El 6 de junio de 1391, tras años de propaganda antijudía, una turba entró en la aljama de la ciudad, causando una gran mortandad y devastación
El compañero Juan Parejo escribió la semana pasada sobre la aparición en Santa María la Blanca de restos de la antigua sinagoga que allí se ubicaba. Como es bien sabido, la antigua aljama (barrio judío) de Sevilla se ubicaba donde hoy están las collaciones de Santa Cruz, San Bartolomé el Nuevo y la propia Santa María La Blanca. Esta aljama tenía una larga tradición desde los tiempos de los visigodos y los primeros siglos islámicos. Sin embargo, con la llegada de los imperios bereberes -los almorávides y almohades-, desapareció prácticamente debido a la política religiosa fundamentalista ejercida por estos pueblos norteafricanos. Sería con la conquista de la ciudad por Fernando III, en 1248, cuando la aljama sevillana volvería a vivir años de esplendor debido, sobre todo, a la protección real y señorial que encontraban en esta minoría étnica una cantera de buenos servidores públicos y financieros. De hecho, durante la Edad Media cristiana gran parte de los almojarifes (lo que hoy sería el ministro de Hacienda) fueron judíos, y muchos de ellos sevillanos. Esto no es de extrañar si tenemos en cuenta que la aljama sevillana fue la segunda más importante del reino de Castilla, tras la de Toledo, como nos recuerda una de las mayores especialistas en la materia, la medievalista Isabel Montes Romero-Camacho.
Según el historiador Antonio Collantes de Terán, en la judería sevillana habitaban entre cuatrocientas y quinientas familias, lo que supondría unas 3.000 personas. En total, esta minoría étnica supondría aproximadamente el 10% de la población de una Sevilla que hasta tiempos de Felipe II, ya en el siglo XVI, no recuperaría la población que había llegado a tener durante el periodo almohade. En general, como hemos dicho, los judíos contaban con la protección real y nobiliaria, y tenían sus propias instituciones: Concejo, jueces, mayordomos. A cambio debían pagar tributos especiales para garantizar esa protección. Asimismo, padecían un impuesto ominoso que debían abonar al arzobispo de Sevilla. Era el conocido como «los treinta dineros de los judíos», en recuerdo de las treinta monedas por las que Judas vendió a Cristo.
La judería de Sevilla era a principios del siglo XIV un lugar floreciente, con personajes de gran importancia política, financiera y social, pero también con una clase media dedicada fundamentalmente a oficios urbanos y artesanos (cuero, textil, joyería) o relacionados con el comercio (incluso ejercieron como buhoneros).
Sin embargo, toda esta relativa prosperidad se fue agrietando en un largo proceso que culminó el 6 de junio de 1391 con el asalto de la judería de Sevilla por una turba que la arrasó y causó una gran mortandad entre sus habitantes, según algunos historiadores, aunque Collantes de Terán defiende que más que muertos hubo bautizos obligatorios para muchos de los judíos. Desde entonces, la ciudad se convierte, según expresión de la medievalista Isabel Montes, en el «tubo de ensayo del antijudaísmo en España». No en vano, aquí se instauró tempranamente la Inquisición y se adelantó la expulsión de los judíos diez años antes que en el resto de España, en 1483.
¿Qué había pasado para que la relativa convivencia de cristianos y judíos hubiese quebrado tan drásticamente? Evidentemente, fue un proceso largo que fue fraguando durante décadas, incluso siglos. Si bien es cierto que los reyes y nobles protegían a los judíos, también lo es que, en general, el pueblo llano era fundamentalmente antisemita. A ello no ayudaba el que muchos judíos se dedicasen al préstamo de dinero, lo que suele provocar hondos rencores entre los más humildes. Ya durante las devastadoras epidemias de peste del siglo XIV -que asolaron Europa occidental- se solía acusar a los hebreos de envenenar los pozos y de no sufrir ellos la enfermedad, algo que se debía probablemente a unas costumbres más higiénicas que las de los cristianos. También de matar niños con macabros sistemas o de profanar la sagrada hostia. Asimismo, durante la Guerra Civil Castellana que enfrentó a Pedro I (gran defensor de los judíos) con los Trastámaras, estos segundos, para diferenciarse de los primeros, desarrollaron una política claramente antijudía. Paralelamente hicieron mella una serie de predicadores muy vinculados al pueblo que señalaba a los hebreos como un pueblo apestado que debía convertirse al cristianismo o desaparecer.
Entre estos predicadores destacó en Sevilla el arcediano de Écija, Ferrán Martínez, un oscuro personaje difícil de rastrear que fue el «autor intelectual» del pogromo de Sevilla. Tras años de propaganda antijudía, Ferrán Martínez aprovechó el vacío de poder provocado por la muerte simultánea del arzobispo, Pedro Gómez Barroso, y el monarca Juan I (que habían servido de barrera a sus intenciones) para lanzar el devastador ataque sobre la aljama de Sevilla, que pronto se extendió a toda la Península Ibérica provocando matanzas tanto en juderías castellanas como aragonesas y navarras.
La comunidad judía sevillana, antaño tan floreciente, nunca volvió a recuperarse. Tanto que hay un documento real que afirma que los judíos debían pagar pocos impuestos, «porque son muy pocos e pobres». Además, la nobleza trastamaristas (los nuevos amos de Castilla tras la muerte de Pedro I) se hizo con los principales bienes de la aljama sevillana por indicación de Enrique III. Al populacho apenas se le puso una multa de 135.000 doblas de oro que pagaron con un impuesto al consumo. Y al terrible Ferrán Martínez, al que no se atrevían a molestar demasiado por su influencia sobre el pueblo, se le desterró a Carmona, donde pasó la última época de su vida.
Por SILVERIO
Fuente: Diario de Sevilla |