En estos últimos años, una serie de estudios y publicaciones han rescatado la meritoria labor llevada a cabo por algunos diplomáticos españoles a favor de la población judía.
En estos últimos años, una serie de estudios y publicaciones han rescatado la meritoria labor llevada a cabo por algunos diplomáticos españoles a favor de la población judía durante la Shoáh, el Holocausto nazi, entre ellos, los aragoneses Ángel Sanz Briz y Sebastián de Romero Radigales. Pero, mientras que es bien conocida la actuación del zaragozano Sanz Briz a favor de los judíos húngaros por lo que fue llamado “el ángel de Budapest”, no lo es tanto la de Romero Radigales, natural de la localidad oscense de Graus y que tuvo también un importante papel humanitario a favor de los judíos sefardíes en la Grecia ocupada por los nazis durante la II Guerra Mundial y del cual una excelente biografía de Matilde Morcillo nos ha recuperado la memoria de este ilustre aragonés.
Sebastián Romero Radigales (1884-1970) procedía de una familia originaria de Barbastro con amplia vocación política: su padre fue senador vitalicio durante la Restauración y su hermano José fue diputado por Huesca en varias ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII y llegó, más tarde a ser ministro con la CEDA durante el Bienio Negro republicano. Pero Sebastián no encaminó sus pasos hacia la política sino por la diplomacia: su primer destino fue el de cónsul en Bulgaria (1925) y, posteriormente fue destinado a Moldavia (1927), San Francisco (1929-1933) y Chicago (1934). Pero el destino que marcaría su vida sería Grecia: primero, durante la guerra civil española, como agente del Gobierno franquista (1937-1939) y, desde abril de 1943, como Cónsul General de España, en plena ocupación alemana del país heleno.
En medio de la tragedia de la II Guerra Mundial en Grecia, Romero Radigales se empeñó, a título personal y sin ningún apoyo del Gobierno de Franco al que representaba, en salvar a los judíos sefarditas de Atenas y Salónica que tuvieran ascendencia española. Constantes fueron sus enfrentamientos con el embajador alemán en Atenas el cual se quejaba ante su ministerio de la “resistencia” del diplomático español y pedía a Berlín que “presionase” a las autoridades franquistas “para que instruyeran a Romero” y así “frenar sus interferencias” en la cuestión judía. Pero las “interferencias” del cónsul oscense, a pesar de múltiples dificultades dieron sus resultados y así, logró liberar de la boca del infierno hitleriano al que parecían estar condenados a casi 800 judíos que hubieran acabado sus días en los campos de exterminio nazis y sobrevivieron a la Shoáh.
Un lugar latía de forma especial en el corazón de Romero Radigales: la ciudad de Salónica, importante símbolo del judaísmo sefardí de la Diáspora y que en aquellas fechas, como señala Isaac Revah, uno de los judíos salvados por nuestro cónsul, era , “en la práctica una ciudad española” habida cuenta de la importante presencia de la comunidad sefardí, de los judíos expulsados de Castilla y de Aragón, la más influyente en una población donde la casi mitad de sus habitantes eran judíos y cuya lengua común era el judeo-español. Una Salónica en la cual era destacable la presencia de los descendientes de los judíos expulsados de Aragón en 1492, el conocido como “Cal Aragón”, tal y como nos recuerdan las investigaciones de Adela Rubio y Santiago Blasco, una comunidad que contaba con su propia sinagoga y en la que los descendientes de los judíos aragoneses “hasta hoy se llaman con orgullo saragosanos (sic)” según el testimonio de Abraham Salom Yehuda. Pero todo cambió tras la ocupación nazi de Salónica (9 abril 1941) que supuso el asesinato del 95 % de su población judía ya que, entre marzo-junio de 1943, unos 48.000 judíos salonicenses que fueron deportados a un fatídico destino: el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Fue por estas fechas, cuando Romero Radigales, recién nombrado Cónsul en Atenas (abril 1943), pasó a la acción y logró trasladar a 150 sefardíes de Salónica a Atenas desde donde más tarde pudieron ser enviados a la entonces Palestina británica y otros 235 pudieron mantener con vida en Atenas hasta el final de la guerra. También logró la repatriación de 365 judíos sefardíes que se hallaban en el campo de Bergen-Belsen, el mismo en el que murió Ana Franck, y que, después de múltiples penalidades, llegaron a España en febrero de 1944 con visados de transito, que no de residencia puesto que el régimen franquista no los admitía, para más tarde hallar refugio en el Protectorado de Marruecos o en diversos países de América. A la vez, Romero Radigales se encargó de organizar el depósito de los bienes y valores de todos los repatriados para evitar que se apoderasen de ellos los nazis y que, una vez acabada la guerra, se encargó de devolverlos a sus propietarios o herederos.
La clara actitud pronazi del régimen franquista permitió el exterminio de la otrora floreciente comunidad judía de Salónica, la ciudad más “judeoespañola” del Mediterráneo oriental, cuya responsabilidad debería de martillear la conciencia de todos aquellos que cometieron y consintieron esos crímenes. Ahí están, a modo de denuncia, las cartas secretas cruzadas del ministro de Asuntos Exteriores Gómez Jordana y del embajador franquista en Berlín (Ginés Vidal) desoyendo y criticando las desesperadas súplicas de Romero Radigales para que España interviniera para evacuar a los judíos perseguidos por la barbarie nazi. Y, sin embargo, vencidas las potencias fascistas al final de la II Guerra Mundial, el oportunismo del régimen franquista pretendió, con notable éxito, aprovecharse de las acciones individuales llevadas a cabo por algunos diplomáticos españoles como fue el caso de los aragoneses Sanz Briz o Romero Radigales para, a pesar de que nunca contaron con el apoyo y la colaboración de sus superiores, para presentar a la dictadura de Franco como “salvadora de los judíos” en un contexto internacional hostil tras la derrota de las en otro tiempo amigas potencias fascistas.
Finalmente, la historia hizo justicia: denostó al franquismo por sus crímenes y por su connivencia con el fascismo internacional y, por el contrario, se reconoció la noble labor llevada a cabo por Romero Radigales. Es por ello que el pueblo judío honra su memoria y el pasado 30 de septiembre, tuvo lugar en Jerusalén la ceremonia de proclamación póstuma del cónsul oscense como Justo entre la naciones, distinción que Israel concede a aquellas personas que, no siendo de confesión o ascendencia judía, ayudaron al los judíos durante la Shoáh. De este modo, el grausino Sebastián de Romero Radigales se convertía en el cuarto español que recibe este honroso título después de que fuesen honrados anteriormente, por actuaciones similares, los diplomáticas José Ruiz Santaella, Eduardo Propper de Callejón o el zaragozano Ángel Sanz Briz. Si Israel honra a Romero Radigales, también debería de hacerlo su Aragón natal honrándole con alguna calle o centro educativo que lleve el nombre este aragonés universal, cuya historia y su memoria merece ser conocida y recordada como ejemplo para futuras generaciones.
Por JOSÉ RAMÓN VILLANUEVA HERRERO
Fuente: Nueva tribuna – 16 DE DICIEMBRE DE 2014