La ciudad está de enhorabuena: Casa de Sefarad ha cumplido diez años de vida. La casa ha sido y es un foco de actividad cultural, abierta y comprometida con cualquier manifestación que nos mejore como personas críticas, como seres humanos libres, como individuos con muchas dudas y pocas certezas, dispuestos a ponerse en cuestión sin tomarse mucho en serio.
Casa de Sefarad es, por supuesto, un centro de memoria. Sefarad es el nombre que a España le dieron unos cuantos compatriotas de nuestra historia común, que fueron expulsados de su tierra por ser judíos. Sus descendientes pueblan hoy el mundo y conservan, en muchos casos, la llave de las casas que sus antepasados habitaban en su país como una joya de su historia familiar. Casa de Sefarad es entonces, y desde luego, un centro de memoria y, sobre todo, para la memoria, pero tengo la impresión, que yo presumo certeza, de que huye despavorida del concepto maniqueo y manoseado de cualquier sucedáneo de memoria que sea más restregar que recordar trayendo al presente. Lo pienso porque todas las visitas que se hacen en la casa, por sus libros, por sus muros, por su patio, comienzan en nuestro pasado judío, que también reivindica, pero terminan con una propuesta para nuestro hoy y nuestro mañana, seamos lo que hayamos sido. Eso es virtud.
Casa de Sefarad es judía, sefardí y marrana por vocación, pero no está subyugada por las etiquetas y, así, es también mora, por morisca; calé, por gitana; aprendiz, por masona; andaluza, por la tierra; y libre, porque le da la gana. En la casa se derrama la historia, la cultura, la música, la poesía y el vino.
La casa es una iniciativa privada. Esto sí que es grande. A pulmón, fruto del desarrollo de la vocación de una idea de su impulsor, Sebastián de la Obra, un tipo singular por excelente, con cuya amistad me honro, rabiosamente celoso de su independencia, que no se traduce -ni tiene por qué- como neutralidad. Independencia es no depender de nadie y eso, en esta sociedad embargada y adormecida, es un grajo blanco que festejar. Está bien vista por muchos que la han disfrutado y, seguramente, mal vista por quienes no crean que este trozo de mundo es lo suficientemente grande para que quepamos todos.
Diez años no son nada, dicen desde la Casa, pero pueden ser una vida entera. Calle Judíos, esquina con Averroes, mazalozo mesklar durse i bueno: allí hay un refugio, un lugar para la música, para la poesía, para el ladino y para la memoria. Mazal tov, Casa de Sefarad, LeJaim! Y que todos lo veamos y vivamos.
Ricardo Vera
Fuente: eldiadecordoba.es