Jerusalén, 8 feb (EFE).- La comunidad sefardí de Jerusalén celebra este 2017 su 750 cumpleaños, siglos de una relevante presencia en Tierra Santa que ha quedado reducida en los últimos doscientos años pero que mantiene viva su llama.
Miles de judíos sefardíes en Jerusalén, que defienden del olvido su cultura ancestral, mantienen las recetas de cocina, las canciones, la literatura y el idioma que trajeron de la España que les expulsó en el siglo XV y se esfuerzan en documentar su historia.
Cuentan su aniversario desde 1267, fecha en que llegó a Tierra Santa un rabino, filósofo ilustre y sabio de Gerona: Moisés Najmánides que, tras visitar Jerusalén, se quedó sorprendido de encontrar un pequeño grupo de judíos sefardíes no organizados, abandonados, sin liderazgo ni sinagoga.
En ese grupúsculo está el origen de la comunidad sefardí en la ciudad santa, que crecería hasta convertirse en parte fundamental de la vida de la urbe.
Najmánides organizó al disperso grupo y construyó la sinagoga Rambán, en el barrio judío de la vieja ciudadela amurallada.
«Este fue el inicio de una comunidad que durante muchos siglos, hasta el último cuarto del siglo XX, constituyó la mayoría absoluta de la población judía de la ciudad», explica a Efe Abraham Haim, sefardí de 75 años que dirige el Consejo de la Comunidad Sefardí en Jerusalén.
Antes de la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos en 1492 había ya sefardíes en Jerusalén, pero fue a partir de ese desplazamiento forzoso cuando la comunidad comenzó a crecer.
El segundo impulso importante fue a finales del año 1.516, tras la conquista de los otomanos, cuando llegaron a la ciudad los descendientes de los expulsados de España desde lugares como Estambul, Salónica, Esmirna y otras provincias, explica Haim.
Trescientos años después de la visita de Najmánides, el gobernador otomano de Jerusalén clausuró su sinagoga, centro de la actividad judía hasta entonces, argumentando que se había levantado sobre una mezquita.
El cierre dio lugar a la construcción entre los siglos XVI y XVIII de otras cuatro sinagogas, el conjunto de Yohanán Ben Zakai, sabio judío del s.I, también en la ciudad vieja y que fueron desde entonces el corazón de la comunidad sefardí, que servían como lugar de oración pero también como centro cívico y comunitario, para compartir fiestas, alegrías, tristezas y lutos.
Haim defiende que la comunidad sefardí, dispersa por el mundo tras su salida de la península ibérica «no guardó rencor a su patria» sino que, muy al contrario, la llevó siempre en el corazón, en muchos casos hasta hoy en día.
«Toda la comunidad sefardí hasta la generación de mi madre, que nació en 1906, mantuvo como lengua cotidiana materna la judeo-española o sefardí: el ladino», asegura, y señala que se trata de un fenómeno excepcional en la historia de los pueblos.
«De generación en generación, transmitían el orgullo de continuar fuera de la madre patria con la cultura sefardí en todos los aspectos. Conservaban los refranes, las cántigas, romances, cuentos populares, la gastronomía», explica.
En Tierra Santa, las comunidades sefardíes se concentraron en el siglo XIV en las denominadas en literatura rabínica cuatro ciudades santas: Jerusalén, Safed y Tiberíades (en lo que es hoy el norte de Israel) y Hebrón (en lo que es hoy el sur de Cisjordania).
En Jerusalén explica Haim, predominaban los rabinos, ancianos y viudas, pero también había comerciantes y artesanos, como muestra la literatura rabínica, diarios de peregrinos y viajeros o cartas de quienes buscaban fondos para financiar las comunidades.
El liderazgo sefardí sobre el destino judío en Tierra Santa empezó a declinar en la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo por las migraciones masivas de judíos de Europa oriental y central y, también, por el desmembramiento de la comunidad en grupos más pequeños a partir de 1860 (los yemeníes, marroquíes, de Bujará o de Georgia).
«Aun así, hasta que llegaron los británicos en 1917 la comunidad sefardí fue la única judía reconocida por las autoridades otomanas y por la población no judía, algo que continuó a pesar de la pérdida de peso de la población», cuenta Haim.
La decisión de los sefardíes de apoyar el renacimiento del hebreo como lengua cotidiana para unir a todos los judíos, tras la creación del Estado en 1948, contribuyó a una desintegración de esta comunidad.
«Mi madre era bilingüe, pero con sus hijos hablaba solo en hebreo, no ladino. Yo lo aprendí por el tiempo que pasaba con mis abuelos y mis tíos», recuerda.
Calcula que «en diez o quince años se perderá el ladino como lengua materna, aunque permanecerá, en textos, investigaciones, canciones, recetarios de cocina» y lamenta que sus hijos «no saben ni una palabra de ladino», una lengua que desde hace 750 años resuena en los muros de Jerusalén. EFE
Ana Cárdenes
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Fuente: EFE/El Confidencial