Una familia de sefardíes españoles que permaneció unida en torno a un secreto: Danone nació en El Raval

  • Tras uno de los imperios yogurteros más famosos del mundo, se encuentran los Carasso
  • Una familia de sefardíes españoles que permaneció unida en torno a un secreto
  • El creador aprendió la fórmula a través de unos pastores búlgaros y la desarrolló en Barcelona

 

 

Isaac Carasso, padre del mundialmente conocido Danone, degustando el invento junto a su sobrino, Mario Botton.
Isaac Carasso, padre del mundialmente conocido Danone, degustando el invento junto a su sobrino, Mario Botton.

En medio de un mar de tumbas, todas iguales, grises, agrietadas, se esconde un discreto mausoleo amurallado en el que rinde su sueño eterno el «padre del imperio Danone». Isaac Carasso eligió un lugar próximo a su siempre soñado Sefarad, la tierra de la que sus antepasados fueron expulsados y a la que él terminó regresando para hacer historia. Hoy para acceder al recinto blindado del cementerio judío de Bayona, al otro lado de los Pirineos, en el País Vasco francés, hay que ser depositario de un secreto familiar: la clave digital, única llave.

La familia de Isaac Carasso Nehama está repleta de secretos. Uno de ellos, aquel jaurt que le enseñaron a elaborar pastores búlgaros y que trajo a España tras la huida familiar de Salónica. Terminó convirtiéndose en el primer yogur Danone del mundo. Ocurrió a finales de 1919, en el barrio del Raval. En aquel piso del Carrer dels Àngels donde Isaac se alojó a su llegada a Barcelona en compañía de su mujer, Esther, y sus hijos Flor, Juana y Daniel, el que terminaría dando nombre al yogur. En aquel rudimentario «laboratorio» -siempre lo llamó así- alcanzó la producción de 400 envases de porcelana con un lazo para cerrar la embocadura. Toda aquella historia, que confirma el origen español de la mundialmente reconocida marca de yogures, aparece recogida en El olivo que no ardió en Salónica (La Esfera de los Libros), una novela en la que viajó en el tiempo en busca del largo periplo del padre del imperio Danone. Y eso que perdió aquel barco: el Princesa de Asturias…

Todo arranca en 1912. El Gobierno de Alfonso XIII envió al avispero de los Balcanes al crucero acorazado Princesa de Asturias con el objetivo de repatriar a cientos de sefardíes protegidos por el consulado español en Salónica. La que entonces era la segunda ciudad más importante del Imperio otomano contaba con 170.000 habitantes de los que más de la mitad eran judíos, en su mayoría sefardíes de ascendencia española. Sin embargo, el navío de la armada recaló en Constantinopla y esto lo aprovechó la delegación diplomática española en la capital turca para embarcarse en él y regresar a España sin un solo sefardí.

Isaac, junto a su nieto
Isaac, junto a su nieto

Uno de los sefardíes que estaba previsto que embarcasen en el Princesa de Asturias era Isaac Carasso Nehama, acomodado comerciante e importador de aceite y frutos secos de Salónica que pasaba por médico en algunos ambientes de la ciudad por sus conocimientos sobre el jaurt búlgaro, yogur con propiedades medicinales que, en opinión de científicos de la época, entre ellos Ilya Metchnikoff, premio Nobel de Medicina, también judío, alargaba la vida. Carasso había conocido al Nobel en París cuando Metchnikoff era director del Instituto Pasteur.

Carasso había descubierto las propiedades del jaurt en sus viajes a regiones aisladas del norte de Bulgaria. Las crueles guerras balcánicas -antes, la guerra italo-turca- le aconsejaron dejar su tierra adoptiva, Salónica, y regresar a su tierra natal, Sefarad (España) de ahí su interés por embarcarse en el acorazado español. Como no pudo ser, abandonó Salónica días después del asesinato, en el Paseo Marítimo de la ciudad, del Rey Jorge de Grecia, que días antes había entrado, triunfante, montado a caballo, con su ejército. Salónica volvía a ser griega, pero los sefardíes temían que los nuevos dueños de la ciudad les privaran de sus privilegios.

Isaac Carasso, con su mujer, Esther, y sus hijos Daniel, Flor y Juana, inició un largo viaje por ferrocarril. La I Guerra Mundial le sorprendió en Suiza, que había movilizado un ejército de 200.000 hombres, bien pertrechados, para defender su neutralidad. En Lausana, inició, en plan experimental, la producción del jaurt que le enseñaron a elaborar los pastores búlgaros. Pero, convencido de que el final de su viaje debía ser España, no dudó en cruzar a Francia, a pesar de la guerra, y llegar a Barcelona, donde se alojó con su familia en un piso del barrio del Raval. Allí, en una habitación, instaló un laboratorio artesanal donde vio la luz el primer Danone del mundo. Carasso era un diletante genial. Se las arregló para que los médicos respaldaran su producto, que él consideraba un «elixir de la eternidad». Quien más le ayudó fue el investigador Ferrán y Clúa, a quien en Europa denominaban «el Pasteur español». El judío empezó a distribuir su producto, en artísticos envases de porcelana, en las farmacias de Barcelona, gracias a la ayuda que le prestaron los carteros de la ciudad y a la vista gorda de los conductores de tranvías. Eran los inicios de los felices años 20.

Así empezó la aventura de uno de los más sorprendentes y carismáticos emprendedores de este país, creador de uno de los más grandes imperios empresariales. Su aventura la prosiguió su hijo Daniel -de cuyo nombre procede precisamente la marca ahora tan reconocida- en Francia.

La aventura no tiene desperdicio. Primero, porque se reivindica la españolidad de un producto que inició en su tiempo la transformación de muchos hábitos alimenticios en el planeta y de quienes fundaron las empresas en España, primero, y luego en Francia. Daniel Carasso, presidente de honor del grupo Danone, fallecido en París a los 104 años, nunca dejó de ser español, pese a recibir la Legión de Honor francesa y las presiones para que se acogiera a la nacionalidad de la República. Y segundo, porque revela hechos curiosos e insólitos, novelados, además, con minuciosidad.

Por ejemplo, Isaac Carasso fue proveedor de la Casa Real española. Probablemente, Felipe VI desconozca que la sempiterna presencia del yogur en el desayuno de la familia real española se debe a la amistad que mantuvo Carasso, y la infanta Isabel, La Chata, princesa de Asturias y tía de su bisabuelo, Alfonso XIII. Isaac y la infanta tuvieron el primero de sus encuentros en Madrid. A cambio de convertirse en proveedor de la Casa Real, Carasso se comprometió a distribuir el yogur que fabricaba en el Raval en las instituciones de beneficencia apadrinadas por la propia infanta y la reina Victoria Eugenia. Desde entonces, hasta ahora, nunca faltó el yogur en la dieta de la Familia Real.

Curiosamente, la infanta Isabel, dos veces Princesa de Asturias -caso único en la Historia de España- había prestado su título a aquel acorazado enviado por el Gobierno español a los infortunados sefardíes, protegidos del Reino de España, encerrados en la ratonera de Salónica durante las guerras balcánicas.

Como el imprevisto encuentro, con sobresalto incluido, que mantuvo Daniel Carasso y el mismísimo Heinrich Himmler, líder de las SS, en Barcelona, en octubre de 1940. El nazi se había entrevistado con Franco en Barcelona para preparar el encuentro que el Generalísimo debía mantener con Hitler en Hendaya.

De regreso a Alemania, Himmler quiso visitar Barcelona y el monasterio de Montserrat. Tenía la idea de que allí se escondía el Santo Grial. Se hospedó en el hotel Ritz. Por aquellos días, visitaba la Ciudad Condal Daniel Carasso, nieto del fundador de la marca, perseguido en Francia por los nazis. Daniel viajó a España para entrevistarse con su hombre de confianza en Danone España, Luis Portabella, antes de huir a Nueva York. Portabella hizo los honores a su amigo Daniel invitándolo a uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Fue el abogado barcelonés quien se percató de que, a escasos metros, el jefe de las SS compartía mesa con varios militares. Luis y Daniel abandonaron el local con disimulo. Meses después, Daniel emprendía desde Vigo viaje a Estados Unidos, con obligada escala en La Habana, en el trasatlántico español Marqués de Comillas.

El olivo que no ardió en Salónica también aporta documentos inéditos sobre el lugar donde fue enterrado el creador de Danone. Reposa en Bayona junto a su madre, Estrella Nehama, que nunca se separó de él desde que abandonaron Salónica, «la Jerusalén sefardí». También incluye los salvoconductos españoles -ver foto de la derecha- de dos nietos de Isaac, Enrique y Juan, gracias a los cuales pudieron salvar sus vidas y regresar a España. Sus padres, Henri y Flor fueron apresados por la gendarmería francesa en la redada Viento Primaveral y conducidos al Velódromo de Invierno de París antes de ser deportados a Auschwitz.

Finalizada la II Guerra Mundial, Daniel Carasso Muzafia regresa a Francia y alternará la dirección de sus empresas viajando a España y a EEUU. En 1947, nace en Nueva York su hija, Marina. Daniel reconoce el admirable trabajo de Norbert Lafont y Luis Portabella en Francia y España, durante la II Guerra Mundial, nombrándoles presidentes de Danone-Francia y Danone-España. Él ostentará la presidencia de honor de ambas, aunque seguirá ejerciendo labores de dirección…

En tiempos de paz

En 1967, Danone se fusiona con Gervais. Seis años después, el Grupo Danone-Gervais se fusiona con BSN, fabricante de cristales y botellas, y en 1973 firma un acuerdo de participación en el accionariado con Danone-España. A partir de ese año, la multinacional se consolida en Europa, amplía su presencia en Estados Unidos y se expande a Asia. Con la caída del Muro de Berlín, se implantará en Europa Central y Oriental.

Jacques Levi fallece en Barcelona en 1989 [sobreviviente de Auschwitz, él es yerno de Isaac, marido de su hija Flor, quien sí muere en el campo de concentración]. Está enterrado en el cementerio judío de Les Corts, en Barcelona. Su hijo Henri Levi Carasso vive en Luxemburgo y su hijo Jean Jacques, en Andorra… En 1994, el grupo Gervais-Danone-BSN decide unirse bajo el nombre reconocido internacionalmente: Danone. En 2008, las ventas del grupo superan los 15.200 millones de euros y en 2009 empleaba a casi 90.000 trabajadores. Mario Botton Carasso, sobrino de Isaac y cofundador de Danone en España, muere en Barcelona el 9 de mayo de 2003. Años antes lo hizo su esposa Juana. Ambos descansan en el cementerio judío de Les Corts. Su hijo Mauricio vive en Barcelona. Seis años después, muere en París Daniel Carasso Muzafia. Fue enterrado junto a su esposa, Nina Covo, en el cementerio de Pressagny-l’orgueilleux, en Normandía. En 2010 nace la Fundación Daniel y Nina Carasso, para financiar proyectos relacionados con la alimentación, para «mantener la vida», y con el arte, «para enriquecer el espíritu». La preside su hija Marina Carasso Covo.

Agradecimientos

Mi agradecimiento a Fernando Riquelme, oriolano, ex embajador de España en Polonia y Suiza y cónsul en Pau, de quien guardaré siempre, emocionadamente, el recuerdo de acompañarme al cementerio de Bayona. Todos los obstáculos -muchos, tal vez demasiados- que me salieron al paso fueron sobradamente recompensados el día en que abracé a Mauricio Botton Carasso, nieto de Isaac Carasso Nehama, y a su esposa, Carlota, en Barcelona. Con ellos, con los que contacté por la mediación de Paolo Miceli, viví uno de los momentos más emotivos de mi vida. Como lo fue el instante en que escuché la voz de Enrique Levi, también nieto de Isaac, que me hablaba desde Luxemburgo con la voz entrecortada cuando pronunciaba el nombre de su madre, Flor, muerta en Auschwitz.

MANUEL MIRA

Fuente: elmundo.es

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One comment

  1. Pilar Romeu Ferré

    Tras largos años de leer memorias, autobiografías, biografías y novelas históricas sefardíes, mi perplejidad iba en aumento leyendo El olivo que no ardió en Salónica de Manuel Mira.
    Por deformación profesional, leo y anoto todo lo que se dice en dichos libros que sea de interés para mis estudios académicos.
    El libro merecería haber sido puesto en manos de un lector experto para que señalara las innumerables incorrecciones que contiene, de todo tipo. Denominaciones erróneos de lugares: la Villa Allegrini (p. 356) no es tal, sino la Villa Allatini; el barrio de Baltar (p. 412) no es tal en Constantinopla, sino el de Balat; fluctuaciones: a José Covo se le denomina así unas veces, y otras, Cobo; Isacino (p. 481 et al.), ¿cómo hay que leerlo? ¿Isaquino o Isakino, que sería lo usual, o Isacino, como tocino?; de usos judaicos mal expresados: el hombre no enciende las velas del sábado (p. 25), sino que es la mujer; mitvá el lugar de mikvé (p. 527); confunde la semirá con la circuncisión (p. 78), cuando la noche de semirá es la noche de vela que precede al día de la circuncisión; y un larguísimo etcétera que no paso a detallar.
    Además, contiene toda una larga serie de anacronismos. Decir que a la abuela Estrella le apasiona el cocido madrileño (p. 592) es algo más que surrealista. Una mujer salonicense nacida en el siglo XIX que no hablaba más que ladino (p. 75), mantenía a rajatabla la kasehrut, elaboraba filas, burekas, abudarajo, etc., pero nunca pasaría cerdo por sus manos. Por tradición y por convicción. Claro que el autor dice que desconoce la cultura sefardí (p. 730). Entonces, una de dos: o que no escriba, o que se documente bien antes de ponerse a la tarea. Es menester precisar también que la denominación ladino refiere a la lengua resultante de las traducciones de libros sacros, por lo que es en términos generales incorrecta para designar a la lengua sefardí o judeoespañola.
    Libros como El olivo que no ardió en Salónica no hacen sino perjudicar a lo que los estudiosos vienen largos años manteniendo: que los sefardíes son gente con sentido común que ha sabido levantar imperios de la nada. Y no se les puede tratar como a ancianos lloricones, como es este el caso. Además, se siguen cultivando en él los mitos decimonónicos de la corriente filosefardista española, que ya parece mentira que no se hayan superado y se puedan repetir impunemente como si tal cosa. Los sefardíes no mantienen ninguna nostalgia por España (p. 579 et al.) ni tienen las llaves de la casa de Toledo…
    La familia Carasso merecía otro tipo de libro: riguroso y menos dado a las veleidades históricas, que, de ponernos a analizar, aportaría otro largo caudal de imprecisiones difícilmente pasables.
    Pienso, a mayor abundamiento, que un editor que se precie debe asesorarse bien antes de emprender una aventura de este calibre. Dejar al albur estos desaguisados no es contribuir al conocimiento, sino abocar al desconocimiento a los indocumentados, y ya son suficientes.
    Pilar Romeu Ferré

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