La lírica tradicional judeoespañola: la nostalgia de una patria perdida

Carlota Mascareñas García

Los judíos estuvieron presentes en la península ibérica desde época romana y llamaron a este territorio Sefarad, un nombre que, tras la expulsión de 1492, se convirtió en símbolo identitario de sus comunidades dispersas por el Mediterráneo y Oriente Próximo. Durante siglos formaron parte esencial de la vida cultural, económica y social de los reinos hispánicos, compartiendo lengua y costumbres con sus vecinos cristianos.

Antes del destierro, los judíos de Castilla, Galicia o Cataluña hablaban el mismo romance que se hablaba en cada región —castellano medieval, gallego-portugués o catalán— mientras reservaban el hebreo para la liturgia y el estudio, igual que los cristianos hacían con el latín. El judeoespañol o sefardí nacería después, cuando los expulsados llevaron consigo el castellano tardomedieval y lo conservaron en sus comunidades de exilio, enriqueciéndolo con hebraísmos y préstamos de lenguas como el turco, el griego o el árabe.

De aquel legado, uno de los tesoros más emocionantes es su lírica tradicional: composiciones medievales transmitidas de forma oral en lugares tan lejanos como Marruecos, Turquía o los Balcanes, que aún conservan palabras y giros del castellano del siglo XV. Escucharlos hoy es como abrir una ventana a la España medieval y descubrir cómo una memoria cultural logró resistir siglos de distancia y desarraigo.

Así, lo mismo podemos encontrar coplas de boda como Avrix mi galanica, de la mi ventanica, / ke muevro de amor. (Ábreme, mi galán, desde mi ventanita, / que muero de amor.), canciones de cuna como Durme, durme, mi alma, / durme sin ansia, / ke tu madre está en la cocina / i tu padre en la plaza, o romances como “La doncella guerrera”, que cuentan la historia de una mujer que se disfraza de hombre para ir a la guerra:

Madre, la mi madre,
guardárme de mal,
que me quieren casar
con un hombre muy mal.

–Calla, mi hija,
no digas tal,
que yo te daré armas
como un capitán.

Los judíos expulsados de Sefarad son un pueblo que partió con el dolor de dejar atrás su tierra, sus casas y hasta las tumbas de sus antepasados y, sin embargo, se aferraron a lo único que nadie podía arrebatarles: su memoria compartida y su lengua, la cual aún se habla a día de hoy. Esa fidelidad al castellano que llevaron consigo, transformado en judeoespañol, es quizá la expresión más conmovedora de la nostalgia: la de un pueblo que perdió su país, pero que nunca permitió que se borrara el nombre de Sefarad de su identidad.

Fuente: eldiariodemadrid.es

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