La figura del gran filósofo y escritor vuelve a estar de actualidad debido a las publicaciones sobre su obra y su tiempo.
LUIS M. ALONSO Hay libros que uno puede abrir por donde quiera, y por donde quiera que los abra sentirá el placer de la sabiduría. Hay libros que por sí solos bastarían para llenar una vida de lectura y conocimiento sobre las cosas más diversas. Hay libros que se adelantan a su tiempo, que destilan modernidad. Uno de ellos es la suma literaria y humanística de Michel Eyquen de Montaigne reunida en sus ensayos.
Últimamente, se ha publicado una suerte de novela del escritor chileno Jorge Edwards, La muerte de Montaigne, que quiere acercarse al personaje. Pero a los que deseen profundizar más allá de la fantasía, les recomiendo Cómo vivir: la vida de Montaigne en una sola pregunta y veinte intentos en una respuesta, de la especialista Sarah Bakewell, editado por Chatto & Windus, un relato animado, que indaga en el origen del autor y su obra. Bakewell se muestra reveladora y precisa cuando trata de la inestabilidad salvaje de la vida provinciana del siglo XVI en Francia. Y de la torre.
Una soleada tarde de mayo, camino de Bergerac en busca de una granja de ocas perigurdinas, visité la torre circular donde escribió Montaigne. La luz se colaba tenuemente en el pequeño cuarto, me senté en su mesa y me quedé un buen rato mirando mientras el mundo daba vueltas alrededor de las viejas paredes casi desnudas, su figura y la cama diminuta cubierta por una tela de raso. Pensé en sus ensayos, en la individualidad plena que agiganta al ser humano.
Rafael Sánchez Ferlosio describió el lugar de Montaigne como el más pacífico y bello, «desde donde la cúpula del día se ve como el interior de un cráneo iluminado que piensa en la verdad». Luz, más luz, para alejarse de la tristeza que siempre despreció. «Soy una de las personas más exentas de este sentimiento, y ni me agrada ni lo estimo, aunque el mundo haya dado en honrarlo como cosa normal, con particular favor. Adornan con él la sabiduría, la virtud y la consciencia; necio y monstruoso ornamento», escribió el Señor de la Montaña.
El punto de vista de Montaigne y el pensamiento desusado sacudieron a su tiempo. Siendo un individualista original e insustituible, se topó con la sinrazón. Golpeó los tópicos y profundizó en el conocimiento de las cosas. También arremetió contra las mentes estrechas de campanario. «Se saca maravillosa luz para el juicio humano del trato con el mundo. Estamos encogidos y replegados sobre nosotros mismos y no vemos más allá de nuestras propias narices. Preguntáronle a Sócrates de dónde era. No respondió de Atenas, sino del mundo. El que tenía su imaginación más llena y más amplia abarcaba el universo como si fuera su ciudad, llevaba sus
conocimientos, su trato, sus afectos a todo el género humano, no como nosotros, que sólo miramos lo que hay bajo nuestros pies», escribió en uno de sus ensayos sobre la educación de los hijos.
Montaigne nació en 1533 y murió, tras un ataque de cálculos renales, igual que su padre, en 1592. Su madre era de origen marrano y algunos familiares habían sido judíos sefardíes, convertidos a la fuerza al catolicismo. El mismo Montaigne contemporizaba con la Iglesia por motivos prácticos. «De lo contrario» -escribió- «no podría dejar de dar tumbos. Así he mantenido intacta, sin agitación o perturbación, la conciencia». Fue un poco el precursor de Evelyn Waugh, quien dijo que de no ser católico, apenas habría sido humano. Pero Montaigne, a pesar de su ortodoxia formal, se mantuvo escéptico: «No hay hostilidad que exceda a la hostilidad cristiana», escribió. Las guerras entre católicos y hugonotes, de su tiempo, le daban la razón.
Fuente: lne.es
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