcos de una antigua sinagoga. En Valderas, el pueblo donde nací, se mantuvo una sinagoga medieval hasta 1927, convertida en ermita de la Vera Cruz. En contra de lo que se cree, sobre todo a partir de las matanzas de 1391 (en Sevilla se arrasaron 23 sinagogas y perecieron cerca de 4.000 judíos), muchas familias judías se empezaron a asentar en pequeñas poblaciones donde era más fácil convivir con los cristianos que en las grandes ciudades. El trato y el conocimiento debían favorecer la superación de prejuicios y estereotipos. La tolerancia, también en contra del tópico, era tradicionalmente mucho mayor en los núcleos y aldeas rurales.

Si las huellas físicas son escasas, las fuentes documentales son, sin embargo, bastante abundantes. El trabajo de investigación en este campo sigue siendo inmenso. A través de ellas podemos dar fundamento a la hipótesis que cada día se hace para mí más evidente: es imposible entender la historia de España desde finales de la Edad Media hasta hoy sin tener en cuenta la impronta psicológica y mental que dejó la presencia judía en nuestro país y la persecución obsesiva y cruel que originó su expulsión definitiva en 1492. 

En sucesivos artículos iré argumentando esta afirmación. Hablamos de una historia invisible, oculta, pero que ha dejado una huella profundísima en nuestra psicología, en el modo de entender las relaciones sociales, familiares y políticas. Hablamos de judíos expulsados (sefardíes), de los criptojudíos y de los conversos, de su relación con los cristianos, la Inquisición y los demás poderes del Estado. Hablamos de más de cinco siglos de persecución, de cientos de normas y miles de juicios, denuncias, torturas, sentencias, confiscaciones y ejecuciones; de miles de libros prohibidos y quemados; de una constante y agresiva propaganda antijudía llena de amenazas, insultos y humillaciones. Hemos de imaginar todo esto para comprender lo que ocurrió en nuestro país durante tanto tiempo, el ambiente turbio y la tensión psicológica que se respiraba en la vida cotidiana, en la que la sospecha y el miedo obligó al engaño, el secreto, la desconfianza, el espionaje, la obsesión por las apariencias y la mentira, desencadenando odios, venganzas, ambiciones, delaciones, sentimientos de indefensión, desesperación y culpa.

Lo más importante de la Inquisición no fue el número los condenados a la hoguera que, comparado con la actuación de la Inquisición en Europa o la de los tribunales ordinarios, fue relativamente pequeño. Lo importante fue la herencia psicológica, mental y cultural que dejó su larga actuación, sus métodos y sus procedimientos.

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La Inquisición no nació en España. Fue un invento del Papado. Se utilizó en la Edad Media para perseguir la heterodoxia: contra brujas, cátaros, albigenses y templarios, sobre todo. El número de quemados y ejecutados en Europa en la Edad Media fue muy superior a los que llevaría luego a cabo la Inquisición Española.

La Inquisición Española tiene su origen en la Inquisición Medieval, pero aquí adquirió características propias: surgió mucho más tarde, duró más de 350 años (de 1478 a 1834), fue una institución estatal y monárquica, utilizó métodos excepcionales y se dedicó, sobre todo, a perseguir a judaizantes y conversos. El porcentaje de moriscos condenados es pequeño en comparación con los judaizantes. Este simple hecho nos habla de la mayor importancia de los judíos y conversos en la sociedad española, desde la Edad Media hasta finales del XVIII, en comparación con la influencia árabe.

Para hacernos una idea de este hecho, empecemos dando unos datos. Son aproximados, pues los historiadores, de acuerdo con su ideología, dan cifras muy dispares. Después de consultar varias fuentes, yo me quedo con éstas, referidas a 1492, el año de la expulsión:

Población española: 8 millones de habitantes. Población de origen judío: 800.000. Población de conversos: 400.000 (los convertidos anteriormente y los provocados por el decreto de expulsión). Número de expulsados: 300.000 (100.000 se fueron a Portugal). Judaizantes: 100.000. Procesados en los primeros 50 años de la Inquisición: 50.000. Condenados a la hoguera desde el siglo XV al XVII: 5.000. A estos datos habría que añadir los datos globales de Hispanoamérica, Portugal y Brasil: unos 100.000 judeoconversos, gran parte judaizantes, 30.000 de ellos procesados.

La primera conclusión es que la presencia judía en España fue cuantitativa y cualitativamente muy importante. Que el gran número de conversos y de judaizantes ha tenido que dejar una huella decisiva en la sociedad española. Que la actuación de la Inquisición tuvo una influencia no sólo directa mediante los procesos y condenas, sino sobre todo indirecta, creando un clima de miedo, sospecha y persecución que influyó en todos los ámbitos de la vida.

Lo que más interesa destacar es qué pasó con ese gran número de conversos y judaizantes, especialmente durante los siglos XV al XVII (siglos decisivos en los que se configura la sociedad moderna española); en qué medida su destino, sus vivencias y su pensamiento están en la base de muchos de nuestros vicios y comportamientos actuales, individuales y colectivos. También de nuestros logros, sobre todo artísticos y culturales.

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Conviene aclarar algunos términos. Distingamos  entre judaizantes, criptojudíos y conversos.

Judaizante no era el converso que hacía proselitismo del judaísmo entre otros conversos o cristianos. La Inquisición llamó judaizante a cualquier converso que continuara practicando o creyendo en el judaísmo, con independencia del grado de fidelidad u observancia que mantuviera de su antigua fe, y sin necesidad de que hiciera propaganda o difusión de sus creencias. Por principio, todo converso era sospechoso de judaizar. La Inquisición justificó su implantación, de hecho, en este supuesto, pues no se creó para perseguir a los judíos (después del Decreto de Expulsión habían desaparecido oficialmente del país), sino para detectar y eliminar a los falsos conversos.

Criptojudío es un término reciente con el que nos referimos a aquellos conversos que claramente trataron de no asimilarse ni integrase en el cristianismo, que mantuvieron consciente y voluntariamente su adhesión al judaísmo a pesar de no poder manifestar sus creencias ni observar la mayoría de las prácticas judías. Con el tiempo estos judíos ocultos, aislados y sin el apoyo del grupo, apenas lograron mantener el recuerdo de sus orígenes, pero es sorprendente que hasta hoy mismo hayan resistido a la asimilación, como es el caso de los chuetas de Mallorca.

Conversos o cristianos nuevos eran todos los judíos y sus descendientes a partir de 1492, pues obligatoriamente debieron bautizarse y convertirse para no ser expulsados de Sefarad. Dentro de este grupo existió una gran variedad, que iba de los cristianos más fanáticos y entusiastas a los más tibios e indiferentes, pasando por los heterodoxos, los reformadores o los clérigos (curas y frailes), los vacilantes y los escépticos y descreídos. El término marrano se aplicó a todos los conversos, pero especialmente a los de origen portugués o a los que, habiéndose refugiado en Portugal en 1942, tuvieron que volver España a partir de 1497. Es muy sintomático el desplazamiento semántico de la palabra marrano, que acabó usándose para referirse al cerdo, precisamente porque su carne era tabú para los judíos. Sefardí es el nombre con el que se identifican todos los judíos descendientes de los expulsados en 1492.

También conviene aclarar algunos términos hebreos. Goim son los no judíos, los gentiles; todos los conversos fueron considerados por los rabinos goim, excluidos o apóstatas. Los anusim son los judíos forzados a convertirse contra su voluntad. Los meshumadim, por oposición, fueron los conversos voluntarios. Los malsín, por último, eran los delatores o traidores que denunciaban a su antiguos correligionarios.

También se usan a veces confusamente los términos con los que se identificaba a los distintos tipos de condenados por la Inquisición. Penitenciados o reconciliados eran los condenados que abjuraban (renegaban) de su fe judía para aceptar la cristiana. Había dos tipos, los que abjuraban “de levi”, o sea, los que eran condenados por delitos leves, y los que abjuraban “de vehementi”, o sea, los que habían cometido delitos más graves. Por oposición, los impenitentes eran los que no renegaban de sus errores o delitos y se mantenían fieles a su fe. Los relajados o relapsos eran los reincidentes, los que volvían a ser descubiertos y condenados de nuevo.

Las penas que imponía la Inquisición eran muy variadas, en función de la calificación de sus delitos. Iban desde llevar el sambenito, a veces de por vida (un sayón amarillo, casaca o capote con la cruz en aspa de San Andrés en el pecho y la espalda); entregar una “limosna” (una cantidad de dinero); la cárcel, los azotes, el escarnio público llevando, por ejemplo, la coroza (un capirucho grotesco como los que pintó Goya) o figurando sus sambenitos colgados en las iglesias; ir a galeras (llevados como esclavos remeros en los barcos de la Armada real) y, en el caso de algunos reconciliados de vehementi, el garrote vil y luego la hoguera. Directamente al quemadero (o sea, quemados vivos) era la pena para los relajados. Los huidos o desaparecidos eran quemados en efigie, o sea, sustituidos por un monigote del que se colgaba su nombre y condena. También se podía condenar a los muertos, en cuyo caso se les desenterraba y sus restos eran quemados públicamente. Fue el caso de la madre de Luis Vives, por ejemplo, que había muerto de la peste antes de ser condenada. 

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Pintura de Dan Kofler

¿Qué era la Inquisición? ¿Cómo actuaba? ¿Cómo influyó en la sociedad española?

Estas preguntas siguen siendo hoy importantes, no sólo para los que nos consideramos vinculados con quienes padecieron directamente  la persecución inquisitorial, sino para cualquier español que quiera entender el pasado y el presente de su país. A investigadores como Américo Castro o Julio Caro Baroja debemos que este tema haya tomado la relevancia histórica que merece.

La Inquisición Española fue un instrumento de control social mediante represión ideológica, cultural y política, al servicio directo de la Iglesia y la Monarquía. Su objetivo era imponer un catolicismo estricto en la mente, la conciencia y la conducta de todos y cada uno de los españoles, aplastando cualquier heterodoxia o desviación de los dogmas e interpretaciones que de la fe cristiana hacía la Iglesia. Al imponer la uniformidad religiosa, la Monarquía logró establecer un poder político estatal que sirvió de base para el desarrollo del imperio español.

La discusión sobre qué hubiera sido de España si no hubiera triunfado la intransigencia y el modelo monárquico-católico es una discusión inútil y llena de trampas, pues obliga a juzgar la historia con hipótesis puramente imaginarias. Lo único que podemos juzgar son los hechos, sin pretender justificarlos, a posteriori, con argumentos que nada tienen que ver con los hechos mismos. Ciñámonos, por tanto, a describir la actuación de la Inquisición y sus consecuencias.

Hay un dato que pone de manifiesto la tragedia de la expulsión y nos puede ayudar a comprender mejor algo de lo sucedido. H. Kamen, nada sospechoso de parcialidad, señala que murieron 25.000 judíos durante los viajes al exilio. Perecieron en el mar, pero en los caminos; murieron a causa de tormentas y enfermedades, pero también por los asaltos y ataques que sufrieron. Se difundió por ejemplo que, dado que no podían llevar consigo ningún bien, ni dinero ni oro ni plata, algunos ocultaron en su cuerpo joyas y diamantes. Al ser asaltados, muchos fueron acuchillados para descubrir lo que ocultaban en sus entrañas.

¡Qué tremendo dilema, la conversión forzosa o la incertidumbre y penalidades de un exilio sin rumbo ni destino fijo! ¡Qué cúmulo de sentimientos y reacciones contradictorias! Renegar de la fe, desvincularse de su pueblo, aceptar el ser tenidos por traidores, cobardes, apóstatas… o echarse a los caminos llenos de peligros, embarcar en frágiles y abarrotadas embarcaciones, perder todos los bienes, abandonar la tierra de sus antepasados. Muchos se consolaron pensando que aquella desgracia sería pasajera, que pronto podrían volver, por eso tantos se refugiaron en la cercana Portugal. Otros confiaron en que podrían seguir manteniendo clandestinamente su fe, que sólo serían católicos de apariencia, pero no en su corazón.

Todas estas dudas, la diversidad de opiniones y comportamientos, acabó debilitando los vínculos de parentesco y amistad, rompiendo la unidad de las familias y grupos, un drama de tremendas consecuencias, pues la pervivencia y resistencia del pueblo judío siempre se ha basado en su cohesión interna y la capacidad de transmitir creencias, actitudes y estructuras psicológicas gracias al núcleo familiar y las relaciones del grupo. En su lugar se estableció la desconfianza, la traición y el miedo. Un primer efecto fue la aparición de fanáticos conversos de origen judío, que acabarían convirtiéndose en sus perseguidores más acérrimos y temibles. Un caso sintomático es el de los dos primeros inquisidores generales, Tomás de Torquemada y Diego de Deza, los dos de origen judío.

Parte 2 – 02/04/2012

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