DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO X por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO X

— Usarced —dijo entonces el prepósito— acaba de escuchar una revelación importantísima y que puede ofrecer graves consecuencias, tanto respecto a nuestra propia seguridad, como a la suerte de la joven señorita encerrada en el noviciado del convento de la Purísima Concepción. Juan de Hinestrosa, ya lo verá Usarced, vive aún y sabe, yo no sé cómo, lo que yo mismo ignoraba, a saber: que la esposa de Don Felipe Álvarez de Monsreal, a quien se ha procesado por judío, fue la que dio el fatal golpe al difunto señor Conde de Peñalva. ¿Cree Usarced que este hecho habrá dejado de llegar al conocimiento del señor Comisario del Santo Oficio, que tan encarnizado se muestra en el proceso del judío?

— Bien —repuso Don Alonso—, Vuestra Reverencia no debe dirigirme semejante pregunta. ¿Sabe eso o no, el padre comisario? Me parece que, habiendo Vuestra Reverencia hablando frecuentemente con el tal Hinestrosa, algo ha de haber comprendido en tan grave materia. De otra suerte, yo no sabría ya qué pensar de la antigua perspicacia y finura del padre prepósito para manejar esta clase de asuntos.

— Es decir —dijo el jesuita en tono de amargo reproche—, ya no sabría Usarced qué pensar de mi destreza en el manejo de una intriga, ¿no es eso?

— Mi buen padre prepósito, ya le ruego que nuestra conversación no se siga en este tono desagradable. Yo me he puesto en manos de Vuestra Reverencia con sinceridad y candor, a fin de que me aconseje y guíe en este complicado negocio, y pueda redimir a la pobre huérfana que el cielo me ha confiado, del estrecho conflicto en que hoy se encuentra. No me venda Vuestra Reverencia su apoyo a un precio en que me sería imposible comprarlo. Yo soy un caballero leal y honrado, y jamás he tenido gusto ni afición a palabras equívocas. Cuanto digo, sólo significa lo que suena, y nada más. Me mortifica mucho que mis palabras sean arbitrariamente traducidas o interpretadas.

El jesuita se confundió al escuchar el severo lenguaje de Don Alonso, y no fue sino después de muchas excusas y explicaciones, que el diálogo volvió a seguirse en un tema razonable.

— Yo no sé ciertamente —dijo el prepósito— si el señor deán ha penetrado el secreto de Juan de Hinestrosa, o si éste ha hecho espontáneamente alguna revelación en el particular. Pero una de las dos cosas es muy presumible, y en ese caso el padre comisario se encontraría en buen terreno para proseguir en su sistema contra la novicia. Más todavía; si llegase a descubrir el hilo de la antigua conspiración que ocasionó la muerte al Conde de Peñalva, ya Usarced puede inferir el peligro de que estamos amagados los que formamos la santa hermandad.

Don Alonso volvió a caer en una cavilación profunda. Veía de bulto el lazo que unía el suceso de la muerte del Conde con la situación de María; pero no acertaba a discernir bien y a punto fijo cómo vendrían a hallarse más comprometidos ahora los antiguos conjurados de lo que estuvieron antes, cuando el Tuert Hinestrosa andaba vagando como insensato en la cárcel, hasta que desapareció de la vista del público de una manera misteriosa e incomprensible hasta allí. Tan obvia era esta reflexión, que el buen caballero, sin comprender qué clase de interés tendría el prepósito en abultarle el peligro que les amenazaba, no pude menos de hacer aquella observación.

— Convengo en ello —repuso el jesuita—, pero Usarced debe tener presente que no son unas mismas las circunstancias de entonces y las de hoy. En aquella época, el poder de los comuneros era mucho y, aunque oculto y misterioso, no por eso dejaban de temblar a su influjo todos los que hubiesen abrigado el deseo de derribarlo. Fuera de que se trata hoy de asegurar las cuantiosas riquezas de Don Felipe Álvarez de Monsreal.

— ¡Por la Virgen de Alcobendas! —clamó Don Alonso— si a eso se reduce la cuestión, bastante he significado ya mi aquiescencia para que se hagan dueños absolutos de esos bienes. Mi hija no necesita de ellos para vivir en una honesta independencia. Yo bien sé que este consentimiento no se creerá eficaz; pero…

— ¡Bien! Ya Usarced acude a la objeción. En efecto, lo que desea el señor comisario es que la señorita quede perpetuamente inhábil para heredar las riquezas de su familia, y Usarced debe conocer con qué facilidad desbarataría todas las dificultades que se oponen a esta idea una revelación del Capitán Hinestrosa. Yo ignoraba quién hubiese ejecutado la sentencia fulminada contra el Conde; y sin embargo, según se ve, Hinesitrosa está perfectamente enterado de aquel secreto. ¿¡No concibe Usarced todo el peligro de esta situación?

— ¡Oh, ciertamente!, mas yo discurro que Vuestra Reverencia ha de saber algo de boca del mismo Hinestrosa. ¿Vuestra Reverencia y ese desventurado no han tenido, según me dice, repetidas entrevistas?

— Y eso mismo me ha dado motivo para alarmarme con seriedad. Ese hombre, por una especie de milagro, ha recobrado el juicio después de tenerlo perdido por tantos años. Yo recuerdo vagamente que hubo cierto temor de que la conducta subsecuente del capitán pudiese causar gravísimos perjuicios a la Santa Hermandad, y aun se trató de juzgarlo y sentenciarlo como cómplice del Conde. Si entonces se hubiese adoptado aquel partido, acaso hoy no estaría en posición de revelar verdades, que así pueden comprometer la seguridad de los conjurados contra el Conde de Peñalva, como dar un pretexto plausible a los perseguidores de la hija de Doña María Altagracia de Gorozica para obligarla a profesar en el convento, y despojarla de sus riquezas. También recuerdo que uno de los caballeros que formaron el tribunal, revistiéndose de una severidad que cuadraba poco con la conducta entera de aquel negocio, se opuso con vehemencia a que se procediese contra el socio y cómplice del Conde, y ese caballero fue el mismo señor Don Alonso que me está escuchando.

— Cierto es eso, y en verdad que no me arrepiento de haber procedido así, aunque mis cálculos hayan sido fallidos.

— No digo yo —prosiguió el jesuita—  que los motivos de su conducta no hubiesen sido rectos y justificados: pero en política, las medias medidas son siempre perniciosas, y aquí tiene de ello una prueba concluyente.

— Jamás he entendido yo nada de eso, reverendo padre, ni leído libro alguno en que se trate de esas materias, de que sin duda Vuestra Reverencia estará muy bien impuesto. Yo siempre he procedido conforme a los dictados de mi conciencia, que bien podría ser errónea si Vuestra Reverencia lo quiere; pero…

— No hay necesidad de engolfarnos, señor Don Alonso, en una controversia que es hoy enteramente inútil. Lo que importa saber es cuál ha de ser nuestra conducta en el estado actual de los negocios.

— ¡Por la Virgen de Alcobendas, que es eso lo que yo deseo saber de boca de Vuestra Reverencia!

La verdad era que el mismo reverendo prepósito, a pesar de su aplomo, destreza e inteligencia; a pesar de los grandes medios de acción que poseía, tal vez no estaba muy tranquilo respecto de la conducta que podría seguir el comisario. Había tenido frecuentes entrevistas con Hinestrosa desde el día en que el dominico le significó que el presumido había recobrado el juicio y deseaba hablarle en asuntos de conciencia seguramente; y por lo mismo se hallaba perfectamente impuesto de lo que podía esperar o temer, porque, felizmente, Hinestrosa le había hecho por otro lado ciertas confidencias que contrabalanceaban con ventaja en la discordia del prepósito y el señor Deán.

Así, pues, entraba en sus miras, y ese era el motivo de su conducta actual, hacer aparecer más grave el peligro que amagaba a los conspiradores contra el finado Conde de Peñalva. Eso no impedía que dejase de abrigar algún recelo; pues si bien cuando el asunto de la Santa Hermandad había tomado tales precauciones y medidas tan bien calculadas, que le hiciesen aparecer como enteramente extraño a la conspiración, mientras que todos los demás hilos de la red habían quedado perfectamente en sus manos de manera que ninguno otro de los conjurados pudiese escaparse en caso inesperado de alguna felonía; sin embargo, como no era posible que todo cupiese en la previsión humana, no dejaba el buen prepósito de desconcertarse cuando, a fuerza de reflexionar mucho en la materia, vislumbraba algún medio que pudiese dar ventajas a su adversario el señor Deán.

Hasta el día de la conferencia en Palacio, que precedió a su primera entrevista con Hinestrosa, tenía en sus manos al Deán, y podía perderlo o lograr, por vía de conciliación, que los cuantiosos bienes secuestrados a Don Felipe Álvarez de Monsreal se aplicasen a los objetos piadosos que la sagrada Compañía de Jesús tenía que cumplir en la provincia de Yucatán. Mas hubo un cambio completo en su plan de operaciones después de haber conferenciado con el Capitán Hinestrosa.

Lo que había ocurrido en aquella conversación llegó a preocuparlo tan profundamente, que cuando el padre Noriega le hizo saber que la huérfana había sido encerrada en el convento, volvió en sí como de un sueño y casi maquinalmente se dirigió a la iglesia de las madres monjas, en donde presenció con aire de azoramiento todas las ceremonias de la toma de hábito, lo que al parecer daba un completo triunfo al Comisario.

Cuando volvió de regreso a la casa profesa de San Javier, ya su nuevo plan estaba completamente digerido, y para formularlo con más tranquilidad despidió al socio anunciándole que el Deán, más que nunca, estaba ya en sus manos. Al día siguiente hizo venir al padre Noriega, con quien permaneció encerrado muchas horas. Entonces fue cuando quedó resuelto el viaje del socio a la Corte del Virrey y revelar a Don Luis de Zubiaur cuanto fuese conducente al objeto que se proponía el padre prepósito.

Dos difusas epístolas que acababa de recibir de su socio, le dieron más luz, y le habían obligado a proseguir en su plan de activas operaciones. Para eso había dado una cita a Don Alonso de la Cerda y examinado en su presencia al hortelano, después de haber desplegado otros medios de acción, que desde luego el lector habrá ya adivinado.

— Para que arreglemos nuestra conducta —dijo el jesuita a Don Alonso después de una breve pausa en el diálogo que seguían— necesito que Usarced me diga francamente si en efecto ha sido la esposa del judío quien dio muerte al finado Conde de Peñalva.

— ¿Se figura Vuestra Reverencia que si no fuera así, habría yo dejado pasar sin repulsa una acusación tan grave, que pudiera ser oprobiosa hasta cierto punto a los caballeros que recibieron la comisión de ejecutar al Conde, si los motivos de su conducta en el particular no los tuviera yo por bien justificados?

— En tal caso, se hace indispensable que Usarced vea a Juan de Hinestrosa.

— ¿Y es esto posible?

— Muy graves son por cierto, las dificultades que hay que vencer; pero, en fin, es necesario intentarlo al menos.

— Y bien, aun dado el caso que pudiera lograrse la entrevista ¿a qué conduciría?

— Eso, señor Don Alonso, Usarced puede inferirlo. Después de la muerte del Conde de Peñalva, el justicia mayor que le sucedió en el Gobierno, mandó prender al Capitán Hinestrosa por ciertas palabras que se le escaparon, hablando de asesinato y qué sé yo qué otras cosas. El preso había salido de su prisión bajo ciertas condiciones…

—El suceso no ha ocurrido al pie de la letra, como Vuestra Reverencia lo refiere. Hinestrosa estuvo preso, y aun se le inició un juicio criminal por gravísimos crímenes que había cometido, entre ellos por haber monopolizado los granos durante la horrible hambre que sufrimos en la aciaga época del Conde de Peñalva; y sin duda se hubiera sentenciado la causa y hubiese marchado a Ceuta a sufrir su condena, si no fuese por ciertos incidentes que lo impidieron. En primer lugar, el procesado recibió por un conducto misterioso, y seguramente salvando las tapias de la puerta del Palacio que lindan con la real cárcel, un cartapacio que comprendía un plan de defensa tan bien trazado y aun con sus puntas y asomos de malicia, que vinieron a ser ilusorios todos los procedimientos. No sé por qué sospeché entonces, que en el tal plan de defensa podría haber intervenido alguna mano, que tal vez habría suscripto la sentencia del Tuerto Hinestrosa, cuya muerte hubiese pedido.

Subiósele la sangre a la cara al jesuita e hizo ademán de llevarse la mano a la frente. El caballero prosiguió:

— En segundo lugar, el desventurado preso cayó en una profunda melancolía, y su razón estaba ya como turbada. No faltó quien me aconsejase que, a pesar de eso, bueno hubiera sido sumergirlo más y más en un obscuro calabozo para quitarle el poder de hacer daño a la Santa Hermandad; pero yo creí que aquel rigor era intempestivo, y además, injusto. Los temores que se abrigaban, no eran sino muy funda dos. Habiendo permitido más desahogo y amplitud a aquél desventurado, escapóse una noche de la prisión y no volví a saber más de él hasta que el padre dominico me hizo conocer que vivía, y estaba encerrado en las cárceles del Santo Oficio. Eso es todo lo que ha ocurrido, y ya verá Vuestra Reverencia que el preso no ha salido de su encierro bajo de ciertas condiciones. Jamás me he acomodado yo a manejos de esa clase; y, ¡por la Virgen de Alcobendas! que si Vuestra Reverencia me conoce bien, como no puede menos de conocerme, yo no sé cómo ha llegado a consentir en un juicio tal, que casi raya en temerario.

— Como quiera —repuso el jesuita entre severo y risueño—, es necesario que Usarced vea a Hinestrosa, o que me autorice para verle en su nombre.

— ¿Verle en mi nombre? No comprendo.

— Quiero decir, que me autorice Usarced para pedirle ciertas explicaciones relativas a su fuga.

Después de una breve pausa en los dos interlocutores quedáronse mirando frente a frente con cierto aire distraído, el prepósito preguntó:

— Dígame Usarced, señor Don Alonso, ¿consentiría en proporcionar algunos recursos al tal Hinestrosa para que pudiese escaparse de la prisión en que hoy se encuentra, con tal que se alejase para siempre de la provincia?

— Mis bienes están a la disposición de Vuestra Reverencia; pero yo no me atrevo a mezclarme en asuntos de esta clase. El Santo Tribunal…

La frase quedó interrumpida con el toque de la queda, que vino a herir el oído de los dos interlocutores. Incorporose el prepósito y, entreabriendo la puerta, comunicó nuevas órdenes al lego, que en el instante fueron cumplidas, pues otro individuo fue introducido en la antesala con la debida precaución.

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