Rabí Itzak rondaba los 60 años. Era delgadito, de un metro setenta aproximadamente. Vestía siempre con su toga negra y la kipá y unos zapatos un poco gastados. Con un andar ágil se lo veía ir y venir de un lado a otro visitando a familias y amigos..
Su rostro armonioso, se hallaba enmarcado por una barba blanca. Al sonreir sus trazos se aflojaban por completo, y en todo el aparecía la expresión cándida de un niño.
Habitaba un caserón grande y destartalado a causa del casorio y la marcha de sus dos hijos Eliau y Jacob a otras casas de la judería y de su hija Raquel a Mekinez..
También su amada esposa lo había abandonado después de un ataque repentino y él ya no tenía mucho tiempo para ocuparse de limpiar y ordenar tantas habitaciones.
Vivía justo a la entrada de la judería y a pocos metros del barrio moro. Sus vecinos, tanto árabes como judíos lo conocían bien y lo tenían en alta estima. Tal vez por ello, unos y otros lo invitaban a almorzar o a tomar un te moruno con mucha frecuencia.
Les gustaba escuchar sus palabras, sus consejos y se comentaba entre ellos que si él entraba en la habitación de un enfermo y le daba su bendición, este se curaba ese mismo día.
Así, poco a poco, se fue haciendo conocido y venerado por todos :alumnos, feligreses y vecinos.
El invierno de 1869 se presentó particularmente frío y al tener que salir a medianoche para asistir a un moribundo, Rabí Itzak se enfermó gravemente.
No hubo remedio que aliviara sus pulmones ni bajara la fiebre, y el, consciente de la proximidad de su muerte, se entregó a la voluntad de Dios un año después.
Horas después de su fallecimiento, los gritos y las lamentaciones en árabe y en hebreo se escuchaban a muchos metros de distancia. Unas veinte personas se amontonaron en la puerta de su casa para dar el pésame a los hijos.
Mujeres piadosas lavaron su cuerpo siete veces y lo envolvieron en siete sábanas, depositándolo sobre un colchón de paja, como era su deseo.
Eliau y Jacob avisaron a Raquel y se dispusieron a pasar la noche de vela en los sillones de la sala contigua.
A eso de las cinco de la madrugada Alí, y tres árabes más, todos amigos del Rabino, entraron sigilosamente en la casa y se lo llevaron. Lo

envolvieron en un cubrecama, lo colocaron en el carro con la mula de Ali y partieron velozmente hacia el cementerio árabe, lindante con el judío .Allí descansaría su cuerpo y así sus dotes milagrosas seguirían beneficiando a todo su pueblo.
Lo enterraron rápidamente en una fosa que ya tenían preparada, alisando la tierra para que no se notara.
Al despertar Eliau y dirigirse a la habitación donde yacía su padre dio un grito y Jacob acudió inmediatamente: el cuerpo del difunto había desaparecido.
Enseguida llamaron a los hombres de la Hebrá y se sentaron a deliberar.
La calle se iba llenando de conocidos que pensaban acompañar el cortejo fúnebre. Eliau salió a decirles que la hermana había tenido un inconveniente y no pudo viajar por lo que el entierro se postergaba un día.
Mientras tanto no dejaban de preguntarse quién podría haber sido el autor de semejante robo.
Jacob se asomó a la ventana y vio a Alí hablando con otro árabe con una rara expresión de alegría en su rostro.
-Creo que ya se donde está nuestro padre, exclamó.
Esa noche ellos y los hombres de la Hebrá provistos de palas, un candil, y un tablón subieron furtivamente a la colina donde se encontraban los cementerios.
Entraron al cementerio árabe y lo recorrieron hasta encontrar la tierra recientemente removida. Cavaron unos metros y ahí estaba el cuerpo del Rabino envuelto en la colcha de Ali.
Con sumo cuidado lo sacaron y volvieron a tapar todo, dejándolo exactamente como lo habían encontrado.
Lo pusieron sobre la tabla, y cargándolo entre varios, comenzaron a trepar hasta lo más alto de la colina del cementerio judío.
Alli, sin perder tiempo cavaron una fosa en el poco espacio liso del que disponían, rezaron el Kaddish y enterraron al padre con dolor.
-¿ Y si nos lo roban de nuevo?. Exclamó Jacob.
Todos se miraron, el más anciano de ellos, el Rabino Eliazar dijo levantando los ojos al cielo: recemos al Altísimo; El nos iluminará.
Se sentaron uno al lado de otro y comenzaron a repetir los versículos dela Tora. Pasóun minuto, diez, quince, una hora… de pronto todos sintieron que algo caía silbando frente a ellos y se incrustaba en el piso: a la luz del amanecer vieron un gran bloque de piedra cubriendo la tumba de Rabi Itzak .
-Alabado sea el Señor: ya nunca se lo podrán llevar.
El Rabino y los hijos improvisaron un envoltorio parecido a la imagen del padre y el entierro se hizo con todas las pompas y cincuenta personas acompañando al occiso.
A los tres días Alí se encontró con Eliau:
-Eliau todos nosotros recordaremos siempre las bondades de tu padre
-Gracias Ali. Nos ha quedado un gran vacío sin él.
-El nos va a seguir cuidando desde el paraíso, respondió Ali muy convencido.
-¿Sabes Ali? tu eras su gran amigo y te lo puedo contar: creo que subió directamente al cielo porque al día siguiente su cuerpo había desaparecido. Tuvimos que hacer todo el entierro para conformar a la gente. ¿Te imaginas lo que ocurriría si se enteraran?
Ali puso una cara de asombro, quedó unos minutos silencioso y después dijo:
-No me extraña lo que me cuentas: Dios lo quería pronto a su lado.
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