Line Amselem, escritora, publica ‘Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas’
Viste de negro y bromea diciendo que ella misma es «un dinosaurio», un ser de otra época, la reliquia de algo extinto. Lo que dice Line Amselem (París, 1966) tiene sentido: creció hablando ladino, un castellano antiguo (y prácticamente desaparecido) que hablaban los judíos expulsados de España y que conservaron su lengua de origen, transmitida de generación en generación y sin apenas un soporte literario que dejara constancia. Sus padres dejaron Marruecos y se instalaron en París, donde ella nació. Habla un español excepcionalmente preciso y lleno de giros añejos. Con Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolás (Xórdica), dio la sorpresa en 2006. Ella misma ha traducido al castellano este inventario de anécdotas familiares que da cuenta de una cultura de mil exilios de la que es la última fedataria.
Me gustaría preguntarle por el tono de su libro. A diferencia de La elegancia del erizo (L’elegància de l’eriçó), de Muriel Barbery, relato de un patio de vecinos realizado por una niña cuyos pensamientos y expresiones son tremendamente sofisticados, usted ha elegido un tono muy verosímil para la niña de su libro. ¿Cómo se crea una voz literaria que sea veraz pero que no sea irrelevante?
Ha sido para mí una solución para otro problema previo. Quería meter mucha información sobre los judeoespañoles, nuestra vida, los recuerdos de mis padres, la nostalgia de Marruecos… Todo eso son temas que podrían resultar pesados y quise evitar dos cosas: el tono didáctico, académico.
Expositivo…
Es que eso resulta muy pesado. Y quería evitar la nostalgia, hablar en pasado, porque escribí cuando falleció mi padre. La relación que tengo con esos recuerdos, con esa vida, es también una relación que lleva mucho dolor, y quería evitarlo. Quería que todo fuera ameno, por eso elegí la voz de un niño. También, porque tengo hijos y mi hijo era pequeño y quería dirigirme a él, aunque fuera demasiado pequeño para leerlo, en realidad. Y después estuve pensando en algunos modelos como El lazarillo de Tormes, en los que es un niño el que habla, aunque el lector sabe que no es un niño quien lo ha escrito. Puedes meter mucho material así sin que sea pesado. Para la forma, verá, yo soy traductora, traduzco bastante y cuando lo hago, me gusta imitar a la gente, dejas que otra onda, otra personalidad entre en ti. Cuando escribí la novela me ponía con ello por la mañana muy tempranito, mientras los demás dormían, tomaba dos horas y me escribía. Ahí volvían los recuerdos y me sentía niña.
¿No ha habido impostación, entonces?
Ha sido una construcción literaria, claro, pero no me costaba trabajo adoptar esa voz.
¿Y esa construcción episódica, que crea una novela pero permite leerse incluso en orden aleatorio porque no es cronológica, fue una decisión a priori?
Es una novela hecha de cuentos, pero cada uno quería que fuera una unidad cerrada, como cuando vas y cuentas una anécdota y la terminas. O cuando cuentas un chiste. Empiezas y acabas e introduces algo intenso dentro. Me surgió así. Como me dolía tanto (aunque sé que parece extraño porque cuando la gente lo lee dice que es divertido, alegre) no quería que cada historia pasara de una pantalla de ordenador, así que iba quitando todo lo que podía. Y después, poco a poco, pude ir escribiendo episodios más largos, en el tramo final de la novela.
Hay un pasaje en que menciona las adivinanzas que contaba su madre, menciona dos que contaban aquí los abuelos. Exactamente esas dos que recoge.
Ja, ja, ja. Sí, pero eso lo he cambiado, la versión francesa lleva trabalenguas que estudiaban los niños en la escuela francesa. Pero habría sido muy pesado meter eso en la edición en español.
Hábleme de ese proceso de traducción. Usted había dicho que le gustaría mucho traducirse al español, por ser la lengua de sus padres. ¿Ha sido un desafío muy complejo?
Ha sido terrible. Porque, claro, lo que quería yo era meter haketía, la lengua de mis padres, y también su lengua de los años cincuenta, y además el español colonial de Marruecos. Eso lo dominaba. Sé hablar como una vieja judía del norte de Marruecos, o como una chica de los ochenta, o de primeros noventa en España…
¿Porque fue cuando estuvo aquí estudiando?
Eso es. Pero después, hablar como una niña de los años setenta fue complicado. La niña habla como sus padres le hablan en Francia, y eso ha sido un juego un poco difícil. Me costó saber cuánto judeoespañol podía meter sin que resultara demasiado pesado para el lector. Ha sido un trabajo larguísimo, pero no me di por satisfecha antes de terminarlo. En francés había parte de los diálogos que estaban en castellano, o en español, pero tuve que quitarlos o traducirlos al francés porque la editorial me lo pidió. Y sólo me quedé tranquila cuando pensé en Elías Canetti, que decía que si metes dos palabras en judeoespañol, ya sabes que todo lo que viene después está en judeoespañol. Pero la verdad es que ahí, en la traducción, fue donde pude meterlo todo como quería sin que supusiera un problema.
Más que las expresiones judías, lo que llama la atención a un lector español son los giros en castellano, expresiones hoy con poco uso. Por ejemplo, llamar a los platos llanos, «platos pandos».
Pues en mi casa, cuando mi madre me pedía que pusiera la mesa, recuerdo que le contestaba «¿hondos o pandos?». Y cuando me vine a estudiar a España, que estuve en Salamanca, mis compañeros de piso alucinaban conmigo; me llamaban «Vuesa merced». Decían, «pero esto no existe en castellano», y yo siempre respondía «sí que existe», e íbamos al diccionario de la RAE o al María Moliner y siempre aparecían, recogidas como expresiones arcaicas.
Las críticas a su libro fueron muy buenas en Francia. Hoy han pasado seis años desde que lo escribió. Habló entonces de hacer una continuación, una segunda parte de estas pequeñas historias.
Mire, tengo muchos libros empezados y sin terminar, porque en la vida de una mujer vienen muchas cosas, entre otras, después he tenido una niña, estuve viviendo fuera, en Damasco, he traducido mucho al francés, y también me ha ocupado mucho esta traducción al castellano. Pero tengo cosas ya casi terminadas.
¿Y sigue viva la idea de hacer una continuación?
Sí, pero sería ya en la adolescencia. Ya no tendría nada que ver con el judeoespañol. Me gustaría mucho hacerlo, pero eso no lo tengo todavía.
Usted insiste mucho en que es importante recordar el pasado, pero no recuperarlo, rechaza la nostalgia. Esto viene muy al caso ahora, que hay una situación en la que el presente y el futuro se presentan como algo terrible y surge este repunte de la nostalgia.
En lo mío, lo complicado era soportar una añoranza que era ajena. Tú vives en un país, tienes tu vida, tu barrio, tus amistades, tu infancia, y están tus padres diciendo que eso no vale nada, que hay que ver la fruta que había en Marruecos, el sol, las playas…, todo mucho mejor. ¿Cómo vas a vivir con eso? No tienes vida propia, vives en la nostalgia y ni siquiera una nostalgia hacia algo que puedas alcanzar alguna vez en tu vida. El Marruecos que recordaban mis padres es un país que ya no existe. Pensé entonces que también lo mío merecía ser recordado, por eso en el libro está el París de los setenta de mi infancia mezclado con los recuerdos de mis padres. Yo tengo muchísima memoria, pero muchísima, es una cosa maravillosa, y cuando pienso en las cosas casi las toco, las siento vivas, están en mí. Con los años, con los lutos, cuando alguien se te va, te das cuenta de que un ser humano es esto, una red de recuerdos y de personas, todo esto cuando desapareces se deshace en estos elementos. Como cuando se descompone el cuerpo, todos los elementos se van. Pero no se trata de nostalgia, me gusta dar un testimonio de algo que me parece bonito para compartirlo y para hacerlo vivo.
De algo en peligro de desaparecer, además.
Sé que la historia de mis padres no es una historia individual, es la historia de un pueblo que se quedó muchos siglos en Marruecos, que tuvo una cultura muy fuerte y arraigada, popular pero a la vez muy frágil porque no tenía literatura, ni recuerdos ni rasgos literarios de lo que somos nosotros, excepto el trabajo de un señor que se llama Solly Levi que escribió obras de teatro y acaba de hacer una serie de discos que se llaman La vida en haketía. Él lo hizo pero son textos más abiertos explicando lo que es, y las obras de teatro son más bien para la comunidad. Porque él vivía en Canadá y trató de mantener todo eso vivo. Pero en realidad, obra literaria apenas hay, salvo una novela española, escrita por un tangerino español que no era judío, que se llamaba Ángel Vázquez. Se titula La vida perra de Juanita Narboni y tuvo éxito cuando se publicó a principios de los setenta. Vázquez era homosexual y alcohólico, tuvo una vida muy triste de soledad, sobre todo en los últimos años en España. Pero había nacido en Tánger, su madre era modista y tenía muchas amigas judías. Él recuerda todo eso, como un monólogo de una mujer que expresa un punto de vista muy femenino y lleno de expresiones muy nuestras. Aunque él cuando escribe en haketía se equivoque, su libro me parece el mejor testimonio de lo que es la cultura judeoespañola de Marruecos.
En algún sitio ha contado usted que la cultura a la que pertenecía, muy intensa, estaba entre las cuatro paredes de su casa, que ni siquiera sus otros familiares formaban parte de ella.
También hay una relación muy ambigua con esa cultura, porque se consideraba algo despreciable. La gente tenía mucho contacto con España y además en París estaban los españoles exiliados de la guerra que pensaban que nuestra forma de hablar era una deformación del castellano y que hablábamos peor. A la gente le daba vergüenza hablar en haketía. Incluso ahora, cuando salió el libro en España, muy pocos, pero algún crítico dijo que había vulgarismos. Pero no lo son, es haketía, como decir «vinites», en vez de «viniste». No son vulgarismos es nuestro dialecto.
Al principio, al arrancar su libro, parece tener un tono dickensiano, como si el mundo que describiera fuera muy antiguo, mucho más antiguo entodo caso que los años setenta e los que se desarrolla. El piso, el aseo… ¿quizá porque era una cultura muy de diáspora, de gente que se ha ido de muchos sitios y por tanto hay una cierta provisionalidad?
Sí, de muchos sitios y, al fin y al cabo, de solo un sitio, porque esa cultura judeoespañola de Marruecos se quedó allí muchos siglos. Después, con el colonialismo y la presencia de los españoles y de los franceses en las escuelas de la Alianza Israelita Universal, que pretendía enseñar un idioma de civilización a los judíos «salvajes», que estaban en países árabes, lo que hubo fue una intensa culturización adoptando el francés. Pero en realidad sí que tenemos el mito de la salida de España muy presente. Está en los nombres, la gente se llama Toledano, Bejarano…, mi madre se llama Pinto, tenemos apellidos, nombres y caras españoles. El sentimiento de formar parte de una historia española es muy intenso. Y después, claro, el recuerdo de Tierra Santa antes de que existiera el estado de Israel… En algunas fiestas judías se dice «el año que viene en tierras de Israel, hijos liberados…», en la Pascua Judía. Sí, tienes una colección de paraísos perdidos. Pero en realidad, la historia de mis padres es Marruecos y Francia, aunque sus familias han ido a parar a todos lados, a Canadá, a Israel, a España…
La mención de Israel aparece siempre, sin que haya énfasis religioso, como una meta natural de todo judío, pero no para ellos…
Para ellos, no, era una posibilidad que no eligieron. Pero está presente como algo sagrado.
Hay historias muy tristes, aunque el tono no lo sea, como su relación con el cine, ese acontecimiento de ir al cine con su madre a ver Los aristogatos y acabar viendo una película muy rara, un western extraño.
Ja, ja, ja. Bueno, es la vida de los pobres, hay muchas cosas a las que no tienes acceso, y no íbamos al cine. Siendo niños iríamos un par de veces y sin embargo nos lo pasábamos muy bien. Cuando veíamos las películas en la tele recuerdo que mi padre le decía a mi madre «mira, esta yo la vi en Casablanca con fulanito…» Nosotros, no teníamos acceso a eso. Y recuerdo que a medianoche nos despertaba para ver algunas, nos mandaba a dormir pero nos sacaba de la cama para ver El mago de Oz, por ejemplo. Lo valorábamos mucho porque lo veías una vez y no tenías oportunidad de volver a verlo. Algunas películas, como las del neorrealismo italiano, las veíamos una sola vez y luego recordábamos hasta los diálogos. Pobres y contentos.
El libro sobre la adolescencia, ¿será otro libro? ¿El cambio de edad supone hacer algo completamente distinto?
No lo sé, me gustaría hacerlo, pero no lo sé. La fórmula fragmentaria me gusta por la intensidad. No me veo entrando en descripciones. La obsesión que tengo es que el lector no se aburra porque yo también me canso cuando escribo. Por eso prefiero empezar y acabar cada relato, si no pierdo la fuerza. Y además, hemos tenido una adolescencia que también tenía lo suyo. Y con la cuestión de la relación con los primeros amores…
Fuente: lavanguardia-com