Por Jacobo Sefamí
En la musika de akeyas palavras me siento entero yo.
Marcel Cohen, Letra a Antonio Saura
Soy un mexicano descendiente de judíos sefardíes (turcos y sirios) con residencia actual en California. Mi abuelo paterno, Yosef Sefamí Levi, emigró de Estambul a Damasco, y de allí, junto con sus doce cuñados, su suegra, su mujer y una hija, a la Ciudad de México. Llevaba las maletas del errante, la señal del desplazado, no sólo porque él mismo emprendía un viaje a un sitio ignoto, sino porque sus familiares remotos habían hecho lo mismo desde España, después de la expulsión de 1492. Para su mujer, que hablaba árabe (una modalidad peculiar, que agregaba frases o vocablos del hebreo), el español era un nuevo idioma, ajeno y extraño, pero para él el español era el lenguaje que había hablado desde pequeño, el que le inculcaron sus progenitores como un lenguaje que sólo se hablaba en casa o en comunidad. El español era una lengua exclusiva de los djudyos. Seguramente le resultaba insólito que ese idioma también se hablara en la calle, y que sirviera para todos los asuntos de la vida.
No deja de llamar la atención que a pesar de la expulsión por los Reyes Católicos, los judíos hayan conservado la lengua, la cultura, las canciones, durante tantos años. No hay que pensar que han conservado la lengua de sus verdugos, sino que se mantuvieron fieles a su lengua, ese instrumento de comunicación que les pertenecía y que nadie les podía arrebatar. Lo comprobé hace poco más de un año cuando viajé a Estambul y visité uno de los centros de cultura sefardí de la ciudad, para después tratar de investigar acerca de mi familia –los descendientes de las tías abuelas que se quedaron allí. Volví a escuchar esa lengua, que ellos llaman djudyo, y que nosotros identificamos como djudeo-español, ladino, jaquetía (el de Marruecos) o judezmo. Los lingüistas enfatizan que no es que la lengua se haya quedado congelada en el tiempo, sino que también ha sufrido cambios, se ha dejado impregnar de las lenguas con las que ha convivido, pero eso no obsta para percibir cierto aliento del siglo xv, como si pudiéramos retroceder siglos y yo pudiera conversar con mis antepasados en un diálogo alucinante. Las chicas de Estambul que hablan como las abuelas, pero que son preciozadas, ishikas que me emboban y que vo a dar abrazadas, escarinios, y munchos bezos. Las chicas de Estambul son también las estatuas de piedra que de pronto son carne de mi carne, y me veo en el espejo, y adquiero fisonomía y me vuelvo a soñar entrando con la llave a la casa del patio interior, llena de flores, que me está esperando en un recoveco andaluz.
No deja de llamar la atención que a pesar de la expulsión por los Reyes Católicos, los judíos hayan conservado la lengua, la cultura, las canciones, durante tantos años. No hay que pensar que han conservado la lengua de sus verdugos, sino que se mantuvieron fieles a su lengua, ese instrumento de comunicación que les pertenecía y que nadie les podía arrebatar. Lo comprobé hace poco más de un año cuando viajé a Estambul y visité uno de los centros de cultura sefardí de la ciudad, para después tratar de investigar acerca de mi familia –los descendientes de las tías abuelas que se quedaron allí. Volví a escuchar esa lengua, que ellos llaman djudyo, y que nosotros identificamos como djudeo-español, ladino, jaquetía (el de Marruecos) o judezmo. Los lingüistas enfatizan que no es que la lengua se haya quedado congelada en el tiempo, sino que también ha sufrido cambios, se ha dejado impregnar de las lenguas con las que ha convivido, pero eso no obsta para percibir cierto aliento del siglo xv, como si pudiéramos retroceder siglos y yo pudiera conversar con mis antepasados en un diálogo alucinante. Las chicas de Estambul que hablan como las abuelas, pero que son preciozadas, ishikas que me emboban y que vo a dar abrazadas, escarinios, y munchos bezos. Las chicas de Estambul son también las estatuas de piedra que de pronto son carne de mi carne, y me veo en el espejo, y adquiero fisonomía y me vuelvo a soñar entrando con la llave a la casa del patio interior, llena de flores, que me está esperando en un recoveco andaluz.
Como es bien sabido, el origen de la literatura en español se encuentra en los versos finales, las jarchas, dentro de una composición de Al-Andalus (escrita en árabe o en hebreo) conocida como moaxaja. Estos primeros frutos que combinaban palabras en romance, con palabras en árabe o en hebreo, demuestran por cierto que el multiculturalismo (del que se habla tanto hoy) ya existía mucho antes, en el siglo xi. Por ejemplo, como muestra doy este ejemplo de una jarcha anónima, que deriva de una moaxaja en hebreo:
¡Ya ‘asmar, ya qurrah al-ainain!,
¿Ki potrád lebar al-gaiba,
habibi.
[¡Ay moreno, ay consuelo de los ojos!
¿Quién podrá soportar la ausencia
amigo mío?]
Así, después de diez siglos, podemos seguir escuchando a los descendientes de esos poetas. Da la impresión que el djudeo-español se especializa en el ámbito de la intimidad, el lenguaje que viene de dentro, la melancolía del recorrer la memoria como modo de ser y de pertenecer. Nos aferramos al pasado como modo de constatar una herencia: la memoria y la identidad van atadas en la construcción de la casa. No importa que nos hayan echado, que no tengamos un sitio propio, una tierra donde habitar; el hogar al que siempre se vuelve, la casa, es la lengua que llevamos a todas partes.
En ese errar sefardí está la poeta francesa Clarisse Nicoidski, que escribe en su intimidad en el lenguaje heredado, el djudeo-español de Rumania:
i comu mi sulvidaré
di vuestrus ojus pardidus
i comu mi sulvidaré
di las nochis
cuando lus míus si saravan
i lus vuestrus
si quidavan abiertus
cuando di spantu
si avrian lus di lus muartus
para darmus esta luz
que nunca si amató
di:
comu mi sulvidaré
¿Cómo mi sulvidaré, digo yo, de esta lengua tan dulce, tan entrañable? Evoco una lengua que ha desaparecido de mi entorno familiar, una lengua que está por desaparecer de todo entorno. Es una realidad desconsoladora: «No saves lo ke es morirse en su lengua. Es komo kedarse soliko en el silensyo kada dya ke Dyo da, como ser sikileoso [ansioso, oprimido] sin saber porke», le dice Marcel Cohen en una carta a Antonio Saura. Ser sefardí implica siempre una paradoja: para los españoles, sefardí quiere decir judío; para los judíos, sefardí quiere decir español (o descendiente de españoles). Ése es el significado de la palabra en hebreo. De modo semejante, en mi caso soy judío para los mexicanos, sefardí para los judíos, árabe/sirio para los sefardíes, shami (de Damasco) para los jalebis (de Alepo), mexicano para los estadounidenses, gringo para los mexicanos, siempre una minoría que rehúye toda clasificación que elimine la diferencia. A la vez, mi identidad (mi riqueza cultural) sólo es concebible como la suma de todas esas diferencias.
La condición del errar y del exilio a que han sido condenados los sefardíes puede mirarse en términos de resta (pérdida) y suma (ganancia). La frontera se mueve o hace mover a los individuos expulsados. La pérdida o la resta es lo que dejamos atrás; en mi caso (producto de la migración de México a los Estados Unidos) es la ausencia de familiares cercanos y lejanos, amigos, conocidos, y hasta desconocidos habituales del ambiente de mi ciudad; ruptura con rituales de todo tipo, religiosos y laicos; eliminación de referentes urbanos, calles, establecimientos, monumentos; abandono de modos de vida, etc. La pérdida se disimula por la proximidad, con los viajes de visita, gracias a la comunicación esporádica, y por la afluencia de hablantes del mismo idioma, lo que permite (aunque uno tenga que hacer ajustes) el empleo de la lengua. Sin embargo, el paso del tiempo hace que esa pérdida se convierta en constante reflexión de la memoria, en nostalgia que —por pertenecer al pasado— adquirirá cada vez más valor sentimental. En ocasiones, esa pérdida estalla, hace crisis, como me sucedió con la muerte de mis padres, puesto que finalmente se tiene que hacer “luto” para poder superar el trauma de una pérdida que es ya irreversible.
La casa se convierte en la morada que sirve de refugio ante las fronteras del cambio. O, al revés, la memoria es la casa que se lleva a todas partes. También se trata de una tradición milenaria, judía, que ha reemplazado la tierra perdida con el libro. Sin memoria y sin libro (la Torá o el Pentateuco) no hay continuidad y quizá no habría supervivencia.
La ganancia o la suma consisten en agregar aquello que asimilamos, incorporamos, gracias a la convivencia. El cruce de culturas conforma creaciones híbridas: Yehudah HaLeví, el poeta más importante de la edad dorada de la cultura hispano-hebrea, escribe en árabe, hebreo y romance; Maimónides, el filósofo, rabino y médico más conocido de la época, escribió sus libros más conocidos en aljamiado, esto es en árabe, pero con letras en hebreo. O, en el caso de mi comunidad judía de origen sirio en la Ciudad de México, agregamos chile y guacamole a los kipe kosher, damos serenata con mariachis antes del baño ritual [mikva], llevamos una botella de tequila en la visita al cementerio en la víspera del Día del Perdón [Yom Kipur], y ponemos sufijos a palabras nuevas, inventadas, que mezclan el árabe, el hebreo y el español (esos contagios que remiten al siglo X en Al-Andalus): jajamito [religioso], jaranero [pecador], jazito [pobrecito].
La suma es la creatividad ante lo nuevo, reformulando lo viejo. Son mis hijos que hacen molletes con bagels, se llaman a sí mismos ashkerfardiks, o inventan palabras como muna. La ganancia es el amor que nos espera con sus ojos de vaca y mensajes indescifrables.
El exilio también puede ser el territorio de la retirada, el vacío necesario para la creación. José Ángel Valente, en La experiencia abisal, un libro de ensayos que se publicó póstumamente, señala la nada asociada al exilio y al acto creador. Si en un principio “todo estaba ocupado por la infinita plenitud de lo divino”, el primer acto de Dios es una retracción, un exilio de sí, para así establecer una nada desde la cual se pueda crear el mundo. Valente logra ver en la tortuosa y cruel condición del exilio (utilizando como muestra a los judíos expulsados de España) la posibilidad de generar una nada creadora. Ese vacío, angustia y nada existencial provocada por mi migración, fue fundamental en la gestión de mi novela Los dolientes (2004). La nostalgia del pasado, la muerte del padre y la de la madre, la distancia que instaura la pérdida comunitaria, la soledad y la curiosidad del prójimo en mi presente instauraron el valor de cruzar otra frontera (el cambio de rol social) y devenir escriba de mi tribu.
El ejemplo de perseverancia, amor y fidelidad por una cultura quizá rija ahora en los miles, millones de inmigrantes hispanos en el mundo. Nos convertimos en los ardorosos devotos del idioma. No resulta extraño, por ello, que Carlos Fuentes haya titulado “Mi patria es el idioma español” al discurso que ofreció cuando recibió el Premio Cervantes en 1997. Nos sentimos en casa dentro del idioma, el hogar donde nos sentamos cómodos, donde nos quitamos los zapatos y conocemos y reconocemos en los rincones que hemos hecho nuestros. La lengua es ese lugar que sirve de refugio ante las amenazas del exterior, es el sitio donde nos buscamos continuamente y nos reencontramos felices, cada vez que emitimos palabras queridas, en ocasiones nostálgicas: catarina, escuincle, chabacano, alberca. Es el sitio donde ya no somos mexicanos, cubanos, españoles, argentinos, colombianos, etc., sino somos hablantes de una misma lengua, y nos contagiamos y aprendo a hacer mía la palabra «vale», o a decir «es mi pata», o a reírme con el «boludo», o a compartir las «quesadillas de huitlacoche». Somos, se podría decir, los nuevos seres errantes, los sefardíes de una diáspora mayor.
Es este ámbito el que me mueve a construir la casa de mi lenguaje, la casa de mi escritura, el ámbito de la memoria al que vuelvo constantemente para refrendar mi identidad; es también allí donde acudo para sentirme en casa, a gusto, sin aprehensiones, libre y contento; la casa que está en mí, y que también emana de mí, la casa de los fervorosos y amantísimos de la lengua española.
Fuente: Instituto Cervantes
También soy de origen sefaradí y recibí de mis abuelos esa cultura oral.
Hoy con placer trato de transmitirla a mis nietos, todavía chicos, me miran extrañados cuando les canto lo que yo tuve la dicha de recibir en forma oral.
C/respecto al artículo, es así, la tradición, la memoria y el folklore también es lo que nos une, nos identifica y nos da placer. Alguien VIP, diría eso es PERTENECER, estoy de acuerdo, eso es …. También los genes que están en n/células y que nos hacen vibrar ante determinada música y/o lenguaje. por eso no perdamos lo que hemos logrado.
Un abrazo y continuamos comunicados:
Matilde..