De la Biblioteca de FREDY: “LA HIJA DEL JUDÍO” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO XVI por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

Ver todos los artículos de esta sección

linea

 la_ija_del_judio

LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO XVI

«Desde entonces, el señor Comisario creyó que era uno de sus deberes tener una participación más directa en el asunto, irritado al verse cogido por sorpresa en aquel lance. Su previsión había sido fallida y su amor propio ultrajado. Conoció entonces que todo su influjo en el ánimo del Conde iba a desvirtuarse, y por tanto resolvió hacer el último esfuerzo a fin de mantenerlo.

»El Conde, por su parte, al ver la burla cruel que supieron jugarle las dos víctimas de su intriga, no tan sólo se había exasperado frenéticamente contra éstas, sino que también se indignó contra el padre Comisario, negándose a recibirlo en su presencia cuantas veces, que fueron muy frecuentes, aquel buen señor pidió ser admitido a una entrevista. Con motivo de esta repulsa, tuve yo ocasión de mezclarme más directamente en este odioso y desgraciado asunto. Y no hay duda ninguna, que por eso rae encuentro hoy en las cárceles del Santo Oficio.

«Ya sé yo —pensó el maestre a pesar de su rígido misticismo—, de algunas otras fechorías e intrigas por el estilo, en que han solido mezclarse los inquisidores de la fe. ¡Mala peste con todos ellos!»

«El señor Comisario me hizo llamar un día a su casa, y allí, a solas y con el mayor misterio, me expuso todos los medios que podrían emplearse para satisfacer la indignación del Conde. De resultas de esa conferencia, me comprometí a dar los pasos conducentes, a fin de restablecer las antiguas e interrumpidas relaciones entre ambos personajes.

»Y todas estas tenebrosas intrigas se maquinaban en medio de los horrores del hambre ocasionada por nuestros monopolios y cuando el Conde había desplegado sus últimos recursos para acabar de enriquecerse con la miseria pública misma, cuando las plazas, los caminos, los montes y las playas estaban sembrados de cadáveres de hombres, de mujeres, niños y ancianos de todas clases, muertos de hambre y extenuación por la imposibilidad en que se hallaban de comprar el grano a peso de oro, conforme a las tarifas del Conde.»

El bueno y humano Gobernador que leía estos detalles, inclinó profundamente la cabeza, apoyola sobre sus dos manos, largando el manuscrito, y quedó sumergido en largas cavilaciones. Al cabo de media hora, incorporose, dio varios pasos por el retrete en presencia del veterano que, serio y silencioso, contemplaba la escena, y acercándose a la cama de colgaduras, en cuyo sitio se había hallado el cadáver del Conde, se detuvo contemplándola unos momentos y murmuró:

—No os temo a vos ni a vuestra alma, Conde de Peñalva. Yo os declaro que habéis sido bien muerto, por más tenebrosas que hayan sido las vías por donde vuestros jueces o asesinos llegaren hasta vuestro lecho.

Y después, como espantado de aquel extraño e insólito esfuerzo que había hecho para desafiar a un hombre muerto de la manera extraña y misteriosa que todos sabían, extremecióse el maestre, alejose del sitio y volvió a ocupar su asiento junto a la mesa y, reasumiendo el manuscrito para continuar la lectura, dijo antes al viejo soldado:

—¡Amigo mío! Yo te ruego que te mantengas en vela. Mi corazón está atribulado y mi espíritu enfermo.

Juan de Herrada, con una grave inclinación de cabeza significó que sí haría tal con la mejor voluntad del mundo.

Entonces el maestre, algo más tranquilo, continuó leyendo:

«En cumplimiento del solemne compromiso que había contraído con el padre Comisario, insinué al Conde las proposiciones de paz y arreglo de que era yo portador, y supe expresarlos tan bien que ya no fue difícil el pronto y expedito arreglo de este negocie. El Comisario fue, en fin, admitido a la presencia del Conde, y ambos departieron extensa y confidencialmente sobre aquel asunto, siendo yo el único testigo de la especie de contrato celebrado entre ellos.

»En virtud de este convenio, el Conde de Peñalva debía proceder inmediatamente a delatar en forma a Don Felipe Álvarez de Monsreal ante el Santo Oficio como judío de nacimiento, y como propagador de doctrinas judaicas. El Comisario ordenaría la prisión de Don Felipe, sus cuantiosos bienes serían secuestrados y la parte consistente en dinero y alhajas preciosas debía ser aplicada al Conde, como delator.»

El maestre hizo sobre sí repetidas veces el signo de la cruz, admirado de hallar juntas iniquidades tan estupendas. Luego prosiguió.

«Un convenio de esta clase que, además de ofrecer al Conde los medios de satisfacer su odio, saciaba también su avaricia, pasiones ambas que eran poderosas en su ánimo, no podía menos de ser puntualmente observado de parte del codicioso y resentido Gobernador. Procedió, pues, a hacer la delación de aquel inocente caballero, achacándole, no solamente su origen, que el delatado mismo ignoraba tal vez, sino otros varios graves crímenes.

»El Comisario acogió la delación con aire severo, procedió a practicar ciertas diligencias en que se me hizo aparecer como testigo, y luego que aquella tenebrosa maquinación se hallaba bien preparada, el desgraciado Don Felipe fue preso una noche en el pueblo de Izamal, en donde se había retirado en unión de su esposa para huir de la ira del Conde, conducido de allí a las cárceles del Santo Oficio y embarcado inmediatamente para Veracruz, a fin de que desde esta plaza fuese remitido a las cárceles de México, a cuyo Tribunal se envió juntamente un cumuloso proceso, formado en poquísimos días y sembrado de las más estupendas e irracionales calumnias.

»Entre tanto, la confiscación de los bienes se había detenido por ciertas dificultades que el señor Comisario, o no había previsto o no se empeñaba mucho en allanar pronto, arrepentido acaso de haber concedido una parte, la más considerable de ellos, al delator, cuando era tan fácil aplicarlos todos al Santo Oficio.

»El Conde, aunque veía satisfecha una de sus pasiones, la más frenética, la de la avaricia, se encontraba defraudada por lo pronto, y esto lo tenía fuera de sí y preocupado contra el padre Comisario, que hacía por su parte lo posible por contemporizar con el Conde, llamándolo a mejores términos y aconsejándole que tuviese un tanto de más paciencia. “Si se empeña usted —decía el señor Comisario— en precipitar los procedimientos, hay riesgo de que se quede usted sin cosa alguna.” “¿Cómo es eso? —replicaba el Conde—. ¿No está usted comprometido a entregarme, en mi calidad de delator, la parte que yo reclamo?” “Es verdad —respondía el otro—, pero la Suprema Inquisición, a quien realmente competen los bienes confiscados a todos los reos que juzga el Santo Tribunal de la Fe, exigirá el entrego formal de cuantos pertenezcan al judío, y en tal caso todo estaría perdido.” “Y entonces —dijo el Conde la última vez que hablaron ambos en mi presencia sobre esta materia— yo delataré a usted al Santo Oficio, y acaso no se quedará riendo de mí.” Por toda réplica, el Deán se encogió de hombros y salió de la cámara del Gobernador de una manera brusca e incivil, hablando entre dientes ciertas especies que no pude comprender.

»A poco tiempo después de esta conferencia, el Conde fue asesinado en su retrete, de la manera más extraña que debe saber el reverendo padre, a quien dirijo esta relación.»

«¡Si el señor Comisario habrá tenido parte en este crimen o si esa muerte sería la ejecución de alguna misteriosa sentencia del Santo Tribunal de la fe!», pensó el maestre, no sin sentir un grado más de conmoción. Luego prosiguió su lectura.

«Este terrible acontecimiento, en el cual no me atrevo a pensar todavía sin helarme de pavor, hizo en mi ánimo tan viva y profunda impresión, que hube de quedarme como insensato. Siendo yo el cómplice y confidente íntimo del Conde, creí hallarme condenado al mismo destino; y de un instante a otro esperaba la ejecución de la fatal sentencia, que algunos jueces misteriosos hubiesen fulminado contra mí.

»En medio de la confusión que reinaba en Palacio en los momentos de descubrirse el cadáver del Conde, vi con cierto terror al nuevo jutia mayor de la provincia, que era una de las personas a quien más debía temer, no sólo por su severidad y rectitud intachable, sino también por ciertos precedentes que no es oportuno referir aún, pero que algún día podrán saberse, si lo dispone así la Divina Providencia, en cuyas manos me he puesto. Don Alonso de la Cerda, a cuyo oído llegaron algunas impertinentes expresiones mías, ordenó mi prisión en la real cárcel.

De esta manera quedaron fallidos todos los cálculos que había formado, y las esperanzas que había acogido al asociarme al difunto Conde de Peñalva. La fortuna que, según mis sueños lisonjeros, pensaba acumular para retirarme del país a disfrutarla, quedó enteramente desvanecida. Aun mis cuentas estaban sin liquidar con el Conde, en cuyas arcas existían todos los productos de nuestras ganancias; y la pérdida de esta parte mía, que debía subir a ciento y cincuenta mil pesos, me pone en la imposibilidad de restituir toda esta suma, que fue obtenida de una manera ilícita, por ser el producto de los servicios gratuitos de los indios, de los contrabandos hechos, del monopolio de granos y de las públicas e indignas estafas cometidas en los garitos, que mantuvimos en varias partes de la ciudad, como otras tantas casas dispuestas para hacer caer a los incautos.

»Creo difícil que se haya descubierto el tesoro íntegro del Conde, pues se hallaba fuera del alcance e inspección, aun de mí mismo, de quien también se recataba. Sin embargo, si alguna vez me fuese posible salir de este sitio lóbrego y horrible, y encontrarme encontrase en el Palacio mismo y penetrase en las antiguas habitaciones del Conde, acaso me sería fácil descubrir el paradero de esas riquezas, que, siendo mal habidas, deben restituirse sin duda.»

El maestre volvió a quedar pensativo de nuevo, no sin sentirse acometido de ciertas imágenes terribles que le presentaban al Conde ardiendo en los profundos infiernos. Lo único que le tranquilizaba en aquel momento era la vista de su fiel asistente, que fortificado y corroborado con la senda copa de Madera que había sorbido, se mantenía fijo y derecho detrás de la butaca del maestre. Éste, después de un largo intervalo, continuó la lectura.

«Oprimido bajo el peso de tan tristes desengaños, y agitado de vagos terrores, me hallaba yo en la real cárcel sin encontrar apoyo ni protección alguna. Se inició contra mí un procedimiento cuyos pormenores ignoro. Sólo recuerdo que recibí alguna vez ciertos socorros de una mano misteriosa y caritativa, y que se me ofrecían algunos medios de defensa.

»Por fin se abandonaron los procedimientos contra mí, se me dio un poco de más libertad, compadecidos mis jueces seguramente del melancólico estado en que me hallaba. Una noche, en medio de una tempestad y cuando tal vez pensaba yo menos en escaparme de la real cárcel, se me presentó una ocasión favorable, que no quise malograr. Cuando me vi en la calle, recobré toda mi energía corporal. Corrí vagando, sin destino fijo, y por último me resolví llamar a la portería de la casa profesa con el pretexto de pedir confesión, aunque mi idea era refugiarme en la iglesia y buscar en ella un asilo contra mis perseguidores.

»Fui oído en confesión y se me dijo que el mejor asilo que podía escoger era el de la Catedral, a donde podía entrar por la portería de los Canónigos. Corrí desolado, y en el momento mismo en que lograba mi objeto y cruzaba la antesacristía para entrar en la iglesia, vi a la escasa luz de una lámpara mortecina, la imponente figura del señor Deán, que salía de hacer oración. Me detuve petrificado de espanto recordando las especies anteriores, mas el buen señor Comisario se acercó a mí, hablándome con mucha dulzura, y accedí a todo cuanto me propuso.

»Aquella noche la pasé en su casa, y al día siguiente, cuando el sol aún no había aparecido sobre el horizonte, me condujo a la sala de audiencia del Santo Tribunal, en donde, según me manifestó, era preciso que rindiese una declaración importante en la causa que se instruía al judío. Ignoro qué clase de preguntas me fueron dirigidas, porque la memoria de todas estas especies se ha borrado enteramente de mi espíritu; sólo recuerdo que tuve un acceso de furor, que me arrojé sobre el señor Deán y que unos dependientes que estaban allí me aseguraron y condujeron a un calabozo.

»Cuando me hallé tranquilo, volvió el señor Deán a verme, excusose conmigo por la medida que se había visto precisado a dictar y me ofreció que, no sólo me volvería la libertad, sino que me subministraría los medios de salir del país y buscar en otra parte mi salvación. De día en día estuve esperando el cumplimiento de estas ofertas, que me ratificaba todas las veces que venía a exigirme alguna nueva declaración contra el judío, de quien no sabía otra cosa que cuanto ya expreso en este papel. Por fin, cayó sobre mí la maldición del cielo…»

Interrumpiose súbitamente el maestre en su lectura, incorporándose azorado.

—¿Has oído? —preguntó al veterano.

—Me parece que sí —respondió éste—. Alguien llama a la ventana.

En efecto, oyéronse en aquel momento, por segunda vez, dos golpecitos pausados en la reja de la ventana que daba a la calle de El Jesús.

Incontinenti procedió el maestre a armarse de punta en blanco, ordenando a Juan de Herrada que hiciese otro tanto. Durante esta operación resonaron otra vez los dos golpea tos, y entonces Juan de Herrada, por orden del maestre, con voz estentórea, preguntó:

—¿Quién va allá?

—Soy yo, que deseo hablar con el señor Gobernador —respondió gravemente una voz bastante conocida.

—¡Que me ahorquen —exclamó Juan de Herrada— si quien llama a una hora tan intempestiva, no es el reservado confesor del señor Capitán general!

—¡Abre luego —dijo éste— que algo de extraño ha de haber ocurrido cuando el buen padre viene a llamar a semejante hora!

Abierta, en efecto, la celosía, el dominico manifestó que deseaba urgentemente una conferencia con el Gobernador. Al punto fueron comunicadas las órdenes convenientes, abriose la puerta de Palacio y el confesor fue admitido en el retrete en que el maestre había estado leyendo.

Juan de Herrada, que se mantuvo en la parte exterior por expreso mandato que recibió, nada pudo escuchar de la conferencia que duraría unos diez minutos. Concluida, el maestre ordenó al veterano que entrase a desempeñar el oficio de ayuda de cámara. Vistiolo, en efecto, en traje de ceremonia, y terminada esta operación, dijo el Gobernador al veterano:

—Sígueme, bien armado.

Y los tres dejaron el retrete, cuya puerta fue cuidadosamente cerrada, cruzaron las galerías interiores y salieron a la calle.

Check Also

ENKONTROS DE ALHAD – 24 NOVEMBRE 2024 :: ESPESIAL PROGRAMA 200 – A las 13 oras (Arjentina) x Zoom – Mas orarios en el anunsio

Donativo para ayudar a Enkontros de Alhad ENKONTROS DE ALHAD Avlados en Djudeo-espanyol – Ladino …

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.