«Esos locos bajitos que se incorporan, con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario y a las costumbres y a los que por su bien, hay que domesticar…»
Muchas palabras para nombrar a los niños son hijas de la impaciencia. Es que esos pequeños seres hechos de curiosidad, simpatía e inquietud, no conocen fronteras para manifestar emociones, satisfacer sus antojos y desahogar su infinita energía. Esta frenética manifestación de la vida, con facilidad rompe el temple de los adultos que, ya desesperados, buscan desahogo en el lenguaje y entonces los llaman con palabras fuertes: «¡diablo de muchacho!», «¡mocoso!», y muchas otras.
En el noreste de México los llamamos «huercos», palabra que deriva de Orcus, un dios del inframundo en la mitología romana. Su relación con la muerte le dio también carácter de demonio. La palabra fue llevada a la península ibérica por las huestes romanas y adoptada por la comunidad sefardita (judíos asentados en esa región). Un grupo de ellos, colonizador de estas tierras norestenses, dejaron como herencia llamar «huercos» a los niños, que es como decirles «diablillos».
En muchas partes de México a los pequeños los llamamos «escuincles», del náhuatl itzcuintli, nombre de un perro prehispánico que debió ser muy inquieto y escandaloso, sí, así como son los niños, a quienes esto les valió ser llamados escuincles… otra palabra hija de la impaciencia.
El náhuatl también nos dio palabras dulces para nombrar a los pequeños, o al menos así me sabe «chilpayate», voz con la que se nombra más bien a los bebés. Se deriva del náhuatl tzipilpayatl, que se forma de tzipil (niño llorón) y payatl (reboso). De modo que chilpayate es el niño de rebozo, que al no poder hablar se da a entender con el llanto. Relacionado con esto está decir que un pequeño, con gran razón, se pone chipil (tzipil) cuando llega o está por llegar un hermanito con el que ha de competir por la atención de la madre y de los demás.
Otra palabra muy usada en nuestro país es «chamaco», del náhuatl chamauak, que significa «lo que está creciendo». Curiosamente, el mismo concepto latino de adolescente, que significa eso mismo ´el que está creciendo´ y que luego pasa a ser adulto, que viene a ser ´el que ya creció´.
En regiones de Michoacán, se escucha «guacho» o «guache» para referirse a los niños. Tiene origen en el purépecha vuache que significa «hijo». Esta palabra está documentada en el Diccionario de la Lengua Tarasca que Fray Maturini Gilberti publicó en 1559. Una curiosidad es que palabra similar existe en el quechua, lengua prehispánica de las lejanas tierras peruanas. Allá se dice «guacho» o «guachito» a un niño que en origen tenía la característica de ser huérfano.
En regiones sonorenses, a los niños los llaman «bukis». Esta voz es de los yaquis, pueblo prehispánico de aquellos lares. En su lengua, buke es ´criar», y de ahí, «buki» pasó a significar criatura.
Otra palabra que no podemos dejar de lado es «chavo», que viene de «chaval», voz del caló gitano que vale por ´muchacho joven´ y que tiene raíces en el sánscrito yaval, que significaba lo mismo.
Abundan palabras para nombrar a los niños, muchas de ellas son hijas de la impaciencia… como cuando los llamamos «traviesos» justamente porque con sus travesuras «se nos atraviesan» y se convierte en obstáculo para nuestra tranquilidad. Aún así, son nuestros «locos bajitos», como los llamó Juan Manuel Serrat en una canción. ¡Cómo no amar y cuidar a esos pequeños seres hechos de curiosidad, simpatía e inquietud!… En el fondo sabemos que esos momentos de impaciencia se grabarán en nuestra memoria y revivirán después, envueltos en el dulce manto de la nostalgia.
Arturo Ortega Morán
Fuente: elhorizonte.mx