Cuento: ¡ADIÓS TOLEDO! por André Gattegno

Esa mañana del mes de junio de 1492 el calor era intolerable. Frente a la vivienda de Abraham Toledan los preparativos y las despedidas escondían la profunda tristeza que embargaba a sus integrantes. Vecinos y amigos se deseaban suerte y rezaban para que el destino de sus respectivos viajes, sea cual fuere, los reuniese nuevamente.

-Ya es tarde, debemos partir, – ordenó Abraham- haciendo subir al precario carromato a todos los integrantes de la familia.

Miguel y Alberto ayudaron a su madre a acomodarse. Subieron algunos muebles y comestibles, lo necesario para arribar a Barcelona. Decidirían al llegar, con   sus familiares de esta ciudad,  cuál sería su lugar de destino. Francia, Venecia, Grecia o Turquía, sólo Dios lo sabía. Cuánta inseguridad e injusticia sentían luego de haber vivido durante tantos siglos en ese lugar al que todo le habían dado. De padres a hijos se había transmitido el amor a esa tierra que los acompañaría donde fuesen.

Romances, aromas y alimentos llevarían con ellos, estos tristes exiliados, apátridas debido al incesante deseo de poder de un rey y un inquisidor egoístas y brutales.» Algún día la historia los juzgará,» pensó Alberto, pero se equivocaba.                   

                Las ruedas del carro mordían el polvo, los caballos fatigados, no tanto por su carga como por el ardiente sol que caía sobre sus cabezas, preocupaba a los viajeros. Las reservas de agua resultaban más que suficientes pero el trayecto era largo y el estado de ánimo de sus padres inquietaba a los jovenzuelos. Anduvieron por todo tipo de terrenos. El cruce de ríos o simples arroyos les llevaban horas de esfuerzo. Cuando llegaba la noche, buscaban refugio en las cercanías de algún pueblo, quedando siempre alguien de guardia por si algún forajido estuviese tentado de aprovecharse de su triste estado.

       El padre llevaba consigo una pequeña bolsa con dineros que sabía le serían indispensables para llegar a destino. Esto también lo sabían los inquisidores y aquéllos que se hacían pasar por tales siendo simples asaltantes de caminos. Los jóvenes, ya de niños tenían poco, observaron a sus padres y temiendo que hubiera algún peligro, se fueron juntos a hacer guardia. Ruidos extraños llegaban a sus oídos desde un pequeño bosque cercano. Luego se hizo el silencio y comenzaron a dormitar. De pronto, Miguel fue tomado por los cabellos y sintió que la hoja de un frío metal penetraba en su espalda.

-Corre Alberto, nos atacan- atinó a gritar, Alberto saltó, evitando de ese modo la piedra con la que el otro individuo pretendía destrozarle la cabeza. El padre enfrentó a los malhechores, pero otro hombre inesperadamente lo atacó por detrás hiriéndolo de muerte. La madre quiso defender a su esposo, y ante la mirada absorta de Alberto, que estaba colgado del cuello de uno de los atacantes, la mujer fue muerta mientras le gritaba:

– ¡Huye Alberto, por Dios huye…!

El niño, joven, hombre, pues ya lo era todo,  entendió que poco podía hacer, y escapó para salvar su vida.

Con sus doce años de edad y otros muchos a cuestas, enfiló hacia el noreste guiándose por las estrellas. Sin padres ni hermano, sólo le quedaba llegar a Barcelona cuanto antes para ubicar a sus familiares.

Al ver esa hermosa ciudad, su corazón latió nuevamente. Todo era un pandemonio. Los exiliados en sus carretas invadían los caminos. Las calles, mezcla de los que disfrutaban de esa situación y de quienes dejaban atrás todo cuanto habían logrado, provocaban un desagradable espectáculo. Alberto preguntó aquí y allá por sus familiares, todos le respondían que se habían ido hacía aproximadamente un mes. Su mente funcionaba velozmente, pues no era posible abandonar y no estaba dispuesto a resignarse. Era consciente que de su éxito o su fracaso en encontrar algún conocido en esos días, dependía su futuro. Subió escalinatas, bajó hacia el puerto, buscó en cuanto recóndito lugar le fuera indicado y cayó finalmente exhausto. Esa mañana, en que había dormido en la playa y cuando ya la espuma  mojaba sus pies tomó la decisión de partir.

Muchos eran los barcos que había visto salir de ese puerto. Diferentes destinos se indicaban al pie de la planchada de cada nave. Eligió una de las más grandes cuyas velas replegadas la asemejaban a un enorme esqueleto marino.

-Marsella y Génova- gritaba un marinero- dentro de un par de horas partimos, Alberto sabía que no tendría muchas posibilidades de que lo embarcasen. En ese instante se acercó un hombre, alto, de anchas espaldas, prominente musculatura, con el cabello rojo como el atardecer. El jovenzuelo sabía que a ese fornido individuo le sería cedido el paso. Corrió hacia él y en el momento en que estaba por subir al barco le dijo:

-Por piedad, señor, ayúdeme a embarcar. Necesito ir a Génova,  soy judío y aquí me matarán.- Sin responder, el hombre lo alzó con una de sus manos y al llegar a lo alto de la planchada le indicó donde esconderse. Así lo hizo Alberto agradeciendo a Dios. La nave zarpó lentamente con el joven polizón a bordo.

Se podía divisar desde el barco el Templo de Santa María del Mar, las torres octogonales de la Catedral Basílica cuya campana «Severa» daba el toque de queda al anochecer. El dédalo de callejuelas angostas y tortuosas que formaba el cerco de la ciudad parecía esfumarse al pie de la montaña Montjuich y de la cordillera del Tibidabo. La Calle de la Moncada y otras que confluyen con la de la Boquería y caen en los callejones, así como las calles de la Platería, Mercaderes y de Bot  perdurarían en la memoria de Alberto como una antigua maraña de desesperadas búsquedas.

André Gattegno.

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One comment

  1. El mundo los ha juzgado y condenado, en todo el mundo.

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