En la historia que hoy comento no corresponde hablar de leyenda, sino de historia, ya que todos los hechos y nombres que se citan a continuación están conveniente e históricamente registrados y avalados por sus correspondientes documentos.
Antiguamente, como en gran parte de España, en Sevilla convivían tres grandes religiones: la cristiana, musulmana y la judía. En Sevilla se alojó una importante colonia hebrea, especialmente desde la destrucción del califato (principios del siglo XI), momento en que muchas familias cordobesas se vieron obligadas a abandonar la entonces capital y refugiarse en el nuevo reino de Sevilla.
La primera judería se encontraba en el lado oeste de la ciudad en donde hoy se encuentra la iglesia de la Magdalena y San Lorenzo. Con el tiempo, se fue desplazando hacia el barrio de Santa Cruz y, sobre todo, San Bartolomé, lugares en los que permanecería hasta el año 1.492 en el que los Reyes Católicos dictaron la expulsión total.
Como era habitual en la época, se dedicaban mayormente al comercio y al préstamo del dinero, que los cristianos tenían prohibido por motivos religiosos. Esta última actividad provocaba una gran antipatía entre los deudores que, periódicamente, emprendían campañas de diferente intensidad contra ellos.
La más conocida es la provocada por el arcediano de Écija Ferrán Martínez, cuyas prédicas dieron lugar, en junio de 1.391, al asalto a la judería de Sevilla, la más numerosa de la Corona de Castilla. La gran matanza, cerca de cuatro mil almas, dejó a la ciudad casi sin población judía.
Pasaron los años, la cosa se calmó, y aquellos que habían huido pudieron regresar a la ciudad y comenzar de nuevo. Sin embargo, a finales del siglo XV, los Reyes Católicos cercaban el reino de Granada; los judíos de Sevilla, teóricamente judeoconversos debido a la presión ejercida por la Santa Inquisición, llegaban al límite de su paciencia; cansados de agravios y vejaciones, la rebelión para hacerse con el control de la ciudad estaba servida.

El lugar elegido para las reuniones fue la casa de Diego Susón, cabecilla de la revuelta. Este banquero vivía con su hija Susana Ben Susón, conocida en la ciudad como “la fermosa fembra” por razones obvias. La judía recibía tantos halagos de sus numerosos pretendientes que soñaba con alcanzar un puesto en la vida social de la ciudad y comenzó a verse con un caballero cristiano, perteneciente a una de las más nobles familias de la ciudad.
Una noche, mientras esperaba en su casa que todos se acostasen para ir al encuentro de su amante, se enteró de la conspiración que tramaban los suyos con su padre a la cabeza. Temiendo que le pasase algo a su amado, Susona acudió a él para advertirlo del peligro que corría y que así este pudiese ponerse a salvo. No se dio cuenta que con ello ponía en peligro a toda la colonia judía de Sevilla.

según me indican, no está colocado en la casa donde vivía.
Su amante informó inmediatamente al asistente de la ciudad, don Diego de Merlo, quien ordenó detener a los cabecillas de la misma. Pocos días después fueron ahorcados en Tablada, donde se ejecutaba a los facinerosos, parricidas y peores criminales, cuyos cadáveres permanecían todo el año colgados, y una vez al año se recogían sus restos y se enterraban en el cementerio de ajusticiados en el compás del Colegio de San Miguel frente a la Catedral.
La lista de ajusticiados fue la siguiente: Diego Susón; Pedro Fernández de Venedera, mayordomo de la Catedral; Juan Fernández de Albolasya, el Perfumado, letrado y alcalde de Justicia; Manuel Saulí; Bartolomé Torralba, los hermanos Adalde y hasta veinte ricos y poderosos mercaderes, banqueros y escribanos de Sevilla, Carmona y Utrera. Posteriormente, y a causa de las investigaciones sobre el caso llevadas a cabo por el Santo Oficio, fueron ejecutadas otras dos mil personas. Salió muy caro el intento de la Bella Susona de labrarse una posición social.

A partir de aquí termina la historia y empieza la leyenda, de la que existen dos versiones. Según una de ellas, tras ser repudiada por su pretendiente y por los judíos como causante de la muerte de su propia gente, y tras caer en la cuenta de su grave error, la Susona, desesperada, busca ayuda en la Catedral, donde el arcipreste Reginaldo de Toledo, obispo de Tiberíades, la bautiza y le da la absolución, aconsejándole que se retirase a hacer penitencia a un convento, como así lo hizo y permaneció allí varios años hasta tranquilizar su espíritu. Más tarde, volvió a su casa donde en lo sucesivo llevó una vida cristiana y ejemplar.
Azulejo actual en la calle Susona.
La otra versión es diametralmente opuesta: fruto de sus amores con un obispo tuvo dos hijos y, tras ser abandonada por este, se hizo amante de un comerciante de la ciudad.
A la muerte de la Susona y tras abrir su testamento, se encontró en él escrito:
“Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes en testimonio de mi desdicha, mando que cuando haya muerto separen mi cabeza de mi cuerpo y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre jamás”.
Balcón de la casa de Diego Susón y azulejo de la calavera.
Se respetó su voluntad y, tras su muerte, durante más de un siglo, hasta bien entrado el 1.600, permaneció la cabeza en dicho lugar, dando lugar al nombre de calle de la Muerte.
Tiempo después se colocó un azulejo con una calavera y se cambió el nombre de la calle, por el de Susona, que todavía permanece. Hace unos años se colocó un gran azulejo que relata la historia de la Susona.
Azulejo que sustituyó la calavera real de Susana.
Fuente: Leyendas de Sevilla
He leído en esta entrega dos artículos (si así se le pueden calificar) relacionados con Susana, la hija de Diego Susón.
A fe de prudente y bondadoso, he de decir que ambos «trabajitos» adolecen del mínimo rigor y están repletos de los lugares comunes, mentiras, rumores y maledicencias a que tan acostumbrados estamos por estos lares y que no deberían tener espacio en este Boletín.
Creo que todos aquellos que,, sin mérito ni cualificación sientan la necesidad de ver su nombre publicado, con cualquier peregrina excusa podrían enviar una misiva a cada uno de los directores los periódicos de su localidad.
Es necesario ser más serio y no jugar a «ser escritor» con las tijeras y el pegamento digitales.