Reconozco que no soy muy de actos públicos. Se me hacen un poco plomizos porque cada vez me cuestan más los escenarios forzados y las representaciones sobreactuadas. Por no hablar de que mi lamentable y poco disciplinado cuerpo, que tiende a la rebelión al estar sentado en un sitio más de cinco minutos. Un cuerpo tendente a la indisimulada expansión irregular hacia posturas improbables, poco gráciles e inelegantes, de marcado corte picassiano. Un cuerpo que se manifiesta en bocetos retorcidos de escorzos irreproducibles pero que, gracias a la providencia y a un poderosos sentimiento de vergüenza y autocontrol, lucha dignamente por no ceder irredentamente a los desordenados deseos de mi veleidosa alma, porque el resultado no sería ni mínimamente decoroso, por no decir que sería directamente grotesco y nada edificante de contemplar.
Pero el otro día asistí a un acto que fue un acto para recordar. Se celebró en la sinagoga del Tránsito, en Toledo, y conmemoraba el décimo aniversario del programa ‘Tres culturas español en Toledo’ que organiza la Universidad de Castilla La Mancha en colaboración con el Instituto Cervantes y que ha congregado entre docentes y alumnos a más de ochocientas personas de más de cincuenta nacionalidades.
Un acto hermoso, sencillo, en ocasiones exquisito y pulcramente guionizado, desde un profundo cariño, profesionalidad y sensibilidad, por el equipo que organiza los cursos.
Un acto articulado alrededor de diez palabras y aderezado con dos hermosas actuaciones musicales basadas en la tolerancia como fueron ‘La milonga del moro judío’ y ‘La guerrilla de la concordia’ interpretadas por Carlos Canela y Carlos Heredia y por María y Josué, respectivamente. Bocanadas de diversidad muy bien traídas para un momento histórico de confrontación, trinchera, posicionamientos enconados y masacre normalizada, tan vergonzantes como desazonadoras, en el que vivimos con descorazonadora indiferencia y bochornosa naturalidad.
Una labor de diez años cimentada sobre la cooperación de personas e instituciones más allá de ideologías y precisamente sobre el derecho, para mí debería ser una obligación, a discrepar.
Desde la amistad y el respeto al trabajo bien hecho y a la intelectualidad bien entendida superadora de la erudición de violeta.
Sobre la reflexión y la reivindicación de minorías que aún se sienten desplazadas.
Sobre la reivindicación de respeto a la diferencia de pensamiento, religión e ideología de un emocionado Joseph Weiler, tan necesario en una sociedad como la nuestra en la que tantos prefieren respirar el hedor de la corrupción y descomposición propias antes que abrir la puerta a respirar aires nuevos y ajenos. Porque no toleramos y tenemos miedo al otro, casi siempre por ignorancia, egoísmo y acendrada incompetencia. En el país de los ciegos siempre se ve al tuerto como un enemigo.
Una labor sustentada en el conocimiento teórico, pero también en el afectivo y sentimental, en el que la experiencia es un grado más allá de lo reglado, y la oportunidad se convierte en privilegio.
Es sobrecogedor y muy emotivo escuchar historias de convivencia y superación, de amor profundo e incondicional de personas de todos los rincones del mundo, que nos dan lecciones de tolerancia sobre la base del arma más poderosa que tenemos: el español que nos une.
Por Carlos Rodrigo
Fuente: La Tribuna de Toledo |30.6.2025