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EL GRITO DEL DIFUNTO
Transcurre el año 1920. A los pocos meses de llegar a Buenos Aires, Alejandro recibe una infausta noticia: una carta enviada desde Esmirna, Turquía, le informa que su adorada madre ha fallecido inesperadamente, días después de dar a luz a su pequeño hermanito. La lectura de ese papel rugoso y lejano lo impacta de tal modo que lo tira y pisotea una y otra vez contra las baldosas. Violentamente arroja su cajoncito de lustrar botas —con el que se gana la vida— y comienza a pegarse el pecho con los puños, aúlla como un animal herido. Al fin se lleva las manos al rostro desencajado, y comienza a llorar.
En esa habitación mínima del inquilinato de la calle 25 de Mayo, cercana al puerto, compartida con dos paisanos, el desmedido y severo ataque de nervios pasa —con la velocidad de un rayo— del temblor descontrolado a una rara inmovilidad, y cae pesadamente al piso. Sus compañeros de pieza, desesperados, lo acomodan sobre su cama e intentan reanimarlo; le abofetean las mejillas, le sacuden los hombros, pero no hay reacción.
Muis asevera desconsolado: “¡Se murió Alejandro! ¡Se murió Alejandrico!”. Jacobo lo hace callar: “¡Dankavé[1]…, el Dió ke no mos traiga!”[2]. Lo ven tan tieso y cadavérico que llaman a la Asistencia Pública. La llegada del médico desmorona rápidamente cualquier esperanza: lo da, efectivamente, por muerto, ante la angustia de los amigos y vecinos.
Es viernes, los sábados no se entierra; aceleran los trámites fúnebres. No es justo que termine así, con tanta vida por delante. “¡Ke ora negra y preta!”[3], se escucha a Estrella, una de las vecinas: “Famiya que no tiene el manzebiko… a ken dizirle. Están todos en Turkiya”, agrega desorientada.
La sala y el patio se van poblando. Deambulan conocidos y curiosos meditabundos. Un allegado, providencialmente, por aquel perdido por perdido o bien porque no se resiste a creer en el diagnóstico del profesional, decide llamar a un médico particular de su confianza. Las miradas perdidas de los más íntimos y los llantos entrecortados de las mujeres agobian más el cansino paso del tiempo, marcado en lánguido compás por el péndulo del reloj de pared. Unos minutos o un siglo después llega el otro galeno y comienza a revisar nuevamente al occiso, de arriba abajo, de la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza. Repentinamente, transforma su ceño fruncido en un gesto de ostensible contrariedad. Levanta la vista y, absorto, deslizando una mueca de excitación que no puede disimular, afirma entrecortadamente: “Este muchacho está vivo…”.
Después del lógico alboroto inicial, explica a los incrédulos y desconfiados presentes que el joven inerte se encuentra en estado cataléptico, que podía hacer algo por él, si bien deja en claro que es un asunto por demás riesgoso, tanto que el enfermo de sólo dieciocho años podría quedar con alguna deficiencia física permanente. En esos instantes dramáticos no hay ninguna otra cosa que elegir: es la vida o la muerte. Autorizado el médico a hacer lo necesario, aun a expensas de que el inmigrante esmirlí quedara con algún tipo de invalidez, procede a concentrarse sobre el método a utilizar para sacar del trance al paciente.
Muis, flaco y desgarbado, se aprieta entrelazando fuertemente los dedos huesudos de sus manos, como orando, y susurra: “¡Ke el Dió te avilumbre!”[4], palabras ininteligibles para el facultativo, que da una vuelta alrededor de la cama y observa con curiosidad aquellos párpados que juzga sombríos, aunque el rostro juvenil conserva un halo de misterio. Coloca el dedo pulgar sobre la órbita de uno de los ojos y espera un momento para luego presionar fuertemente. Alejandro, el finado, pega un grito visceral, un sonido casi de ultratumba que estremece a todos, se incorpora en la cama como impulsado por un resorte. Su cuerpo sentado, intensamente agitado, sus ojos súbitamente abiertos emergen tan redondos y brillantes como dos lunas plateadas que perforan el umbrío espacio. Inmediatamente la sorpresa estalla como un vendaval que, como rara mezcla de estupor y júbilo, invade el cuarto.
—Amán… Amán… ¿Kualo es esto? —exclama Jacobo, estupefacto.
En torno al frustrado lecho de muerte, sollozos y risas patéticas acompañados por saltos de alegría, instintivos movimientos que semejan una danza de seres perplejos delante del paisano sefaradí vuelto a la vida. Su ataúd tendrá que esperar todavía unos largos cuarenta y cinco años para hospedarlo.
Contará luego Alejandro que había quedado paralizado dentro de un inevitable sopor, y que escuchaba, como de lejos, las voces y los llantos, pero que le era absolutamente imposible moverse o dar alguna señal. Durante ese tiempo suspendido pasaron por su mente imágenes difusas de su chikez[5] humilde pero feliz, correteando por las angostas callejas de la judería y trabajando desde muy chico como lustrabotas para ayudar a la familia. Cada hermano aportaba lo suyo, pero él era el mayor y le tocaba la responsabilidad de abrir caminos. Rememoraba cada detalle de la doliente despedida de su familia… Sus labios secos por los nervios, alejándose por primera vez de su hogar, de sus colores, de sus sabores, de sus apegos, para buscar un nuevo horizonte para él y para el resto. Pero si algo quebró su ánimo fue la despedida de su mamá: antes de partir hacia el barco que lo traería a América se sentó en el piso de la sobria casita del Karatash[6] y apoyó su cabeza en el regazo de su madre, que, sabiendo la gravedad del momento, comenzó a canturrear fragmentos de antiguas romanzas de Sefarad, las mismas que le cantó por años a él y a sus hermanitos, para acunarlos, para que se durmieran serenos: “Nani, nani, nani… nani kere il hiyo…”[7]. Alejandro retrasa la partida, no quiere marcharse, pero su madre insistirá: “Debes irte hiyico, aquí nada mos queda. ¿O Keres ir a la gerra? Vate kirido bojor. Nos adjuntaremos en Aryentina. ¡Agora tú, luego mozotros!”.
“Todo esto me pasaba por el meoio”[8], relatará al reponerse. Mencionará el fuerte dolor en la frente y cómo, de pronto, se vio sentado en la cama, rodeado por un puñado de gente que lo miraba como a un fantasma. Este hecho, originado por la noticia de la muerte de su madre en su Turquía natal, hubo de quedar como anécdota familiar un tanto siniestra y de muy fuerte impacto en su familia por tres generaciones. En lo sucesivo, el esmirlí cada vez que alce su copa para brindar exclamará en hebreo “¡lejaim!” Ese viernes nació de nuevo. “¡Mazal bueno tendrás!”[9], le auguró una anciana vecina sefaradí.
Alejandro formó una familia y trabajó sin descanso. De Esmirna fueron llegando todos sus parientes a Buenos Aires, menos su madre, claro. Muchos años después, días antes de su segunda y definitiva muerte, le comentó afligido a una de sus hijas: “No hago más que ver por todos lados el rostro de mi madre que me llama”. Insistió en esas apariciones, presintiendo que algo habría de ocurrirle. Su hija lo retó como a un niño, le pidió que no pensara en pavadas.
La semana siguiente, una tarde soleada de otoño, Alejandro falleció, a los sesenta y tres años. Buenos Aires siguió su vertiginoso ritmo, como corresponde a una gran urbe. En uno de sus barrios, Villa Crespo, siete días se prendieron velas y se leyó el kadish. Alejandro tuvo una vida intensa, tanto que murió dos veces. Ni su mujer ni sus hijas ni sus nietos lograron colmar del todo ese vacío abismal que jamás dejó de sentir por la separación y el desencuentro de quien le dio la vida. Las historias se tejen a veces dulces, a veces crueles. Nunca somos dueños completamente de nuestra existencia. Una tradicional canción de cuna llega desde tiempos inmemoriales y se renueva en cada generación. “Nani, nani, nani… nani kere il hiyo… hiyo de la madre… chico se haga grande… ¡Ay… durmite mi alma…!”. Alejandro y su madre descansan en paz. ¡Amén!
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[1] Dankavé: individuo que atonta con sus palabras o por la repetición de las mismas. [2] “Que Dios no nos traiga eso” (dicho en djudezmo que pretende alejar malos presagios). [3] “Qué hora negra y oscura”. Mal momento. Tiempo cargado de negatividad. [4] “¡Que Dios te alumbre, te ilumine!”. [5] Niñez, infancia. [6] Barrio judío de Esmirna. [7] Comienzo de una canción de cuna. [8] “Todo esto me pasaba por la mente” (“meoio”: cerebro, cabeza, mente). [9] “¡Buena suerte tendrás!”. “Mazal”: suerte. Ante el infortunio se le desea que el futuro le traiga buena suerte.———————————————-
Publicado en “Los Muestros” Nº 65. Diciembre de 2006. Bruselas (Bélgica)
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*Sobre el autor
Carlos Szwarcer es historiador, periodista y escritor argentino. Autor de los libros “Teatro Maipo. 100 años de historias entre bambalinas”, “Buenos Aires Sefaradi” (compilador), “El Tortoni y el Izmir, un nexo para la historia” (cuaderno del Tortoni N° 9) y numerosos artículos, ensayos y narrativa publicados en prestigiosos medios nacionales y del exterior. Parte de este material fue traducido al djudezmo, inglés y francés. Participó como coordinador en diversos emprendimientos organizados por el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires: “Patrimonio de los Barrios, «Los Barrios Porteños… Abren sus Puertas», Jornadas dedicadas a las colectividades porteñas, entre otras actividades.
Más información en:
Cronos Cultural / Estampas de Buenos Aires
cstempo2001@yahoo.com.ar