Los autos de fe, el espectáculo más sangriento de la Inquisición

Auto de fe inquisitorial. Detalle de una obra de Pedro Berruguete, s. XV Dominio público
Auto de fe inquisitorial. Detalle de una obra de Pedro Berruguete, s. XV Dominio público

 

La música, los capirotes, los penitentes, las tallas imposibles… Las procesiones de Semana Santa fueron creadas con la intención de seducir al espíritu a través de los sentidos. Las hay épicas, como la del Jueves Santo en Málaga, cuando toda la calle canta El novio de la muerte. Otras, como la de Zamora, emocionan por el silencio sepulcral al paso de sus tallas, verdaderas joyas de la artesanía del Barroco.

Lo de hacer exhibiciones públicas de religiosidad fue una reacción en esa época, en la España del Siglo de Oro, contra la Reforma protestante. Ante la espiritualidad sobria y puritana de los reformados, la Iglesia respondió poniendo el genio artístico español al servicio del espectáculo.

Auto de fe de la inquisicion
Auto de fe de la inquisicion

 

Fue en ese contexto en el que aparecieron los autos de fe de la Inquisición. Había música, desfiles a caballo, pendones, hermosos vestidos, cirios, un enorme escenario flanqueado por gradas… También era una fiesta, pero con un final brutal.

El último acto de la función era ver cómo un hereje, un judío, una bruja o lo que se terciase moría quemado en la hoguera. Excitado, el público jaleaba su muerte a la vez que pregonaba a gritos su obediencia al Credo.

El primer auto de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481. Hacía tres años que los Reyes Católicos habían creado la Inquisición; al principio, con el objetivo de perseguir a los falsos conversos, es decir, a los judíos bautizados que siguieran practicando su religión en secreto. Sin embargo, un siglo después ya estaban juzgando a moriscos, protestantes y a cualquiera que se desviara de la ortodoxia religiosa.

Solo se llegaba al auto después de un largo proceso de instrucción, que a veces podía durar meses o incluso años. Si al final había condena, esta variaba en función de la gravedad del delito y de la actitud del acusado. El castigo más leve era la abjuración pública, que podía incluir castigos corporales. Por encima en nivel de gravedad estaban los “reconciliados”. Aunque con la “reconciliación” quedaban perdonados, a veces también eran condenados, por ejemplo, a ir unos años a remar a las galeras.

Finalmente, los “relajados”, los que morían en la hoguera. Se los llamaba así porque en la jerga eclesiástica la “relajación” era el acto de entregar un condenado a la justicia ordinaria, pues la Iglesia no podía practicar ejecuciones.

Ese era el destino de los impenitentes, que eran los herejes que o bien no se arrepentían o no habían confesado, y el de los “relapsos”, es decir, los reincidentes.

En cualquiera de los tres casos, el acto de castigo o de reconciliación con la Iglesia –el auto de fe– se producía en público, para que fuera ejemplarizante.

Uno de los mayores de la historia fue el celebrado en Córdoba en 1504, en el que 107 judíos fueron quemados vivos. Por la cantidad de ajusticiados, no fue un acto en absoluto discreto, pero en aquel momento los autos todavía no eran los espectáculos de gran fastuosidad que llegarían a ser.

 

La pompa fue llegando a lo largo del siglo XVI. En parte, por la difusión de un cuadro del renacentista Pedro Berruguete (c. 1450-1503) sobre la ejecución de unos herejes cátaros (Santo Domingo y los albigenses). Aunque es una versión idealizada, según el historiador Henry Kamen, especialista en la materia, sirvió de modelo para las Instrucciones dictadas en 1561 por Fernando de Valdés (1483-1568), el inquisidor general.

En sucesivas Instrucciones, empezando por las de Torquemada (1420-1498) –el primer inquisidor general– y acabando con las de Valdés, se dejó bien claro cómo debía ordenarse el rito.

El fraile Tomás de Torquemada, primer Inquisidor General de la Inquisición en España Dominio público
El fraile Tomás de Torquemada, primer Inquisidor General de la Inquisición en España Dominio público

 

Los preparativos empezaban un mes antes con la construcción de las gradas y el escenario en la plaza en la que se llevaría a cabo la ceremonia. Los asientos principales estaban reservados a las autoridades, y a veces a los monarcas. Desde Felipe II hasta Felipe V, casi todos los reyes asistieron al menos una vez.

A medida que se acercaba la fecha, los pregoneros informaban al pueblo. Mucha gente asistía, como explica Kamen en La Inquisición española: una revisión histórica (1977), porque era un espectáculo para la mayoría desconocido, muy diferente a lo habitual. Además, en algunos casos recibían gracias especiales a cambio. Para el que se celebró el 30 de junio de 1680 en la plaza Mayor de Madrid, el papa concedió la indulgencia a todos los que fueran.

Ya en la víspera, se realizaba la llamada procesión de la Cruz Verde hasta el cadalso. Dicha cruz permanecía ahí toda la noche, cubierta por un velo negro y velada por un destacamento de soldados, monjas y “familiares”, el modo de referirse a los laicos que colaboraban con el tribunal.

Por la mañana los reos salían de sus celdas e iban hacia la plaza, también en procesión. Abría la comitiva una cruz –la Cruz Blanca– a la que se pegaban unos listones de madera que luego serían utilizados en la hoguera. La portaba el fiscal del caso, habitualmente a caballo.

Le seguían los “reconciliados”, sosteniendo un cirio cada uno en señal de penitencia, y a continuación un grupo de frailes dominicos. Popularmente conocidos como los “Domini Canes” (los perros del Señor), a los dominicos se atribuía un carisma especial para la persecución de la herejía. Además, desde los tiempos del papa Gregorio IX (c. 1170-1241) tenían oficialmente encomendada esa tarea.

Y por fin, los “relajados”, los que iban a morir. Estos vestían sambenito, una especie de poncho con símbolos del infierno dibujados, y en la cabeza una coroza. Parecida al capirote, pero sin cubrir la cara, era un gran gorro cónico de cartón que hacía que el público los reconociera de lejos. Cerraban el grupo los “familiares”, una unidad de lanceros a caballo y los representantes de la Iglesia local.

 

Una vez en la plaza, el acto empezaba con un sermón en el que se daba una última oportunidad a los impenitentes para que reconocieran su pecado. Si lo hacían, se les ahorraba sufrimiento ejecutándolos en el garrote vil antes de arrojarlos a las llamas. Como explicó el hispanista Joseph Pérez, tratándose de un acto ejemplarizante, para los inquisidores era importante conseguir el mayor número de arrepentimientos posible.

El público participaba en todo. En el momento de la abjuración, en el que el inquisidor preguntaba uno a uno a los reos si creían en cada uno de los dogmas de fe, era costumbre que la gente respondiera “sí” a la vez que ellos.

Luego se cantaban himnos, como el Veni Creator, se descubría la cruz que desde el día anterior había permanecido tapada y se administraba la absolución. Ahora sí, los “relajados” podían ser entregados oficialmente a las autoridades.

Técnicamente, la ejecución no formaba parte del auto de fe. A veces, antes de subir al cadalso los condenados eran paseados por la ciudad una vez más para que sufrieran escarnio público.

 

Es la escena que reprodujo Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) en un lienzo que cuelga en el Museo del Prado. Aparece una fila de “relajados” montados en asnos, semidesnudos, y azotados por unos verdugos mientras el público les arroja piedras.

El flamenco Jean Lhermite, que asistió a uno en 1591, lo describió como un espectáculo “muy triste, desagradable de ver”. Por estas cosas, ya desde mediados del siglo XVI intelectuales ingleses y holandeses usaron la Inquisición como excusa para construir la leyenda negra antiespañola.

Los autos de fe eran brutales, pero no menos que lo que se hacía en el resto de Europa. No hay datos concretos, pero estudios recientes establecen la cifra de procesados por el Santo Oficio en unos 150.000, y la de ejecutados en menos de 10.000. La célebre “caza de brujas”, otro de los grandes tópicos, en España fue muy minoritaria.

La injusticia más flagrante es quizá lo que sucedía antes, durante los procesos de instrucción de los casos. El inquisidor era juez y parte, atentando contra el principio de contradicción, base del derecho moderno. Tampoco había abogado defensor, de modo que quedaba en manos del acusado demostrar que era inocente, cuando tendría que ser al revés. No se le decía ni quién le había denunciado ni de qué se le acusaba exactamente. Lo importante era conseguir una confesión; a veces, mediante la tortura.

Por XAVIER VILALTELLA ORTIZ

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