El gran dramaturgo argentino estrenó un nuevo trabajo: Marcados, de por vida, que completa su trilogía “judío española”
Se destaca por ser uno de los referentes más importantes del teatro argentino de los años 60. Entonces, Ricardo Halac, junto a creadores como Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Germán Rozenmacher, entre otros, introdujo en escena una línea de teatro realista que, primero, si divulgó con mucho éxito dentro del circuito independiente y luego se desplegó en el teatro comercial.
Halac acaba de recibir un reconocimiento a su trayectoria, otorgado por el premio Trinidad Guevara que impulsa anualmente el Ministerio de Cultura de la ciudad. El autor, próximo a cumplir 88 años, tiene en cartel una de sus últimas obras en el teatro El Ojo. Se trata de Marcados, de por vida, bajo la dirección de Lizardo Laphitz, pieza que completa una trilogía de textos que él denomina “judío española” y que está integrada por Mil años y un día (estrenada en el teatro San Martín en 1994) y La lista (2016).
Esta distinción, sin dudas, lo complace profundamente y lo lleva a recordar que cuando estrenó su primer texto, Soledad para cuatro (1959), obtuvo el premio de la Asociación de Críticos de la Argentina. Entonces el espectáculo estaba dirigido por Augusto Fernandes y lo protagonizaron Fernándes y Agustín Alezzo. Aquella experiencia se concretó en el teatro La Máscara, en tiempos en que Hedy Crilla comenzaba a divulgar el método Stanislavsky en Buenos Aires. Ahora, a poco del estreno de Marcados, de por vida recibió esta distinción y cuenta con la dirección de uno de los discípulos más destacados de Alezzo, Lizardo Laphitz.
Halac afirma con orgullo que él proviene del teatro independiente, donde estrenó sus primeras piezas Además de la citada Soledad para cuatro dio a conocer Estela de madrugada, Fin de diciembre, Tentempié I y Tentempié II. Mientras desarrollaba esa primera etapa tomó contacto con David Stivel y así ingresó al teatro comercial adaptando una pieza irlandesa, El rehén, que se convirtió en un notable éxito en el teatro Ateneo. Luego se presentó en la temporada teatral marplatense. Con el dinero que ganó en esa producción alquiló una sala en la calle Florida, El teatro del bolsillo, espacio que solo pudo mantener durante un año.
–Por entonces te movías entre el circuito independiente y el comercial con mucha naturalidad. ¿Cómo lograbas esa posibilidad?
–Algo que puedo ver a la distancia es que siempre volví al teatro independiente pero mis grandes éxitos fueron en el teatro comercial con actores famosos. Por ejemplo, con Luis Brandoni hicimos Segundo tiempo, que caminó muy bien. Después estrené El destete, dirigida por Alfredo Zemma, que había armado un elenco en el que estaba Adrián Ghío. Hubo una segunda versión de Segundo tiempo que se hizo en Mar del Plata. Ahí conocí a Carlos Rottemberg, que tenía 18 años. Recuerdo que le dije: “me encantó haberte conocido, cuando tenga otra obra te la muestro”. Y él me respondió: “no me traigas la obra, decime quien trabaja y nada más”. El circuito del teatro comercial de la Argentina funcionaba con los galanes que salían de la televisión. Si tenías dos galanes y querían hacer tu obra, se hacía.
–¿Como se produce tu acercamiento a la actividad teatral?
–La primera vez que fui al teatro tenía 13 años. Yo siempre vivía al lado de una plaza porque era asmático. Después, cuando era chico, viví un tiempo en Córdoba y me curé. A mi regreso a Buenos Aires un compañero del barrio me dijo: “hay un actor que está en un teatro de la calle Corrientes que dicen que hace el último acto con la mano temblando porque tuvo un infarto. Tenemos que ir a verlo”. Fui con él, que era mayor que yo. Ese actor era Enrique Santos Discépolo. Lo vi en Blum. Un éxito impresionante. Y el otro simbolismo lindo que tengo es que, a los 16 años, vi la puesta de Madre coraje que hizo Alejandra Boero. Eso me marcó. Yo pensaba cómo este tipo (Bertolt Brecht) escribe eso, con esa estructura que contiene canciones, carteles, los actores le hablan al público. Entonces empecé a estudiar alemán, porque soy un poco obsesivo, y fui al Instituto Goethe. En segundo año me ofrecieron una beca para ir a Alemania y en tercer año me fui. Y, las vueltas de la vida, en 1993, escribí Mil años un día y la dirigió Alejandra Boero.
–Hay una etapa muy interesante en tu trayectoria que está marcada por la actividad periodística.
–Muchísimo. Debo confesar que era un periodismo muy diferente al de hoy. Tuve mucha suerte. Estuve en el diario El Mundo trabajando en el suplemento cultural. Después, durante un año, en La Razón. Me fundí cuando puse el teatro. La vida es un sube y baja y un día me llamó Horacio Verbitsky, a quien no conocía y me dijo que había un señor llamado Jacobo Timerman que quería sacar un diario (La Opinión) y le encantaría que yo fuera parte de él. Ahí trabajé con el poeta Juan Gelman, él estaba a cargo del suplemento cultural; y con Verbitsky, Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Carlos Ulanovsky. Soriano me leía un capítulo de su primera novela. Paco Urondo estaba atrás haciendo llamados telefónicos porque militaba. Pero cuando estaba en el diario El Mundo –yo tuve mucha suerte, hubo muchas cosas que el destino me puso en las manos tal vez para prepararme… La vida tiene misterios. Vamos a aceptarlos. No entendemos todo lo que pasa–. Cuando tenía 26 años me llamaron un día para decirme que había una organización norteamericana que se llamaba The World Press Institute que elegía a diez periodistas por año y los llevaba a conocer los Estados Unidos. Iba un delegado por diario. Me entrevistaron y me eligieron. Y me fui un año y fue una experiencia de vida impresionante. Estuvimos todos juntos en una Universidad de Minnesota. Después podías elegir un diario donde trabajabas tres meses, menos The New York Times. Yo elegí un diario pequeño y como estaba muy cerca de Nueva York veía teatro todo el tiempo. Nos dieron la posibilidad de entrevistar a quienes nosotros quisiéramos. Yo entrevisté al Ku Klux Klan, a Martin Luther King… Terminamos en Washington y fuimos a una reunión con el Presidente Johnson, ya lo habían matado a Kenedy… Hice una experiencia muy linda. Eso fue el periodismo. Tuve mucha suerte. Tuve una beca para estudiar teatro en Berlín y otra para especializarme en periodismo. Dejé el periodismo porque me absorbieron el teatro y la televisión.
–Fue un momento muy apasionante aquel en el que se emitían programas de fuerte contenido social.
Hice una televisión muy testimonial. Compromiso y Yo fui testigo fueron programas muy fuertes. También trabajé con Stivel. Él hizo un programa que se llamaba La noche de los grandes, donde participaban los actores argentinos más importantes de la época. Lo escribíamos Juan Carlos Gené, Carlos Somigliana, Roberto Cossa y yo. Era en 1974. Un día recibimos la noticia de que habían aparecido, por todo el centro, unos volantes que incluían nuestros nombres porque decían que éramos parte de la conspiración judío marxista y ahí me tuve ir siete meses a México. Yo soy un sobreviviente de un país que pasaba de dictaduras a democracias, ¿cómo sobrevivimos a todo eso? No sé. Yo fui al colegio en la década del 40 cuando había militares, era la década infame que venía del 30 pero se prolongó hasta el 45. Había que poner nombre, apellido, domicilio, nacionalidad y religión. En cuarto grado estuve en un colegio donde era el único judío. Había clases de religión. Un día llegó la directora al aula y me llamó y me pidió que saliera. Para los que éramos judíos había clases de moral. La iglesia era muy antisemita, muy fascista. Ellos emulaban a la España de Franco. Teniendo a los militares en el poder no costaba mucho. La religión católica siempre estuvo encaramada en el poder. A veces éramos varios y nos daban clases de moral. Después de cierto tempo se descubrió que los sacerdotes que habían hecho los programas de religión fueron los que hicieron, también, los de moral.
–Tu producción teatral posee una particularidad muy interesante. En ella asoman temáticas algo livianas, muy cotidianas, aunque siempre muy efectivas y en otras te involucrás muy directamente con cierto social histórico de manera casi provocadora.
–Tengo una primera etapa juvenil que es un poco romántica y después tengo todas las obras que siguen, incluidas las dos que participaron de Teatro Abierto (Lejana tierra prometida, 1981; y Ruido de rotas cadenas, 1983), ese fue un momento muy importante en mi vida porque fue como Soledad para cuatro, uno hace cosas y no sabe después la importancia que adquieren. Con Teatro Abierto hicimos un movimiento que ahora se estudia en todas partes. 21 autores con 21 directores. Nos quemaron un teatro, seguimos. La cultura puede marcar cosas. Recuerdo haber leído que cuando Polonia era parte de la Europa conquistada por Stalin, una vez hicieron una puesta de Julio César, de Shakespeare, y cuando matan al personaje el público empezó a gritar, “muera Stalin”. El teatro tiene eso, tiene una cosa de identificación con la gente, con los problemas de la gente. El espectador se busca a sí mismo y al entorno, a la época en la que vive.
–En este presente volvés a tocar una temática que ya habías tratado y que está ligada a cuestiones ligadas con los judíos conversos.
–Desde que escribí Mil años un día, me interesa proyectarme en el tiempo. Me gusta escribir obras cuyas historias acontecen en el pasado. Para escribir aquella obra estudié mucho el reinado en España de Isabel la católica y Fernando, cuando echaban a los judíos del país o los obligaban a convertirse en católicos. Hubo un montón de conversos. La segunda obra que escribí fue La lista. Tengo una relación extraña con la palabra lista porque he estado en tantas durante las dictaduras. La lista era sobre los conversos en América y ahora cierro la historia deteniéndome en los conversos en el siglo de oro español. Las obras de ese período no son mejores que los sainetes. Lope de Vega escribía muchísimo por encargo. Llegaba un elenco, le pedía una obra y él preguntaba: “¿cuántos son, para cuándo la necesitan?”. Al leer sus obras no hay un solo personaje que se pueda recordar de Lope de Vega. Está bien, cada país empuja a sus autores. Pero en el siglo XVII encontré a un dramaturgo que estaba olvidado, que se llama Juan Bautista Diamante. Fue alumno de Calderón. Su padre tenía un negocio en La Gran Vía donde iban las duquesas a vestirse. El padre había sido varias veces encerrado para interrogarlo. Él decía que era cristiano pero era converso. Una de las características de ser converso es que eso se heredaba. En la obra (interpretada por José Escobar, Carla Di Amore y Lizardo Laphitz) aparece el inquisidor, la intolerancia, el autor que quiere hacerse cristiano pero no le creen y una chica que siente el llamado a preservar su condición de judía. Es un lindo material y a la gente le atrae mucho y al término de las funciones yo me adelanto al escenario y propongo un debate de 20 minutos. Discutimos sobre la intolerancia, el racismo, la dificultad de entender al otro, al diferente.
–¿Y cómo reacciona el público?
-La gente que viene al teatro asocia inmediatamente ciertos temas con su vida. El otro día me contó alguien que en la televisión vio un cartel que decía que había que parar con el racismo porque en Italia el promedio es un asesinato racial por día. En Alemania se quemaron albergues de inmigrantes. La asociación con el hoy es instantánea. Me acuerdo que Deleuze y Foucault, a fines del siglo pasado, se remontaban al siglo de oro español para explicar que empezaron vigilando a los conversos pero después se terminó vigilando a todos los que hacen algo en la sociedad. Ellos consideraban que en ese siglo se inició este control que padecemos hoy. Y la gente lo siente. Hoy saben todo acerca tuyo. Las redes son tremendas. Estamos totalmente controlados.
–Algo impensado en los años 60, cuando comenzaste a escribir teatro.
–La nuestra fue una generación comprometida con su tiempo. Yo no me arrepiento de haber creído en el socialismo. Se hizo mal, reconozco que salió mal. Había toda una estructura que no servía. Que sirvió para crear dictadores. Fue una experiencia que salió mal pero el ser humano va insistir. Cuando se inventó la teoría del socialismo era para crear algo similar al modelo de Inglaterra que no tiene Constitución porque la libertad es un principio básico de la gente. No hay que escribirlo en ningún lado. Yo no me arrepiento de haber creído en esas cosas que siguen siendo un fantasma para algunos sectores. El otro día tuvo que comparecer ante la justicia Donald Trump. De las 25 causas que hay en contra de él lo acusan de haber pagado 1.500 dólares del estado para acostarse con una prostituta. Tomaron el Capitolio, rompieron todo, pero de lo único que lo acusan es de eso. Salió de ahí y los diarios dijeron “subieron las encuestas, es el próximo presidente”, y él dijo, “lo que pasa es que todos los que me interrogaron son izquierdistas”. ¿Vos podes decir que Biden es izquierdista? Suena como un insulto. Estamos en un mundo muy extraño. Está bien, la idea del socialismo está suspendida por el momento pero, ¿qué tenemos a cambio? Hay un gran vacío. Los jóvenes no saben a dónde vamos, no saben para qué estamos. Los asesores a los políticos les dicen que no toquen ciertas cuestiones relacionadas con lo que van a hacer. Simplemente les piden que digan que van a arreglar la Argentina. Que no se metan en problemas pequeños, entre comillas. Creo que mi generación peleó por todo eso, peleó por un teatro testimonial, que dijera cosas.
- Para agendar
- Marcados, de por vida
- Dirección: Lizardo Laphitz
- El Ojo, Juan Domingo Perón 2115, Ciudad de Buenos Aires
- Viernes, a las 20.30
Por Carlos Pacheco
Fuente: LA NACION | 12 de mayo de 2023