Las raíces judías de los latinoamericanos

Un estudio internacional estableció que los patrones genéticos de los habitantes de la región y los sefardíes de Turquía presentan muchas coincidencias. La clave, explica uno de los investigadores, está en la historia y en 1492.


Rolando González-José es investigador principal del Conicet. 

Los perfiles de los latinoamericanos exhiben llamativas coincidencias con los de los judíos sefardíes de Turquía, de acuerdo con el trabajo realizado por el Investigador principal del Conicet Rolando González-José y un equipo de expertos internacionales en el Consorcio para el Análisis de la Diversidad y Evolución de Latinoamérica (Candela). La afirmación surge de la comparación de patrones de ADN pertenecientes a más de 6500 latinoamericanos con más de 2300 nativos de otros continentes. La hipótesis es que en 1492, luego de que Cristóbal Colón desembarcó en  América al mismo tiempo que los reyes católicos echaban a los judíos de España, fueron muchos los conversos que –aunque estuviera prohibido para ellos– cruzaron el océano y comenzaron una nueva vida en Latinoamérica.

–Para comprender su investigación hay que reconstruir la historia. Mientras Cristóbal Colón y compañía desembarcaban en América, ¿qué ocurría en Europa? 

–Precisamente en el mismo año que Colón llegaba a nuestro continente se vivían tiempos de convulsión política en la Península Ibérica. En esa época, el paisaje religioso estaba compuesto por católicos, el califato de Granada y el pueblo judío. Sin embargo, tras haber recuperado militar y políticamente la región, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón sancionaron el decreto de Alhambra y expulsaron a los judíos. Así es como rejuveneció el imperialismo español y se multiplicaron, en simultáneo, las expediciones hacia tierras nuevas. Los españoles judíos tenían, básicamente, tres opciones: eran condenados a muerte en la hoguera, se exiliaban en Oriente Medio, o bien, se convertían. Es cierto que muchos se convirtieron y otros aparentaban estar convertidos y, en verdad, seguían profesando su fe en sinagogas y catacumbas de ocasión. Para complicar aún más las cosas, el decreto explicitaba que los judíos tenían prohibido emigrar a las colonias de las Américas recién halladas por los europeos.

–¿Entonces?

–Evadieron la norma y se embarcaron hacia Latinoamérica alcanzando un número mucho mayor que el imaginado. Hasta nuestra investigación, no se conocía el impacto demográfico de los judíos en la población latinoamericana actual.

–Lo llamativo es que cuando se examina la composición genética de los latinoamericanos, enseguida se piensa en la hibridación de los nativos con los españoles, portugueses y africanos.  

–Exacto. Estamos en presencia de una transición de paradigma científico: pasamos de la descripción general de ancestrías hacia una matriz que busca desmenuzar la estructura fina de las migraciones y sus impactos en nuestros días. Dentro del gran stock amerindio, europeo y africano, hay matices que hasta hace relativamente poco tiempo se nos pasaban de largo. El caso de los judíos conversos es un ejemplo entre muchos.

–¿Cómo detectaron su presencia en la región?

–A partir de las coincidencias entre los fragmentos de genoma de latinoamericanos cosmopolitas mestizos de cinco grandes ciudades y las comunidades de judíos sefardíes de Turquía. Cuando los reyes católicos emitieron el decreto, la mayoría se escapó a Estambul, pero otros –asumiendo un mayor riesgo tal vez– vinieron a las tierras recién colonizadas. En el fondo, la raíz genética de la población que emigró hacia un lugar o hacia el otro es la misma y comparten ancestría común. El tratado de Tordesillas (1494) firmado entre España y Portugal se define como un ordenador demográfico muy claro. Ello se observa, por ejemplo, cuando tomamos muestras de ciudadanos brasileños de la actualidad e identificamos stocks genéticos que provienen de Portugal. Parece una obviedad pero no lo es: se trató de un tratado político y no necesariamente fue algo que la gente respetase a raja tabla al momento de planificar o rehacer su vida. La genética de ciertos grupos de nativos americanos, por otro lado, puede ser reconstruida a partir de señales precolombinas, más allá de las guerras, las persecuciones y las migraciones. Esto quiere decir, por ejemplo, que en Colombia hallamos rasgos genéticos que anteceden a la colonización de nuestros territorios.

–¿Este tipo de investigaciones podría tener implicancias biomédicas?

–Conocer la sintonía fina de las poblaciones y quebrar el paradigma de la mezcla esquemática de amerindios, europeos y africanos para definir nuestra trayectoria genética puede funcionar como una herramienta fundamental en el campo de la salud. Existen genes, de hecho, que predisponen a las poblaciones a adquirir patologías específicas. En investigaciones anteriores demostramos que un incremento del 1 por ciento de la ancestría mapuche en un ciudadano chileno se correlaciona con un aumento del 3.3 por ciento en la probabilidad de padecer cáncer de vesícula. Se trataba de una enfermedad muy importante en este país y nadie sabía muy bien cómo justificar su expansión.

–¿Cómo se explica la conexión entre lo mapuche y este cáncer en particular?

–Probablemente no haya demasiadas explicaciones. Es un asunto de deriva génica y de transición demográfica y sanitaria: por algún motivo los genes que incrementan las chances de tener cáncer de vesícula quedaron confinados en los bloques de genoma con esta ancestría. Algo similar ocurre con la morfología facial: la forma de la nariz de un ciudadano peruano dependerá, en parte, de las señales genéticas que provienen de la población aymara. En México se han hallado siete stocks distintos de origen nativo americano, de manera que si el perfil amerindio de un ciudadano proviene de la línea zapoteca se enfrentará a mayores posibilidades de contraer una enfermedad pulmonar como el EPOC que uno cuya genética está más asociada a Chiapas y al stock maya. El desafío se encuentra en montar las bases de datos y los biobancos que nos permitan hallar de una manera sencilla esas asociaciones. En América, el mestizaje ha sido tan reciente y complejo que las chances de hallar factores de riesgo genéticos y no genéticos en nuestras sociedades son muy altas.

–Se pueden perder los archivos y quemar los documentos pero el registro genético parece infalible.

–Sí, claro, incluso por una cuestión de costos. Reconstruir un genoma completo es cada vez más barato. La conexión entre las investigaciones genéticas y la salud es muy clara, de manera que tener una base de datos bien robusta permitirá impactar en las políticas públicas. Uno de los últimos papers que publicó el UK Biobank (Biobanco de Reino Unido) demostró que las mujeres británicas tienen tres veces menos probabilidades de afrontar un infarto de miocardio que los hombres. No obstante, también se comprobó que los factores de riesgo (hipertensión arterial, tabaquismo, obesidad, diabetes tipo 2) las condicionan particularmente. Desde aquí, los médicos –siguiendo los esquemas de medicina personalizada y estudiando las trayectorias genéticas– pueden contar con mejores herramientas para el diagnóstico y el tratamiento. Sin dudas, orientar la medicina a las características de la población constituye el futuro de la salud pública, aunque como en todos los casos se requiere de decisión política y ello, actualmente, constituye un obstáculo en nuestro país.

Por Pablo Esteban

Fuente: Página/12 9.1.2019

 

 

 

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