Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, diplomáticos españoles trataron de proteger y amparar las vidas y bienes de judíos sefarditas en Europa para protegerlos de la ocupación alemana.
Antonio Manuel Moral Roncal
El director general de Política Exterior, José María Doussinague, expuso una solución al ministro de Asuntos Exteriores, conde de Jordana. Consistía en lograr el permiso de los alemanes para evacuar a los sefarditas de Francia, Bélgica y Holanda hacia su lugar de origen y nacimiento. Sus bienes quedarían administrados por representantes españoles.
De no ser posible, se intentaría lograr su traslado por medio de la Cruz Roja Internacional, facilitándoles visado y pago del viaje a otro país. Atravesarían España solamente en tránsito. Sin embargo, la embajada alemana en Madrid advirtió, el 26 de enero de 1943, que las medidas contra los judíos se harían efectivas en todo el Reich sin excepciones, por lo que sólo hasta el 31 de marzo España podría repatriar a sus sefarditas, al igual que Italia y Turquía.
Las condiciones inhumanas de trabajo y la pésima alimentación causaron la muerte de miles de confinados en los campos de trabajo, pero el avance aliado en Europa en los dos frentes –mediterráneo y oriental– y el colapso de la economía del Reich impulsaron las ambiciones de exterminio de los líderes nazis.
Un no de Turquía
Ante la negativa final de Turquía de acoger sefarditas, aquellos que se encontraban en Francia volvieron a escribir a Madrid solicitando su apoyo. En la práctica no tenían más que dos opciones: o permanecer donde se encontraban o trasladarse a España de tránsito hasta que, por medio de la Cruz Roja Internacional u otro organismo, obtuvieran un visado para marchar a otro país.
Mientras llegaban a Berlín las listas de los 250 sefarditas residentes en Bélgica, Holanda y Francia, Jordana decidió facilitar la entrada a España de otros grupos europeos de judíos. El representante del American Joint Distribution Committee prestó servicios de apoyo financiero para realizar ese tránsito, algo que tuvo una repercusión positiva en las relaciones diplomáticas entre el régimen franquista y Estados Unidos.
Destaca, en esos momentos, el cónsul de España en Estrasburgo, Eduardo de Erice, que ayudó a la única familia sefardita de la ciudad. Doussinague sugirió la posibilidad de organizar la entrada de pequeños grupos de sefarditas en España, que luego se irían conforme se consiguieran los visados de salida con otros Gobiernos extranjeros. Jordana se negó: resultaba necesario el compromiso de otras naciones, es decir, la garantía previa de salida.
Ropa y alimentos para las personas en tránsito
El 5 de marzo, el embajador en Berlín, Ginés Vidal, envió un despacho donde afirmaba que el destino final de los judíos eran unos lugares donde eran eliminados sin distinción de sexo y edad. Ante esta realidad, Madrid solicitó la ampliación del plazo de salida de los sefarditas a Berlín pero el gobierno alemán se negó.
El embajador español en Estados Unidos recibió al rabino Perlzweig, interesado en ponerse de acuerdo con las autoridades de Madrid para facilitar la distribución de paquetes de alimentos y conseguir la salida de niños judíos con destino a varios países americanos. Los judíos argentinos y uruguayos realizaron gestiones semejantes ante las representaciones españolas en las siguientes semanas, ofreciéndose para enviar comida, ropa y alimentos para aquellos que se encontraban en tránsito. El 17 de marzo, la embajada española en Bulgaria comunicó a Madrid que en breve plazo los sefarditas de ese país serían enviados a Polonia, los cuales querían repatriarse.
Juego de embajadas
Madrid respondió a Berlín y París con su visto bueno para conceder visados de entrada, y logró también una prórroga hasta el 30 de abril para que los sefarditas que lo desearan pudieran volver de tránsito a España. No obstante, todos los diplomáticos españoles implicados concluían que las deportaciones serían inevitables.
En ese año, Italia, Suiza, Argentina y Turquía evacuaron a los judíos de su nacionalidad de los territorios administrados por el III Reich. El consulado en París no se dio por enterado de que sólo podía conceder visados a los judíos con la nacionalidad española y el 30 de abril de 1943 se los concedió a 90 judíos sefardíes que sólo tenían el estatuto de protegidos. Cuatro meses más tarde, llegaron 73 sefarditas a Irún desde Francia, residiendo temporalmente en varias ciudades. Rolland intercedió por otros 14 enviados al campo de Drancy y organizó la repatriación de otros 77, trabajo que finalizaría el diplomático Alfonso Fiscowich.
En Bulgaria, el diplomático español Palencia alertó en el mes de marzo a Madrid sobre el contingente de sefarditas que se dirigían a la Legación en demanda de renovación de sus certificados de nacionalidad. Ante la situación de peligro para sus vidas, el diplomático español presionó para que se les concediera el visado de entrada a España como punto de salida a Hispanoamérica o Estados Unidos. Finalmente, la colonia española de Bulgaria, en su totalidad sefardita, recibió ese visado sin completar todas las formalidades administrativas.
Situación complicada en Grecia
Más complicado fue el caso de los sefarditas de la ciudad griega de Salónica. Su plazo de salida finalizaba el 15 de junio. Y ya el 20 de mayo, Madrid envió un telegrama al cónsul general de España en Grecia, Sebastián Romero Radigales, autorizándole a conceder visados de entrada en España a unas 550 personas. El plazo finalizó y el Ministerio guardó silencio sobre su evacuación, como medio para forzar a los alemanes a aceptar una lenta evacuación en varios grupos, antes que permitir la entrada de un numeroso grupo de judíos.
Pero 365 sefarditas de Salónica fueron enviados al campo de Bergen-Belsen, en Hannover, el 2 de agosto, pese a que el día anterior Ginés Vidal había requerido con dureza a los alemanes para que les entregara la lista de los deportados para «proceder a la repatriación total de dichos sefarditas en grupos sucesivos de 150 personas aproximadamente», y se permitiera «insistir en el deseo del Gobierno español de que no se tome sanción contra los sefarditas españoles», rogando por último que «sean tratados como tales españoles con las mayores consideraciones posibles». Finalmente, Madrid aceptó la entrada en España de los sefarditas griegos, siempre en grupos pequeños, en tránsito, hacia otros países, con ayuda de la Cruz roja y el Joint Committe. A comienzos del años siguiente, se logró ese objetivo.
Fuente: eldebate.com/historia