Sefarad, como sabemos, es palabra hebrea que designa a lo que hoy, y desde hace siglos, es España; más exactamente, la península ibérica. Pero es menos conocido el hecho etimológico: la palabra Sefar contiene, en su raíz, la noción de «región fronteriza», que la emparienta con la idea latina de «finis terrae ». En la época de origen de ambas expresiones no había sido incorporada América a la cultura occidental; así, el mundo conocido terminaba en el extremo oeste de la península ibérica, y Sefarad o Finisterre era, pues, una concepción del mundo.
Hasta allí llegó una parte del pueblo judío, recibió la denominación de sefaradí o sefaradita, y se asentó por siglos, exactamente hasta 1492, año en el que, por curiosa coincidencia, el mundo se expandió y ellos fueron expulsados, como si ambas cosas estuvieran secretamente vinculadas. El finisterre (el sefarad, entonces) se corrió de lugar, llegó hasta otras fronteras, y los judíos también debieron hacerlo, quizás por sino o fatalidad histórica.
Según sospechas, y algunas evidencias, los sefaraditas llegaron casi inmediatamente a la nueva tierra americana, huyendo de la persecución, sólo que debieron hacerlo mutando nombres y disimulando costumbres. Y es sólo a fines del siglo xix, alrededor de 1896, con las grandes migraciones que poblaron Argentina, cuando llegaron a cara descubierta, con sus usos, ritos, nombres propios, religión y conocimientos específicos. Desde entonces su importancia en la vida argentina no ha hecho sino afianzarse y crecer. La señora María Cherro de Azar, codirectora de la revista digital Sefaraires, y estudiosa de la colectividad sefaradita en Argentina, a la que pertenece, me aportó los datos de la vida de esa colectividad, de su historia en este país, y también, con mucha hospitalidad, me inició en su gastronomía. 2
Dos razones trajeron a la colectividad sefaradí a la Argentina: una, inevitablemente económica, estuvo propiciada por la apertura del Canal de Suez, que impidió a mercaderes y artesanos continuar trabajando en la zona; las caravanas que iban y volvían de Oriente dejaron de pasar, y esto trajo rápida depresión. La otra razón fue el servicio militar al que estaban obligados los jóvenes en el Imperio Otomano: veinticinco años a las órdenes del ejército turco consumían todo el tiempo de la juventud y significaban la imposibilidad de construir una vida personal.
La migración, sin embargo, no estuvo decidida colectivamente, sino por familias que, al llegar al Río de la Plata, encontraron facilidades para instalarse y llamaron a su vez a sus parientes. Jugó a favor el idioma, el judeo-español o ladino que conservaban en su tradición. Se cuenta la anécdota de que, al llegar a Buenos Aires y oír hablar en español, alguno comentó esperanzado: —¡Aquí son todos judíos!—. Por otra parte, traían apellidos que, muchos de ellos, son inocultablemente peninsulares: Paredes, Funes, Masa, Toledo, Franco, Jaén, Méndez, Mendes, Joaquín, Casese, Berro.
La vida se organizó rápidamente en los barrios porteños: los oriundos de Turquía en San Telmo, Villa Crespo y Flores; y los de Alepo y Damasco en Barracas, Once y también Flores; otras comunidades se instalaron en la provincia, Ciudadela y Lanús. Como consecuencia inmediata se crearon las sinagogas. El rezo, al ser comunitario, ritualiza no sólo los aspectos religiosos sino culturales, obliga a una práctica de conjunto, de modo que las sinagogas fueron un elemento organizador de la comunidad. Y también en esto quedó la impronta del paso por España: en las sinagogas de Buenos Aires aún hoy se cantan canciones que celebran a Dios escritas por poetas judeo-españoles: en el siglo x, por Iehuda Halevi; y por David Ibn Pacuda en el siglo xii.
También sobreviven viejas romanzas, coplas y canciones que acercan los aires medievales que frecuentaron, como éstas que rememoran bodas entre primos:
Yo vos hice ‘nas buriquitas
y se las mandí,
porque era mi primo hermano,
de él me ‘namorí.
Ansí, ansí, mi galana, ansí,
ansí, ansí, mi alma, ansí.
Yo pasí por la vuestra puerta
horas de arví,
pasí y torní, non vos vidi,
l’alma tengo ahí.
Ansí, ansí…
Esas «buriquitas», una pasta de hojaldre rellena, que la enamorada le envía a su primo hermano, da pauta sobre una manera antigua de celebrar. Porque en la vida sefaradí la liturgia marca normas que exceden lo religioso: cada fiesta tiene sus comidas y surge de este modo una gastronomía ritual. Para la recepción de las Tablas se come lácteos; para el Iom Kipur, frutos; para las Pascuas no se come harinas. En el Año Nuevo la comida se transforma en expresión de buenos deseos: en la mesa no debe falta azúcar (manzana con miel) para que el año sea dulce; verduras amargas para que se alejen los enemigos; cabeza de pescado, para ser siempre cabeza y no cola; granada, por su alegoría de abundancia. En cada alimento subyace una intención, y cada celebración implica una reunión familiar. De ahí que la sabiduría popular haya legislado tantos refranes con base en la gastronomía: «ken koze i amasa, todo le pasa»; «ken beve bive»; «En komer i en raskar todo es empezar»; «El pan de la vizina es milizina»; «De tu pan no me artí, de tu palavra me konfortí».
La hospitalidad es obligatoria, y también está revestida de normas: no en vano hay 613 preceptos para la vida cotidiana. Una taza de café es motivo de una breve ceremonia; lo sirve la muchacha soltera de la casa para recibir las bendiciones: «café alegre que tome, de novia que te vea» es una de las fórmulas, y uno siente en esa expresión que algo remoto llega desde el siglo de oro español.
Hay un detalle visible en las viejas fotografías de época: no se nota pobreza. Sin dudas existió, puesto que se habla de ella, pero los vestidos y los trajes son dignos, la gente está bien calzada, no se ve de ningún modo lo que hoy se entiende por pobreza en estas tierras.
Por otra parte, los elementos simbólicos de cualquier familia sefaradí, como la dulcera, la bandeja de plata y los pocillos de café, que se debía tener para los gestos de hospitalidad, reflejan más bien un sector de clase media, con sus aspiraciones y sus límites. Al llegar, se instalaron como pequeños comerciantes, y prosperaron hasta ser en estos días una colectividad poblada de profesionales; incluso en el comercio la mejora es notable en muchos casos: se menciona a una familia cuyos miembros comenzaron como ropavejeros y hoy son anticuarios: una modificación de rango evidente. Un oficio curioso, ya desaparecido, era el de estañador. Las familias procedente de Damasco, Alepo o Esmirna, trajeron sus vajillas de cobre, y para mantener los sabores, puesto que se cocinaba con carbón, estaba el estañador, que aparecía al menos en Año Nuevo y Pascua y lustraba las cacerolas con ceniza.
Hoy la vida ha cambiado, y la comunidad sefaradita lo menciona con sensación de inevitabilidad y algo de nostalgia. La vida comunitaria está menos ritualizada, la religiosidad ha sufrido modificaciones, la modernidad trajo una imparable integración. La vida ya no está limitada al barrio, las actividades profesionales han ampliado las relaciones personales, y en esas condiciones han prosperado los casamientos mixtos. Se habla de una colectividad sefaradita de 40.000 personas, distribuida por todo el país, y se calcula que el nivel de asimilación, esto quiere decir prescindencia de la vida en colectividad, y en muchos casos mezcla, llega al 60%. La globalización, pues, ha alcanzado también a una colectividad celosa de sus costumbres, orgullosa de sus ritos.
La presencia de la colectividad sefaradita se puede encontrar en la activa vida cultural de Buenos Aires. En estos días hay un espectáculo basado en antiguas canciones judeo-españolas en una vieja casa de Villa Crespo: allí canta Jorge Mehandy, acompañado por Rocío Galarza y Luciano Bertoluzzi, y se puede oír, por ejemplo, «Mes de Mayo», una versión distinta de aquella canción española de «cuando los enamorados/ van a servir al amor». Una rápida mirada a la presencia sefaradita en la vida profesional argentina señalaría a Mario Benzecry como destacado director de orquesta; a Vivi Tellas como escenógrafa; a Silvia Pérez, actriz; a Violeta Hemsi de Gainza, musicóloga; a Meny Bergel, médico que trabajó con la Madre Teresa, en Calcuta, y fue candidato al Premio Nobel; a Humberto Costantini, un importante poeta y narrador, y a Alejandro Romay, vinculado de un modo inevitable a la historia de la televisión argentina.
Pero no solamente se ha integrado a la vida general del país, sino que también ha adoptado algunos de sus símbolos más característicos: como prueba, basta mencionar una traducción de la primera parte del Martín Fierro, nuesto poema patrio emblemático, al judeo-español 3 El traductor expone en ladino las razones de su trabajo: «Al mizmo tyempo profito de rendir omenaje al poéma maksimo de esta, mi tiera, i la ke adoptaron mis antepasados, a fin de un largo peregrinaje, komo suya, maike dainda eskarinyados kon Serfarad i Turkiya». Transcribo un par de sextina en las que se podría adivinar cómo hubiera sido si, en vez de ser un poema del siglo xix, hubiera sido escrito en el xv.
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vihüela,
que al hombre que lo desvela
una pena extraordinaria,
como el ave solitaria
con el cantar se consuela.
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Aki me meto a kantar yo
al tanyer de la gitara,
kualo al hombre ke lo apanya
un penserio ingrandesido,
bilbiliko solitario
kon el dizir se konsola.
……………………………..
Pero ponga su esperanza
en el Dios que lo formó,
y aquí me despido yo,
que he relatado a mi modo
males que conocen todos
pero que naides contó.
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Ma mete su asperanza
en el Dio que lo formo,
i aki me despido yo,
ke he kontado a mi modo
manziyas ke konosen todos
ma dinguno kontó.
Fuente: Instituto Cervantes