El investigador Álvaro López Asensio publica un estudio, que incluye numerosas recetas, sobre la cocina de los hebreos que habitaron Sefarad en la Edad Media.
Álvaro López Asensio (Paracuellos de Jiloca, 1962) es uno de los principales investigadores sobre el pasado judío de nuestro país. Aunque haya centrado su objetivo principalmente en la comunidad judía de Calatayud, ahora llega a las librerías «La cocina de los judíos en Sefarad en la Edad Media» (Certeza), un libro que cabalga entre la historia y la gastronomía: bebe de fuentes históricas (procesos inquisitoriales) para explicar los platos y costumbres culinarias de los hebreos en el Medievo. E incluye 60 recetas. La obra se presenta el viernes en el palacio de Sástago de Zaragoza.
«Los procesos inquisitoriales son muy ricos en información» señala «. A mí me han servido para saber cuáles eran las costumbres culinarias de los judíos en su vida cotidiana y, sobre todo, en las grandes celebraciones de su ciclo vital: el nacimiento, la circuncisión, la boda o el velatorio. Y también en sus fiestas religiosas, el «sabbat», la Pascua, el Año Nuevo…».
El libro permite saber a ciencia cierta qué alimentos usaban y cómo los preparaban los judíos en la Edad Media. Y en eso es absolutamente pionero. Hay publicaciones sobre la cocina sefardí pero ninguna sobre la cocina judía antigua en España. Aunque el historiador matiza que «es erróneo hablar de una cocina propiamente judía porque, en realidad, estaba influida también por ingredientes y tradiciones anteriores, hispanorromanas y musulmanas».
Hay peculiaridades, eso sí. No comían cerdo, carne con grasas ni sangre. Tampoco el nervio ciático de la pierna, huevos con manchas o defectos, o peces sin escamas. No usaban, lógicamente, alimentos como la patata o el tomate, que llegaron a España tras el descubrimiento de América, y que sí aparecen en los recetarios sefardíes posteriores a la expulsión.
La suya era, también, una cocina ingeniosa, que solventaba dificultades como la prohibición de emplear cualquier tipo de levadura durante la Pascua judía, sustituyéndola en los postres por clara de huevo batida. En realidad, como cualquier cultura, cocinaban lo que tenían más a mano, y en lo que más se diferenciaban de los cristianos era en los postres, donde se notaba la influencia de los contactos con la cultura musulmana. Todas las juderías, por pequeñas que fueran, tenían su propio macelo (matadero) y carnicería, donde el rabino garantizaba que los productos que salían de allí eran «kosher», que habían cumplido los preceptos. Las aves se podían desangrar y matar en casa, no así los animales grandes, corderos y vacas, que debían ser sacrificados en el macelo.
El cocido… no tan madrileño
El libro tiene infinidad de datos curiosos y, dada su temática, sabrosos. Navegar por sus recetas es una delicia: hamín, huevos haminados, habas con pimienta y sal, berzas con queso, albondaquillas tabaheras, tripillas de ternero, morçao de carnera o queso brullo. Y postres como rosquetas, alcahalillas, turradillos y almendolas.
Cuando los cristianos «adoptaron» el plato, para eludir las sospechas de la Inquisición sustituyeron las carnes que empleaban los hebreos por cerdo y sus derivados, pero el cocido, en esencia, es el mismo. Quién sabe, quizá la creencia popular de que está más sabroso al día siguiente de ser cocinado derive de las horas de espera que pasaba el puchero al lado de las brasas.
«Otra delicia gastronómica que tiene origen judío son las torrijas», añade López Asensio. Ellos las llamaban arrucaques. Como no usaban levaduras, para hacerlas empleaban pan ácimo, que partían por la mitad, rebozaban en huevo y freían. Luego le echaban miel y canela. Los hacían en la Semana de Pascua judía y, como coincidía con la de los cristianos, estos últimos, al tomar la receta, y también para eludir a la Inquisición, cambiaron el pan ácimo por pan normal e introdujeron la leche. Así, a quien consumía ese postre no lo podían acusar de judaizante».