Nunca quise volver a Tetuán. Volver significa perseguir un objetivo que no es sólo geográfico, sino también humano. Las piedras, los edificios no constituyen un destino, los seres humanos sí. Pero mi comunidad se había dispersado por el mundo: de 8000 judíos que éramos antes de las grandes olas de emigración del 48, 56, 67 y 73, hoy sólo quedan 8 personas, ni siquiera suficiente para formar un minyan, 8 almas asoladas de los que no pudieron irse.
La verdad es que, desde mi adolescencia, mi objetivo era dejar mi ciudad natal, tan provinciana y “atrasada”, donde las niñas no aspiraban sino a casarse y fundar una familia. Los estudios no formaban parte de los sueños femeninos, pero sí de los míos. Dejé Tetuán sin nostalgia alguna. El alejamiento, los años y mis estudios me abrieron los ojos sobre la peculiaridad de mi ciudad: un microcosmos de la España medieval donde árabes, cristianos y judíos convivían en relativa armonía.
Entonces, ¿por qué decidí volver? Una oportunidad especial: mi marido, Michel Librowicz, iba a participar en una conferencia cerca de Marrakech. ¿Por qué no acompañarle? Estos últimos años las relaciones entre Marruecos e Israel han sido muy cordiales y se han oficializado con Los Acuerdos de Abraham. Los judíos, y en particular los israelíes, reciben una cálida acogida. Varias signagogas marroquíes han sido restauradas bajo el patrocinio de Su Majestad Mohamed VI. Me pareció un momento oportuno para volver a mi ciudad natal y al país de mi infancia.
Pero, ¿adónde se llega después de 50 años de ausencia? Mi casa está todavía en lo que fue la Calle Alcázar de Toledo, hoy Mohamed El Khatib; ¿pero dónde están mis vecinos, Mercedes y Meir, Paco y Anita y sus hijos Florián y Germán? ¿y mi comunidad, dónde está? ¿con quién compartir este momento único del reencuentro con la ciudad donde nací? Inesperadamente, los que fueron testigos de esta circunstancia única fueron perfectos desconocidos: el taxista que nos llevó de Tánger a Tetuán, el recepcionista del hotel, el maletero. Con ellos compartí mi experiencia y mis recuerdos; todos se enteraron de que volvía a mi ciudad natal después de 50 años de ausencia (¡medio siglo no es poca cosa!), de que iba a ir al cementerio para zorear a mi padre, don Samuel Anahory Levy ZL, de que iba a visitar la casa donde nací y me crié. Y diles que hoy es tu cumpleaños para que compartan tu emoción.¿No somos todos hijos de Tetuán? Explícales que tu escuela, convertida en Institut Français de Tétouan, está a la vuelta de la esquina y que uno de tus compañeros de clase era el hijo del gobernador de la provincia de Tetuán; que el Casino Israelita está a dos puertas del hotel; que ibas de excursión a la Torreta, a los pies del Monte Gorgues el 1º de mayo con tus comnpañeros de clase y que los más valientes se bañaban en las aguas heladas del Yarguis.
Claro que sentía en mis adentros que la experiencia histórica de mis compatriotas musulmanes no se podía asemejar a la de los judíos. ¿Cómo borrar la herencia de dhimmis que acarreamos desde hace siglos, el impacto de ser ciudadanos de segunda clase, el temor que sentimos después de la Independencia, cuando no se podía ni siquiera pronunciar la palabra Israel en un lugar público? Compartir mis sentimientos con mis compatriotas musulmanes era significativo y sincero, pero tenía sus límites. Nuestros caminos son paralelos, pero también divergentes: Isaac e Ishmael son ambos hijos de Abraham, pero cada uno tiene su destino propio. El nuestro es un destino singular que nos impone vivir separados de las Naciones.
Mi visita al cementerio guiada por Alberto Hayón, quien custodia el llamado Cementerio de Castilla y dirige sus enormes obras de restauración, fue la parte más emotiva de mi retorno a Tetuán. A continuación, Elías Benchimol nos llevó a mi marido y a mí a visitar el Ensanche y la Judería. Él es el repositorio de nuestra memoria colectiva, el que conoce todos los lugares emblemáticos de nuestro Tetuán. Así fue como nos llevó a la Ferretería Anahory, la de mi padre y mi hermano Salomón ZL, en su segunda y tercera localidad, la primera estaba en la Morería. Nos condujo después a la Calle Luneta y a la Judería, mostrándonos las puertas de algunas de las 16 sinagogas que existieron en Tetuán, en su época de esplendor, el mikve, baño ritual, y el horno donde se cocían las adafinas y orisas del Shabbat y los palebes de Pesah.
El Ensanche fue mi gran decepción. No me esperaba encontrar un espejo fiel de la ciudad de mi infancia, pero tampoco una ciudad decaída, casi desierta, algo vetusta, como una imagen apolillada y marchita de lo que fue mi ciudad de antaño. Lo que hallé fue un retrato congelado en el tiempo. Diríase que cada uno de los exiliados, al dejar Tetuán, se hubiera llevado una fracción del alma de la ciudad. Como dice con acierto el gran poeta español, Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar; al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar”.
La Tetuán llena de vida y animada, conservada en mi memoria, ya no existe. Todo lo que vi me parecía más estrecho e insignificante. Mi querida escuela, donde pasé los mejores años de mi infancia, me parecía más pequeña; la Calle Generalísimo, o Mohamed V después de la Independencia, mucho más corta. La pista de baile del Casino Israelita, antes grandiosa, se había achicado. No obstante, me impresionó visitar la única sinagoga del Ensanche, muy bien conservada, Yagdil Torá.
¡Cuán distinta fue la continuación de nuestro viaje! Marrakech, la ciudad roja, nos reservaba inesperadas
sorpresas. Reciben allí a los judíos con los brazos abiertos, como si nos hubiesen echado de menos. Cerca de nuestro hotel había tres restaurantes casher y una sinagoga que se llena el Shabbat con los judíos que residen en la ciudad y los israelíes de origen marroquí de visita por Marrakech. Los cantos litúrgicos vibran con entusiasmo y conmueven a los asistentes con sus embriagadoras melodías arábigo-andaluzas. Y ¿qué os parece cuando los empleados del hotel te acogen con un cálido “Shabbat Shalom” y se ofrecen para abrir tu habitación de manera que no tengas que profanar el Shabbat al usar la llave eléctrica? El guía turístico que nos hizo la visita de la ciudad hacía hincapié en la antiguedad de la milenaria comunidad judeo-marroquí, que según él se remonta míticamente a la época de Moisés. Nos llevó al antiguo Mellah donde hay otra sinagoga, construída en 1492 por los expulsados de España, que abre los sábados y días festivos y sirve de museo los días laborables; tiene un impresionante patio y varias salas de exposición. Nos habló con ánimo y optimismo de Israel y de los lazos que unen este país a Marruecos.
En el zoco y en los bazares, la gente me reconocía como una de las suyas. Por primera vez en muchos años, me oía afirmar con certeza y orgullo: “Yo soy marroquí” a los que me preguntaban por mis raíces. Por primera vez, experimenté una verdadera interacción con mis compatriotas marroquíes, con quien compartimos una historia común, aunque no siempre fuera armoniosa. Sentí con ellos un vínculo que nunca había sentido en Tetuán, donde las niñas judías no se codeaban con los musulmanes.
Hoy día se promueve en Marruecos la noción de que los judíos, tanto como los bereberes y los árabes, forman parte de la identidad marroquí, constituída por un mosaico de culturas. ¿Sabéis que el diario marroquí Le Matin pone 4 fechas en su portada: la del calendario gregoriano, musulmán, amazig (bereber) y hebreo. Increíble, ¿no? ¿Y si os dijera que hace unos meses se inauguró una pequeña sinagoga en la Universidad politécnica Mohamed VI de Ben Guerir, una ciudad cerca de Marrakech, cuyo decano es un judío de Casablanca? Parece cosa de sueños, pero es una nueva realidad que ojalá pueda durar.
Para concluir, si volver a Tetuán fue una experiencia algo decepcionante, una toma de conciencia de que esta ciudad forma parte de mi pasado y nunca volverá a ser lo que fue, ir a Marrakech fue un rayo de luz que me hizo vislumbrar puertas de esperanza para una fraternidad judeo-musulmana y para posibles caminos de leche y miel …
Dra Oro Anahory-Librowicz