Tiempo de Vivencias: Caminata otoñal (regreso a la inocencia) por Carlos Szwarcer

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Cerró la puerta de la pensión en la que mal vivía y se echó a andar. Le habían dado un lugar para dormir gracias a la gestión de un influyente sefaradí que se apiadó de él. Estaba abatido. No podía creer que su malhadada existencia galopara desbocada por senderos tan antojadizos. “Una bien, otra mal, una bien, otra mal…”, pensaba.  Arrastrando sus pies, cambió su habitual recorrido, sin motivo alguno. Esta vez encaró la calle Gurruchaga hacia la izquierda. Miró hacia la vereda de enfrente. Dos ángeles de estuco lo observaban con misericordia desde los altos muros de la Iglesia San Bernardo.

¡Qué gameo! ¿Quién me habrá dicho que me meta en el negocio de las licitaciones? Yo sabía que me iba a pasar esto. Vender camisas, tocar el cielo, casa nueva, auto último modelo, guita[1] Y después, como siempre, perder todo!se decía, repasando sus últimos años, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado y apretándose los labios entrecortando ese rezongo que le brotaba como quejosa plegaria.

Dos chicos que volvían a sus casas desde el Colegio Herrera lo observaron y se codearon. Su aspecto era lo suficientemente extraño como para llamar la atención. Había salido de esa pensión-geriátrico tan ensimismado como desalineado; ni se había peinado. Su cabello, otrora renegrido, encanecido demasiado rápidamente desde la muerte de su esposa, mostraba cientos de pelos parados como un cepillo viejo y escarchado. José percibió esas miradas raras, frunció el ceño y atinó a aplastarse con la mano derecha su abundante y desprolija pelambre, volviendo tan profundamente a sus embarullados pensamientos que no advirtió las risotadas juveniles a su espalda.

En la esquina de la calle Murillo se frenó instintivamente poco antes de llegar al cordón de la vereda. Vaya a saber por qué caprichos de su mente apareció la inesperada y brillante imagen de su abuela fumando aquellos cigarros negros que apestaban el aire del inquilinato. Linda, robusta, peleadora. Hasta había acuchillado a un turco allá en Esmirna. Tuvo que hacerse respetar e ingeniárselas para darle de comer a sus tres hijos. En Turquía, su marido, Jaim, cumplió cinco años de servicio militar y fue larga su ausencia durante la guerra. A José le contaron que sus familiares vinieron a Buenos Aires desde el sector más pobre del Karatash, el barrio judío de Esmirna, y que su abuelo demostró tempranamente quién era, como para que no quedaran dudas: perdió la pilcha[2] del casorio[3] jugándosela a los dados. José mostraba su pícara sonrisa cuando tenía la ocasión de explicar su teoría: la descendencia masculina heredaría de aquel patriarca familiar esa irresistible inclinación por el juego. En charla de amigos, además, reconocía con orgullo el carácter fuerte y pendenciero de su abuela, la que había dado tanto que hablar a medio barrio. Cómo se peleaba esa mujer con los vecinos, sentada en su destartalada silla de mimbre en la vereda, alardeando con su infaltable cigarro negro a un costado de la boca y señalando con el dedo índice. Nadie se le atrevía.

—¡Qué tiempos…! —murmuró José, emprendiendo absurdamente el cruce de Murillo a ciegas. Una bocina desesperada y el escandaloso ruido de los frenos de una camioneta Ford 400 lo ensordecieron hasta paralizarlo. El paragolpes metálico estaba a no más de un centímetro de su rodilla. Se quedó aturdido y temblando. “¡Qué torpeza la mía!”, rumió asustado.

—¡Imbécil! ¿Cómo te largás a cruzar de golpe? ¿Te querés matar? —lo increpó el conductor del vehículo.

José, casi sin entender qué le había sucedido, recorrió la otra mitad de la calle, pero ahora con sus ojos exageradamente abiertos y abotargados clavados en la figura del joven que aún le gritaba por la ventanilla de la Ford. Su corazón agitado le percutía en la garganta y se balanceó sobre el cordón de la vereda como si estuviera sobre una baldosa enjabonada. Se recompuso, sacudió la cabeza y tomó conciencia de que estuvo a punto de perder su frágil vida.

—¿Pero estoy charpeado, en dónde tengo el meoio? —exclamó apretándose las manos y mirando el cielo demasiado celeste.

Dio unos pasos y, tal vez porque instintivamente sabía que no había peligro inmediato en los próximos cien metros —hasta la próxima esquina—, volvió a meterse de lleno en el túnel de los recuerdos mientras caminaba. Que lo echaran de la casa de su hijo era lo último que hubiera esperado. “¿Por qué no habré sacado el carácter temerario de mi abuela y atreverme a ponerle un cuchillo en el cuello a mi nuera…, cómo pudo tratarme como un perro?”, rezongó. “No… estas reacciones no son de gente como yo. ¿Qué me está pasando?”, se sorprendió de sus disparatados razonamientos. “¡En qué jal vinimos![4], solía decir su abuela para expresar los malos momentos, y a José le rondaron estas antiguas y lejanas palabras. Sentía amargamente que en el último tramo de su vida se encontraba en una humillante situación que no creía merecer. De chico había sido rebelde, buscavidas, peleador, pero los años lo amansaron; los infalibles porrazos en su camino y su mala estrea fueron domando, de a poco, su carácter díscolo, restos de una remota osadía. Estaba entregado. En los últimos tiempos se sentía como aquel barrilete de su niñez al que se le cortó el hilo y fue llevado por el viento… hacia ningún lugar.

Al llegar a la esquina de Padilla decidió abandonar por un momento sus pensamientos y miró la calle antes de cruzar. Dejó pasar un micro naranja con niños que iban o venían de algún colegio cercano, esta vez con los pies firmes apoyados en el cordón y, ya sin vehículos cercanos, apuró el paso y cruzó. Al llegar a la mitad de la cuadra escuchó la voz estridente de Roberto, su amigo de juergas, que le gritaba desde la entrada del mercadito de enfrente: “Eh, José, ¿vas al Café San Bernardo?”.

No, no tengo un mango[5] para morfar[6]… no voy a ir al café a jugar a las cartas —le contestó, arreglándose otra vez la cabellera y levantando la mano para saludar a su amigo.

—¡No seas llorón! —le recriminó Roberto, que resignadamente encogió los hombros y mientras se alejaba le gritó su frase habitual—: ¡Chau!… Che…, ¡no te pierdas Josecito!

José continuó su periplo en ese día frío y esquivo, aunque el sol que le daba de frente acariciaba su rostro. Por un rato disfrutó de ese regalo de la naturaleza que le arrancó una media sonrisa de satisfacción. Pero enseguida volvió a sumergirse en sus largas cavilaciones: “¡Cuánta plata perdí en el juego, con la cuarta parte de lo que despilfarré podría vivir tranquilo y no de la compasión de los demás…!”.

Al llegar a la ochava de la calle Camargo miró a la izquierda, hacia la mitad de cuadra, no había nadie conocido en la puerta del Templo Sefaradí, excepto dos mastodontes del servicio de seguridad. Ese sitio ya no era el mismo desde los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA: habían construido esos pilares para protección y tenía custodia permanente. Posó sus ojos marrones en la vereda de enfrente, en el nuevo negocio que por años fuera el almacén de “muñeco” Goldfarb. “¿Qué habrá sido de aquel flaco y pálido ashkenazí que rara vez su rostro veía la luz del sol? El pobre se pasaba día tras día parapetado detrás de su roja máquina de cortar fiambres”, recordó con nostalgia.

Dejó pasar un colectivo 65 y cruzó la calle. Los cien metros siguientes hasta la gran avenida Corrientes no fueron sencillos de recorrer. La enorme red de su memoria lo atraparía hasta casi inmovilizarlo. Intuía que los recuerdos le traerían imágenes inevitables. Se dejó llevar lentamente por sus flacas y huesudas piernas, atraído por los claroscuros de su pasado. De chico había vivido en un inquilinato de esa cuadra por casi veinte años, cuando todo era distinto. Buenos Aires, Villa Crespo, la calle Gurruchaga…, cómo habían cambiado, tanto como su propia vida.

Momentos de su infancia fueron pasando del sepia al color. Su padre —que había hecho de todo para sobrevivir— fue changarín[7] en el puerto, mozo de bodas y de café, vendedor ambulante y “¡qué gran bailarín!”: por el arte de su danza armoniosa manteniendo una botella sobre la cabeza sin que se le cayera, acompañándose con un par de cucharas marcando el ritmo oriental, tuvo cierta fama como para ganarse muchos aplausos, unos pocos pesos de propina y algunas copas sin cargo. Los últimos años se chupaba hasta una botella de whisky en el día. Fue tan bueno como tarambana, se gastaba todo con los amigos, en el café, en las carreras de caballos, jugando en el póquer… hasta lo que no tenía.

Ese trágico gen familiar los persiguió por generaciones. El abuelo de José vino a “la Amerika” con ese vicio del juego, y un tío abuelo fue célebre por sus juergas desmedidas, jugosas anécdotas que hasta se mencionan en algunos libros que cuentan la historia del barrio. Ni su padre fue ajeno a esta pasión lúdica y, para qué negarlo, José tampoco. ¡Ese maldito gen! Pobre su madre, tuvo que rebuscársela lavando ropa para los paisanos. Pero claro que era otra época. Si no había plata se las arreglaban. Ella, con un peso que le daba su esposo, hacía las cuatro comidas. “¡Era un milagro!”. Comían “queso rallado al tandur[8]. “¡Qué rico…, había alegría!”. Derretían el queso con pan y lo acompañaban con té y salmodiaban: “Hoy cumimos, a Dios bendicimos y mañana veremos.

“Yo fui feliz”, se decía José y, atraído por una fuerza extraña que lo sacó abruptamente de sus elucubraciones, se detuvo frente al número 432. El local exhibía sus persianas marrón oscuro bajas y oxidadas. Era el Café Izmir, que había cerrado tiempo atrás. ¿Cuánto hacía que no pasaba por su frente? Los últimos años había cambiado mucho porque se fueron muriendo los viejos turcos sefaradíes como su padre. El local cerrado que tenía ante su vista había perdido sus características orientales y también la fama que supo tener en el barrio. Lo habían dejado deteriorarse, fue agonizando de a poco. Pero todavía estaba allí, resistiéndose a desaparecer del todo. José se quedó duro frente a la persiana central, la más angosta, la que ocultaba la doble puerta vaivén de madera noble por la que habían pasado cientos de veces su abuelo, sus tíos, su padre y tantos otros. Hubiera sido un pecado seguir de largo y no recordar que sus familiares contaron más las horas allí que en sus propias casas. “¿Qué encanto habrá tenido este sitio para atrapar tan fuertemente a los varones de mi familia?”, se preguntó. Él no podía explicarse con exactitud qué representó ese café para los sefaradíes, griegos, armenios, pero estaba seguro de que pasar, aunque sea un rato por allí, fue casi una obligación para todos ellos; era como ir a un templo o a una iglesia, encontraban algo de sus lejanas tierras. Se entretenían, jugaban a los naipes, escuchaban música, comían y bebían esos exquisitos manjares orientales, y las bailarinas… ¡Ah… las bailarinas!, cómo les gustaban a sus mayores. Tantas veces su madre lo mandó a buscar a su padre y cuántas veces él le contestó “¡Váte de aquí hiyico, no fastidies!”.  Frecuentemente José observaba de reojo el interior tras esa neblina impregnada del espeso humo de tabaco fuerte y de las comidas turcas, aromas imprescindibles que llegaban hasta la calle. Sus tíos y su padre, eternos jugadores de cartas, cuando lo veían parado y desgarbado en el umbral de entrada mirando hacia adentro, empujaban el aire rítmicamente con las manos, desde el fondo del local, enviándole la señal cotidiana: “no molestes”. Tampoco conseguía que sus parientes le dieran los cinco centavos que valía la pelota para jugar con los pibes de la barrita de Camargo. Siempre ese ademán desde el fondo del café lo invitaba a irse. Era parte de los tantos ritos cotidianos. Su madre lo volvía a mandar una y otra vez: “¡Dile a tu padre ke ya me enfazió[9], que o viene ya o se queda sin cumida!”.

“Cuántas cosas, ¿no? ¿En qué lugar estará guardado todo lo que pasa en la vida, Dios mío?”, filosofaba abstraído ante los vestigios del bar cerrado. Su abuela siempre le decía: “¡Tú te akodrarás de tu chikez kuando peor estés!”.

Y parado como un soldado, frente al viejo y gastado umbral del Izmir, José sintió un escalofrío que le subió desde la espalda y por los brazos hasta el cuello. Se vio sesenta años atrás, frente a ese mismo umbral, un gélido día de otoño preñado de dignidad y honor. Tenía ocho años. Salía del colegio camino al conventillo. En la vereda del café escuchó que un metro atrás Simón, un compañero ashkenazí, le gritaba: “¡Eh… sardina!”. La inversión de la tercera y cuarta letra de su apellido tenía el objetivo evidente de la burla, de dejarlo contrariado, le estaba diciendo “pescado”.

José se dio media vuelta, tiró su portafolio al piso y dio comienzo a una memorable batalla que le dejaría una huella imborrable en el corazón. Los imberbes parecían dos feroces combatientes a muerte. Los nudillos vírgenes de Josecito dieron de lleno en el ojo derecho del provocador. Rápidamente algunos vecinos y vendedores ambulantes los rodearon y uno de ellos intentó separarlos, pero fue imposible. Dentro del café estaban su abuelo, su padre y sus tíos sentados impasibles en dos mesas, escuchando un chiftetelli de un gastado disco de pasta. Ninguno atinó a moverse ni cuando el pequeño, la flor y nata de su linaje, recibió una patada en el estómago que lo obligó a doblarse por el dolor.

Frente a las persianas bajas y mortecinas recordó a su padre con los brazos cruzados sentado en el ventanal, con el cigarrillo en la boca y una copa de rakí a medio tomar sobre la mesa, sin hacer un mínimo gesto cuando delante de sus propios ojos su único hijo, enredado con el adversario se revolcaba por el piso. Incluso, después le contarían que su progenitor frenó a los gritos a un parroquiano que salía a parar la lucha: “¡Déjalo!”, había ordenado secamente, “¡qué se haga hombre!”.

Con un párpado hinchado y el labio inferior ensangrentado Simón salió corriendo para evitar otra dura mano del pequeño José, que con voz llorosa y entrecortada le gritaba: “¡Vení, cobarde, no te escapes! ¡Sardinas te voy a dar!”. Medio maltrecho se acomodó el guardapolvo, miró a su padre a los ojos a través del vidrio de la ventana guillotina, pero no obtuvo ni una ligera mueca de él. Levantó su portafolio del piso mientras algunos vecinos le palmeaban la espalda por su faena: “¡Bien José, bien… así se hace!”, le decían. Se sintió casi un hombre.

Había salvado el honor y la dignidad. Ese chiquito, que apenas empezaba a vivir, observó de soslayo a los parcos y circunspectos varones de su misma sangre reprimiendo exteriorizar el primitivo placer de la victoria de uno de su tribu. El grupo escondió su alegría detrás de extrañas señas y ademanes contenidos que José no lograba entender. Cuando apenas había hecho unos pasos hacia el conventillo, distante a pocos metros del café, recién ahí se escuchó un estallido de aplausos esmirlíes: era el jolgorio djidió[10] por su victoria. El tiempo le haría comprender la aparente indiferencia y apatía de su parentela durante aquel combate iniciático. Esa noche su padre extrañamente llegó temprano a cenar ante la sorpresa de la familia, y después de saludar con un grito a su esposa Rebeca, se acercó a Josecito y simplemente, sin decirle palabra, le manifestó su orgullo revolviéndole el pelo con sus enormes dedos índice y anular, apenas unos segundos, pero fue un gesto que su hijo jamás olvidaría.

“¡Qué maneras tenían antes para decir te quiero…!”, se lamentó José con la mirada colgada en el vacío del presente. De pronto, una hoja cayó del añoso fresno; apenas le rozó la mejilla, pero le dio la sensación de un cachetazo. Se vio nuevamente frente al añoso umbral del café y advirtió que dos lágrimas se le deslizaban, sin querer, zigzagueando entre los pelos de su breve barba de seis días. Quiso ignorar el llanto que se precipitaba, pero le fue imposible, no solamente porque enseguida le llegó un sabor salado a su boca, sino porque aquellos dos hilos salobres se encargaron de llamar a la mar. José comenzó a sollozar desconsoladamente frente al Café Izmir. Tocó unos instantes la persiana herrumbrosa y en un gesto de reverencia llevó los dedos a sus labios y los besó con ternura, cerró fuertemente los ojos y volvió a apoyar su mano en la cortina metálica, como si fuera un sector del Muro de los Lamentos. “¡Tú te akodrarás de tu chikez kuando peor estés!”, volvió a escuchar las palabras sabias y premonitorias de su admirada abuela. Hizo unos pasos, miró el lugar donde años atrás estuvo el conventillo en el que vivió hasta los veintitantos, y para no volverse a emocionar continuó su marcha hasta la avenida Corrientes.

Todavía aturdido, no alcanzó a recordar de qué se lamentaba al salir de la pensión, ni hacia dónde iba. Y con paso cansino, acompañado por un pertinaz séquito de ángeles y demonios que se resistían a dejarlo en paz, se perdió entre la gente, “como aquel barrilete a merced de los caprichos del viento… hacia ningún lugar”.

 

Publicado  en jewishlatinamerica.com – abril de 2024

 

*                *                *

“Caminata otoñal- regreso a la inocencia-” pertenece a “Desde el umbral del tiempo”, conjunto de relatos y cuentos breves, en los que  se despliegan emotivas vivencias basados en hechos reales. Se nutren de dos fuentes fundamentales: acontecimientos autobiográficos del autor y testimonios de tres generaciones de “vecinos” de su ciudad natal, Buenos Aires.

Un hilo conductor nos guía por las entrañas de una época cuyos personajes reflejan el cosmopolitismo de la gran urbe. La vida cotidiana barrial de la segunda mitad del siglo XX discurre entre las colectividades típicas de la diversidad porteña. Recuerdos de niñez y juventud recrean el tono de la vida; aromas, sabores y colores nos introducen en las historias del ámbito familiar que reviven en coloridas pinceladas del sugestivo anecdotario testimonial.

Y el carrusel del tiempo gira sobre la identidad y las tradiciones, la amistad, los amores y desamores; en tanto, una mirada profunda sobrevuela desde la infancia a la vejez, revelando sutiles y contradictorios vínculos que anudan la relación entre hijos, padres y abuelos, en una pintoresca mezcla de culturas integrada por españoles, italianos, árabes, judíos, griegos o armenios. Por momentos una luz intensa alumbra el universo cultural “sefaradí” (judeoespañol), del cual el autor desciende por vía materna.

 

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[1] Dinero (del lunfardo).

[2] Ropa (del lunfardo).

[3] Casamiento (del lunfardo).

[4] ¡A qué situación llegamos! ((djudezmo/judeo-español).

[5] Dinero (del lunfardo)

[6] Comer (del lunfardo)

[7] Mozo de cordel

[8] Tandur: Brasero (del djudezmo, palabra de origen turco).

[9] Enfaziar: Enfadar, aburrir, cansar (del djudezmo).

[10]Judío. Sefaradí (del djudezmo).

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*Sobre el autor

Carlos Szwarcer es historiador, periodista y escritor argentino. Autor de los libros “Teatro Maipo. 100 años de historias entre bambalinas”, “Buenos Aires Sefaradi” (compilador), “El Tortoni y el Izmir, un nexo para la historia” (cuaderno del Tortoni N° 9) y numerosos artículos, ensayos y narrativa publicados en prestigiosos medios nacionales y del exterior. Parte de este material fue traducido al djudezmo, inglés y francés. Participó como coordinador en diversos emprendimientos organizados por el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires: “Patrimonio de los Barrios, «Los Barrios Porteños… Abren sus Puertas»,  Jornadas dedicadas a las colectividades porteñas, entre otras actividades.

Más información en:
Cronos Cultural / Estampas de Buenos Aires
cstempo2001@yahoo.com.ar

Publicado en Raíces  Nº 62. Año  XIX. Marzo de 2005. Sefarad Editores. Madrid. España.

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