Sefarad en el mapa de Málaga

La recuperación de la judería y la reciente oferta diplomática del Gobierno de Rajoy hacen posar de nuevo la mirada en la herencia hebrea

Lucas Martín

Un grupo de mujeres observa la estatua del poeta y pensador malagueño Ben Gabirol. ARCINIEGA
Un grupo de mujeres observa la estatua del poeta y pensador malagueño Ben Gabirol. ARCINIEGA

«Eris mi única avla / no sé tu nombri». Este hermoso poema, de cintura casi bíblica, podría haber sonado hace siete siglos en las calles del centro de Málaga. Sin embargo, fue escrito en la década de los noventa por un argentino, el recientemente fallecido Juan Gelman. A buen seguro si se abandonara hoy en la Plaza de la Merced, con esa apariencia de animales míticos que adquieren los poemas cuando se los abandona, generaría una gran extrañeza. Y no sólo por su contenido, sino porque el ladino, aquella lengua de pájaro que se inventaron los judíos al contacto con el castellano antiguo, salió de la provincia con la comunidad hebrea y se dispersó por decenas de países. Quizá arrastrando en su viaje alguna nota de lo que fueron las calles Granada o Alcazabilla, donde en la Edad Media se estableció una de las colonias sefardíes más prósperas de Al-Andalus.

Los archivos históricos hablan de un pueblo incandescente, por momentos bastante numeroso, aunque con una riqueza y una aportación que, como señala Ángel Galán, catedrático de Historia Medieval de la UMA, excede la anécdota demográfica. Su presencia, a la que ahora la ciudad retorna con la revitalización de la judería, resulta indefectible del desarrollo cultural de la zona. Incluso en periodos en los que el maltrato crónico avanzaba hasta provocar la conversión y la diáspora. En Málaga nacieron poetas de anclaje universal como Ben Gabirol, que a veces firmaba sus textos como Salomón El Malagueño, pero además el concurso de la comunidad fue esencial para la transmisión de conocimientos procedentes de otras culturas e incluso para la creación de la estructura institucional del Estado.

Según el cronista Andrés Benáldez, en 1487, cuando las tropas cristianas tomaron la ciudad con ánimo verdaderamente salvaje, el número de judíos malagueños era de 450. La mayoría dedicados al sector más dinámico de la economía local, con puestos estratégicos, aunque no de lustre, y diseminados por un barrio que de acuerdo con Francisco Bejarano Robles, incluía la actual joya turística de Málaga: la acera sur de la Plaza de la Merced, las calles Alcazabilla, Cárcer, Granada o Santiago. La sinagoga coincidía con parte de las actuales bodegas El Pimpi, justo al lado del emplazamiento en el que se quiere reubicar nuevamente. Había casas y huertos en el suelo en el que se levantan las dependencias anejas al Museo Picasso. Y se habla hasta de un cementerio encajado en la ladera de Gibralfaro. Vestigios de un pueblo acostumbrado a erguirse sobre vestigios. Incluido en Málaga, donde, como señala la investigadora María Victoria García Ruiz, la judería fue arrasada en varias ocasiones. Entre otros, por los almohades.

La comunidad sefardí de Málaga data oficialmente del siglo XI, fecha en la que aparece el primer documento que constata la llegada de familias procedentes de Córdoba. No obstante, sería ingenuo no remontar el arco hasta, como mínimo, el imperio romano. Elías Cohen, presidente de la comunidad israelita, recuerda el hallazgo en Adra de una tumba de la tercera centuria con inscripciones hebreas. Además, existen decenas de testimonios. Referencias a las fábricas de salazón de pescado, cuyo producto solía ser vendido por judíos o la crónica del famoso desembarco del año 587 antes de Cristo, en el que se hace referencia a la búsqueda de un territorio identificado como el sur de España.

En el momento que los Reyes Católicos cruzaban con el labio mordido las puertas de la ciudad, los judíos ya llevaban en Málaga centenares de años. Conviviendo durante décadas en armonía desventajosa con los árabes. Sobre todo, con los nazaríes, mucho menos bestias que los almohades y con tendencia a considerar a los hebreos «gente del libro», y, por lo tanto, tolerable. En Al-Andalus los sefardíes podían ejercer en libertad sus creencias, si bien distribuidos en guetos y con un estatus social más bajo. Cuando se aposentó la conquista, fueron ellos, los conversos, los que hicieron de enlace cultural con los musulmanes, a los que los cristianos no entendían ni en costumbres ni en lengua. Una versatilidad que resultó determinante para dar forma a ese conglomerado de ecos remotos y próximos que constituye la herencia española. «La lengua en esa época no tenía carga identitaria. El sentimiento de identidad exclusivista es un producto contemporáneo», señala Ángel Galán.

A partir de 1487, la vida de la comunidad hebrea cambia radicalmente en Málaga. Los que regresan de Sevilla, donde fueron cobijados por el rabino Salomón Ibn Verga, se encuentran con sus casas saqueadas y expropiadas. Los Reyes Católicos, cuyo ímpetu represivo fue atemperado por un asesor judío, les asignaron un espacio intramuros. La sinagoga se trasladó a un espacio situado entre las calles Santa Ana y Muro de Santa Ana. Aunque por un periodo indecorosamente breve. En 1492 se acaba la tolerancia bajo yugo y vuelven las persecuciones. En este caso, con el famoso ultimátum: o conversión o huida. Un edicto configurado a imagen y semejanza de la Inquisición y que se tradujo en un exilio que en muchas familias ha durado más de cinco siglos.

Con el asedio católico, los sefardíes malagueños marcharon principalmente al norte de África. Allí se parapetaron en su idioma y en sus costumbres españolas, que sobrevivieron también hasta en las familias que pusieron rumbo al imperio otomano. Los que se quedaron, los llamados judeoconversos, desempeñaron también un papel de primer orden, con protagonismo absoluto en el sistema de recaudación de impuestos y en la construcción de la estructura de funcionamiento del país. La huella directa se diluye bajo la pátina de una represión que obligaba a auténticos malabarismos culturales. Elías Cohen señala a oraciones traducidas al castellano para evitar que resonara fuera de la casa cualquier palabra en hebreo. Y Ángel Galán apunta a excusas verdaderamente intrincadas para justificar las circuncisiones.

Las familias, a las que atenazaba el miedo a la hoguera, fueron perfeccionando la clandestinidad. Hasta el punto de perder pie con el origen. Andaluces en los que actualmente el único indicio de su ascendencia semítica es el apellido. Sobre todo, cuando coincide con el nombre de un oficio o de una ciudad. El legado sefardí se extiende desde el nacimiento de las jarchas y de la poesía en lengua romance a la más que posible genealogía de ilustres como Fray Luis de León o de Santa Teresa. Ángel Galán asegura, por ejemplo, que muchos aristócratas españoles proceden de familias hebreas. «Hubo muchos judeoconversos con buena posición que para emparentar con los nombres se inventaban que eran descendientes hasta de don Pelayo. Y les fue bien con el invento», reseña.

Después de la expulsión de 1492 las comunidades sefardíes no volvieron a florecer en libertad en el país hasta principios del pasado siglo. En Málaga la sociedad hebrea empezó a reconstruirse en la década de los cincuenta. Y se prodigó con mucha más solidez en las décadas siguientes. Por fortuna ya sin la miopía moral de antaño. «Eres mi única palabra / no sé tu nombre», dice el poema en castellano.

Fuente: laopiniondemalaga.es

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