De la Biblioteca de FREDY: “LA HIJA DEL JUDÍO” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO XV por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO XV

«Desde el momento mismo en que me vi asociado al Conde de Peñalva para la ejecución de aquel crimen fue preciso renunciar a todo sentimiento noble y generoso y seguir de frente en la funesta carrera en que acababa de lanzarme. Por la vehemencia de mi lenguaje y la aspereza de mis resentimientos, conoció el Conde todas las ventajas que podría sacar de mi, durante su gobierno, en una provincia en que sólo pensaba hacer su negocio, sin detenerse en ningún medio.

»Hízome tales y tan lisonjeras proposiciones, que no pude menos de aceptarlas, toda vez que esto me colocaba en ventajosa situación para satisfacer mi venganza. Pensaba, de día y de noche, en el feliz momento de hacer ver a Don Juan de Zubiaur, que a pesar de sus riquezas y decidido influjo que ellas le daban, no sólo en Campeche sino en la provincia toda, podría, en fin, hallarse con un enemigo temible y a quien no podían imponer ya su altanería y fiereza. Estos sentimientos satánicos acabaron de precipitarme, y por desgracia mía sólo me prepararon una nueva y más ruda lección.

«El buque de la casa de Don Juan de Zubiaur, que estaba a mis órdenes, fue puesto a las del Conde, con lo cual pensaba yo mortificar más a su dueño. Recibí, pues, a bordo al Conde y su comitiva y emprendimos el viaje de Veracruz a Campeche. Durante él estrechamos más nuestras relaciones, combinando mil extravagantes proyectos para humillar a Don Juan, abatir la soberbia de los hidalgos de la tierra y extraer de ésta todo el jugo posible. Los cálculos y combinaciones del Conde me parecían de una inventiva tan superior, que ya no dudé un momento de su fácil ejecución. Sin embargo, desde el primer momento comenzaron las dificultades de la empresa.

«Cuando arribamos a Campeche, el Conde se anunció con altanería. Tal vez los capitulares de la villa habrían sucumbido a las pretensiones del mandarín, si no hubiese estado presente Don Juan, dispuesto siempre a recoger el guante, sobre todo cuando se trataba de habérselas con un gobernador de la provincia. Es notorio en toda ella lo que entonces ocurrió.

»En la pequeña refriega que tuvimos en la puerta de San Román nuestra derrota fue completa y Don Juan de Zubiaur obtuvo un doble triunfo; después de haberme cubierto de ultrajes y destrozado la partida de mi mando, recibí de su mano, en el calor de la refriega, una senda cuchillada en la cabeza y mejilla, de cuya resulta perdí un ojo; he quedado desfigurado y sujeto periódicamente a dolores agudísimos. Tal fue el primer fruto que recogí de mis proyectos de venganza, de aquellos sueños deliciosos a que me había entregado tan prematuramente.

«Mi furor subió a tal grado con este funesto desengaño que todos me tomaron por loco en el momento, escuchando las blasfemias y maldiciones que lanzaba. Apenas recuerdo lo que ocurrió en aquellos momentos, pues la fiebre producida por la herida me enajenó enteramente y tuve que someterme a una larga y dolorosa curación. Después que supe la especie de capitulación celebrada; la flaqueza del Conde cuando fue aprehendido en el puerto por un pirata, su recepción en casa de Don Juan, el abuso que hizo aquél de su hospitalidad y todos los demás incidentes que fueron harto públicos en la provincia y se hicieron al escándalo de ella.

»Yo vine a reunirme con el Conde, algunos días después de su entrada en la capital, más irritado que nunca y dispuesto a cometer todo linaje de atentados para satisfacer mis resentimientos. Pero el Conde más pensaba en mí para llevar a cabo sus especulaciones mercantiles, que para favorecer mis exageradas ideas. Sin embargo, como aun en eso mismo podía yo hallar la ocasión que buscaba, entrégueme enteramente a la voluntad del Conde, y desde entonces pude considerarme como su socio más íntimo.

—¡Oh, qué par de picaros! —murmuró aquí el maestre, dirigiendo al soslayo una mirada a la cama de colgaduras y otra a su leal adlátere, que dormía ya como un lirón. Sin embargo del disgusto que esta última circunstancia le produjo, continuó leyendo la confesión del tuerto Hinestrosa.

»Las demasías y abusos del Conde durante su Gobierno han sido también de pública notoriedad en la provincia, y al extender esta declaración, que con tanta instancia se me ha demandado, no es mi ánimo acumular cargos y acusaciones contra un hombre que ha muerto de la manera misteriosa que todos han visto, y que a esta hora habrá ya dado una estrecha cuenta de su vida ante aquél terrible tribunal, del cual no hay apelación ninguna…

»No; pero yo debo acusarme aquí de haber sido su cómplice en todos sus atentados y violencias, de haber hecho el contrabando en nombre mío y a su provecho; de haber mantenido casas públicas de juegos prohibidos para atraer a ellas a los jóvenes incautos hijos de familias ricas, con el fin de despojarlos de su dinero; de haber traficado con los intereses de la Corona monopolizando los granos de primera necesidad, cuando el hambre espantosa que ha afligido a esta provincia… Lo repetiré una vez por todas: he sido el cómplice de todos los crímenes y atentados del Conde.»

—¡Ah, ah —exclamó el maestre—, no hay duda que á este hombre se lo han llevado todos los diablos!

En aquel instante mismo lanzó casualmente un ronquido espantoso Juan de Herrada. El maestre se estremeció hasta la médula de los huesos, erizósele el cabello, brotó de su frente un sudor helado, sintió una torpeza inexplicable en todo su cuerpo y a duras penas pudo, desprendiéndose las gafas, lanzar un grito ahogado, llamando al soldado por su nombre.

—¡Qué hay, mi maestre! —repuso el veterano, plantándose de un salto junto a la silla del Gobernador—. ¡Qué hay!

— ¡Jesús, mil veces Jesús! —murmuró éste enjugándose la frente, ya muy repuesto del terror que le había acometido—. ¿Es posible, amigo mío, que no hagas caso alguno de lo que te mando? ¿Non potuisti, como dice el misal, unan horam vigilare mercum?

—Que me ahorquen —replicó el soldado, si jamás he entendido ni una palabra de la misa, ni del oficio divino, pero si, como me lo barrunto, eso quiere decir que yo estaba durmiendo, permítame Vuestra Señoría manifestarle que en eso ha de haber alguna equivocación, porque jamás he estado en mi vida más despabilado que esta noche en que le veo tan inquieto, sin fundamento alguno.

— ¡Eh, quita allá! —replicó el Gobernador, con un gesto de impaciencia—. ¡Decirme ipor vida de…!, que estás despierto, cuando has lanzado un horrible ronquido, distrayéndome de esta lectura interesante!

—Seguramente tiene Vuestra Señoría sobrada razón, cuando así lo dice; pero en verdad que es muy extraño que Vuestra Señoría me haya oído roncar, y yo no, cuando por la mayor proximidad a mí mismo, era más fácil lo contrario.!

—¡Fuera de aquí, belitre! —gritó furioso el maestre al escuchar un sofisma semejante—. Fuera de aquí, ¡por vida de…!, y vete a dormir al cuerpo de guardia.

Juan de Herrada hizo una profunda inclinación de cabeza y se colocó, impasible, detrás de la butaca del Gobernador a esperar que se disipase la borrasca. El maestre, fingiendo creer que sus órdenes estaban ya cumplidas, murmuró:

—Mejor estará allí entre sus iguales; así podré leer más tranquilamente.

Y acomodándose de nuevo las gafas, prosiguió leyendo la confesión de Hinestrosa.

»Vendré ahora a explicarme sobre mi situación actual y los motivos de ella, y antes de todo debo decir que la conducta del señor Comisario para conmigo es de todo punto injusta, toda vez que no se me está juzgando por ninguno de los delitos y crímenes cometidos en la época del Conde.

»Como yo tengo algunos motivos particulares para presumir que las cosas han venido a este término porque el señor Deán tiene los suyos para temer mi importuna presencia, creo de mi deber explicarme con franqueza al dirigirme al venerable religioso que se ha compadecido de mí prodigándome tantos y tan repetidos consuelos y de quien espero la libertad. Me explicaré.

»En más de un caso grave que ocurrió durante la administración del Conde, el señor Deán fue consultado y su dictamen seguido con puntualidad. El Conde y el Comisario habían simpatizado desde el principio, porque éste buen eclesiástico era adversario acérrimo del Cabildo de la ciudad, y aun de todos los hidalgos de la tierra, porque en cierto litigio que tuvo con aquél, con ocasión de ciertos puntos de etiqueta, el señor Deán quedó completamente vencido y humillado. Sus preocupaciones lo cegaron y halló con facilidad un poderoso aliado en el Conde, que venía a la provincia, espada en mano y resuelto a dominar y enriquecerse sin consideración alguna.

—¡Santa María, qué gentes! —murmuró el buen Gobernador, atisbando de paso si Juan de Herrada conservaba su sitio detrás de la butaca. Luego continuó.

»Don Felipe Álvarez de Monsreal no había muerto en Veracruz como habíamos llegado a pensar, e inopinadamente se nos presentó en Mérida. El Conde no era en verdad de ánimo apocado; pero este suceso le causó una extraña sorpresa, acompañada de cierta especie de invencible terror. La presencia de ese hombre era a un tiempo una acusación viva, una pena y un tormento para el Conde. Y para que esta posición fuese más grave y delicada, el Conde llegó a saber, a la vez, que Don Felipe pretendía contraer matrimonio con una dama a quien él mismo había presentado sus criminales obsequios, que desde luego fueron rechazados enérgicamente con la intervención del pundonoroso padre de la dama.

»Así, pues, la envidia, el temor y los celos, obraron inmediatamente sobre el ánimo del Conde, y abatiéndose hasta una acción más villana todavía que el intentado asesinato de Álvarez, osó dirigir a éste un sucio anónimo contra la virtud de aquella joven dama, que era acusada calumniosamente de mantener relaciones ilícitas con el mismo que forjaba el anónimo, sin curarse de la facilidad con que podría ser descubierto el fraude.

»Y para que las consecuencias de este atentado viniesen más pronto a refluir contra su autor, debe saberse que Álvarez había recogido un puñal del Conde, con la cifra y armas de éste, que se escapó de las manos de su dueño en aquella memorable noche en que acometimos a ese hombre en Veracruz. Un caballero noble de la ciudad había mostrado al Conde en una ocasión pública aquel puñal, y el Conde no podía tener duda ninguna de la ocasión en que ese temible testigo había caído en manos de sus numerosos enemigos.»

El maestre quedó algunos momentos pensativo, como recordando ciertas particularidades que hubiese oído referir acerca del asesinato del Conde de Peñalva. Entre tanto atizó la lámpara, lanzó furtivamente una nueva mirada a su adlátere, sin dignarse dirigirle la palabra a fin de no dar por apercibida su presencia en aquel sitio, después de que se le había intimado que marchase al cuerpo de guardia, y en seguida continuó Su Señoría leyendo el manuscrito.

»La consecuencia inmediata de la remisión del anónimo fue que Don Felipe Álvarez se presentase en Palacio en unión del caballero depositario del puñal, pidiendo una entrevista urgente con el Conde. Hallábame a la sazón en compañía de éste, cuando ambos individuos fueron introducidos. La escena que sobrevino fue violentísima, y recuerdo que fue entonces cuando experimenté, por primera vez, esa especie de desarreglo nervioso que después ha venido a terminar en demencia e insensatez, según pude entender.

»Seguramente Don Felipe no había llevado otra idea que la de pedir satisfacción al Conde; mas yo me figuré que aquella había sido una verdadera tentativa de asesinato, y desde entonces comencé a experimentar algunos vagos terrores. Por lo que respecta al Conde, en vez de retraerse de proseguir aquel mal sendero, se empeñó más y más en él. Su furor no conoció ya más límites, cuando supo que el matrimonio de Álvarez estaba a punto de verificarse. Entonces fue cuando hizo venir al padre Comisario, para hablarle de aquel asunto, pidiéndole su intervención para evitar el matrimonio proyectado.

»El Deán escuchó atentamente las revelaciones del Conde y sus proyectos, aparentando la mayor circunspección y cordura. Reprobó los arrebatos del Conde, su temeridad en haber perturbado la paz de aquella familia, su imprudencia en concitarse enemigos tan poderosos y su frenesí en buscarse otros nuevos.

»Mas descendiendo a las particularidades del caso, dijo al Conde, después de infinitos ambages y circunlocuciones, que nada había más fácil que impedir el matrimonio de Don Felipe Álvarez de Monsreal, toda vez que en semejante proyecto no se llevase una idea enteramente mundana. “Yo adoptaré las ideas y sentimientos que a usted plazcan, señor Deán —interrumpió el Conde—. Lo que yo quiero es que no se verifique ese matrimonio.” “Pues bien —repuso el Comisario—, ya se lo he dicho a usted, nada hay más fácil.” “Veámoslo” —dijo el Conde—; y entonces el Deán hizo el misterioso relato de la historia de un hombre muy bien visto en la provincia y que, por delaciones recibidas, el Santo Oficio de Mérida lo había hecho introducir en sus cárceles y sometiéndolo a un juicio por judío y sufrido por ello los más crueles tormentos. “Comprendo —volvió a interrumpir el Conde—, ese hombre fue el padre de Don Felipe Álvarez de Monsreal, y de aquí la indicación que otra vez me ha hecho usted de que éste es un perro judío.” “Ciertamente —repuso el Deán—, y ya usted ve que el descendiente de un perro judío no debe contraer matrimonio con la hija de un cristiano viejo.” “¿Y puede usted, en caso necesario, facilitarme los datos que se necesitan para probar eso? —preguntó el Conde, arrebatado de entusiasmo, creyendo haber hallado, en fin, el medio positivo de vengarse de la dama y de ofrecer a Álvarez un nuevo ultraje—. “Sí tal —respondió el Deán— y los documentos son de tal carácter que nadie podrá desvirtuarlos?” “¿Y qué es lo que debemos hacer? —preguntó el Conde nuevamente—. “La cosa más sencilla del mundo; en el momento de procederse a la celebración del matrimonio, y cuando todos los testigos y convidados se hallen presentes, dirigirá usted (con su firma o sin ella, que esto no importa) un billete al cura, que se le ha de entregar en el momento de comenzar la ceremonia; delate usted en él a Don Felipe Álvarez de Monsreal como judío, y cuente usted con que la boda será positivamente interrumpida sin más trámite ni explicación. Si después fuese preciso apelar a un juicio contradictorio, no tenga usted cuidado; yo le sacaré en hombros, y las pruebas contra el linaje de ese hombre serán tales y de tal carácter, que ninguno osará rechazarlas.” El Conde siguió al pie de la letra las instrucciones del Comisario, pero la delación no surtió el efecto propuesto. Los interesados en el asunto se dieron tales trazas que el matrimonio hubo de verificarse, a pesar de las tenebrosas intrigas que se habían preparado para impedirlo.»

—¿Estás seguro, amigo Herrada, de hallarte en vela? —preguntó el maestre al llegar a este pasaje del manuscrito, y afectando haberse olvidado de la intimación que hizo al viejo soldado de alejarse de allí.

—Ya lo creo —respondió el veterano irguiendo la cabeza, que ya se le iba de un lado a otro.

—Te permito —dijo con acento de bondadosa deferencia el maestre— que sorbas una copa de aquel vino añejo que está en el fondo del escaparate; pero ¡alerta, eh!

—Sí, mí maestre, sí: no haya cuidado de mi vigilancia.

Mientras el soldado apuraba la copa ofrecida para mantenerlo despierto, el Gobernador volvía á su lectura.

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