En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
TERCERA PARTE
CAPÍTULO XIV
Pero antes de relatarlas, preciso es volver al gabinete del Gobernador, a quien dejamos ansioso de leer el interesante manuscrito que le había entregado el reverendo padre dominico.
En efecto, apenas hubo partido el confesor, cuando el buen maestre notificó a Juan de Herrada, procediese en el acto a cerrar puertas y celosías, y a echarse en su piel de tigre, puesta la espada bajo la almohada, para estar ojo alerta mientras se entregaba a la lectura del cartapacio, en donde esperaba hallar algunas particularidades, relativas, no sólo al descubrimiento del tesoro del conde de de Peñalva, sino también al misterioso asesinato de aquel caballero.
Así pues, ya que todo estaba arreglado, ya que los flancos y retaguardia quedaban completamente cubiertos para precaver que las fortificaciones fuesen tomadas de revés, mientras que las cortinas del frente se hallaban vigiladas por el leal veterano, acercose Su Señoría a la mesa en que ardía la lámpara, debilitó un tanto la luz con la interposición de un velón, arrellenose en una butaca, colose las gafas ─sostenidas en la extremidad más saliente de su larga nariz, no por ninguna varilla o abrazadera, sino por la reacción elástica del fino y templado acero en que se hallaban engarzadas─, desarrolló el legajo delante de sí y, haciendo gravemente la señal de la cruz y lanzando una mirada oblicua sobre el sitio ominoso en que había sido muerto el Conde de Peñalva, y otra más fija sobre el amigo Juan de Herrada, procedió a leer el manuscrito, cuyo contenido era el siguiente:
«YO, JUAN DE HINESTROSA, natural de San Lucar de Barrameda, en Andalucía, piloto de travesía, soltero, de edad de cuarenta y ocho años, preso en las cárceles del Santo Oficio de Mérida, habiendo recobrado, por la misericordia de Dios, el juicio que en castigo de mis culpas y pecados había perdido, en perpetua memoria del caso, hago la presente declaración para lo que pueda convenir al mejor servicio de ambas Majestades, divina y humana, con formal protesta de que sólo pretendo decir la verdad, buscar el amparo y protección de quien pueda otorgar esto en favor de una desvalida criatura y sin que sea mi intención dañar a persona alguna. Amén Jesús, María y José.
»Yo era vecino de la Villa de Campeche, a donde fui, siendo muy niño, amparado de un tío materno, rico comerciante que murió, dejándome un pequeño legado, con que se atendió mi pobre educación. Me dediqué al oficio de navegante y desde muy temprano logré ser examinado en Cádiz y aceptado en el Cuerpo de los pilotos. Mi conducta era buena, hasta que una desgraciada pasión amorosa comenzó a extraviarme del buen sendero. Yo seduje a una pobre doncella, de familia honradísima, aunque desvalida; pero procuré ocultar al público de la villa aquel suceso, esperando que pasaría sin que persona alguna lo comprendiese.
»La miserable víctima no tenía protección de nadie; sus padres se habían dirigido a la provincia de Tabasco para no presenciar la desgracia y el baldón de su hija, a quien yo había hecho madre de dos niños, engañándola siempre con la falsa promesa de aceptarla por mi legítima esposa. Desde que me vi empeñado en este mal camino, sentí que mi corazón comenzaba a endurecerse, que mis pasiones se desenfrenaban, que perdía el temor de Dios, que el respeto a la sociedad se volvía para mí una irrisión y que mi conciencia dejaba de ser molestada por los estímulos que antes me tuvieron a raya. Entonces comencé a ser artificioso, vano, presuntuoso… y, por último, malvado.
»Servía yo en clase de Capitán y piloto en las embarcaciones de un rico comerciante de la Villa, muy conocido por la rigidez de su conducta, por sus pretensiones de hidalguía y por la aspereza de sus maneras. Llamábase Don Juan de Zubiaur. Conociendo yo su genio, carácter y tendencias, procuré siempre contemporizar con aquel hombre intratable y llegué a ser su favorito. Las expediciones más delicadas de la casa me eran confiadas y en todas las plazas mercantiles, como Cádiz, La Habana y Veracruz, en que yo me presentaba, tenía a mi disposición los fondos de Don Juan para cualquier empresa de comercio.
»Don Juan de Zubiaur tenía una cuñada, que vivía en casa de su puntilloso cuñado, después de la muerte de su padre. Era esa señorita bella, buena y virtuosa. Además, era la heredera de una fortuna brillante que había tentado la codicia de muchos jóvenes de la villa, principalmente de los recién llegados de la madre patria, que venían a las Indias en busca de mejor fortuna. Aunque la avaricia no era el flanco de Don Juan, sin embargo las repulsas que esa señorita hizo de los mejores partidos que podían presentársele, engendró en muchos ánimos la sospecha de que tal caballero pretendía, por medios indirectos, apropiarse la fortuna de su cuñada.
»Mas la verdad del caso era notoria para mí. Don Juan quería casar a la señorita con un polizón, paisano y pariente suyo, a fin de que esos cuantiosos bienes no saliesen de la familia. La dama resistía aquel arreglo. Valime entonces de la situación en que se hallaban los espíritus, supe, insinuarme mañosamente, y al fin la señorita se decidió en favor mío. Desde ese momento comprendí que aquella desgraciada a quien yo había sacrificado, era un poderoso obstáculo para la realización de mis proyectos. Me hice cruel, feroz y brutal para con ella y para con los inocentes frutos de nuestras conexiones ilegítimas.
»Durante uno de mis viajes a Cádiz, el primero que emprendí después de haber declarado mis pretensiones a la cuñada de Don Juan de Zubiaur, la dama hizo saber en el seno de su familia la resolución que había adoptado de otorgarme su mano y su fortuna. La noticia fue mal recibida por Don Juan, que se desató, según pude comprender después, en mil denuestos y palabras oprobiosas contra mí, jurando que un enlace tan desigual no se efectuaría.
»Como la dama era de un carácter firme y decidido, la oposición de Don Juan en nada habría podido perjudicarme si no hubiese apelado éste a otros medios, menos dignos aunque más eficaces. Cuando regresé á Campeche de mi expedición, disimuló profundamente su rencor y mala voluntad. Su plan no estaba entonces bien formado, y necesitaba digerirlo mejor. Apenas pude lograr una entrevista brevísima con mi prometida. Tuve que dirigirme de prisa a otra expedición a Veracruz, habiendo recibido la seguridad de que a mi regreso se realizaría mi matrimonio. Esos momentos eran apremiantes y fatales. Mi enemigo supo aprovecharse de ellos de la manera más completa.
»En efecto, durante esta breve ausencia vino a noticia suya mi vedada conexión con la madre de mis hijos. Desde entonces me creyó en sus manos sin recurso. Así fue realmente, porque manejó el asunto con tanta habilidad y reserva, que sin conocerlo ni sospecharlo su cuñada, él mismo la puso en contacto con aquella desgraciada, que le reveló sus flaquezas y mis crímenes. Dado este paso, ya mi enlace era de todo punto imposible, porque jamás habría consentido en él la orgullosa dama. Mas tampoco mi víctima habría osado dar aquel paso ─tan humilde así era la infeliz─ si no se le hubiese sugerido. Mi oculto enemigo había triunfado.
»Y ese triunfo se consumó a mi vuelta de Veracruz. Habiendo obtenido una nueva entrevista de la señorita que debía otorgarme su mano, sólo recibí una burla cruel en presencia de la otra, que había sido citada expresamente para ser testigo de mi derrota. Desde aquel instante juré un odio eterno a Don Juan de Zubiaur y olvidé a mis pobres hijos. Ni de ellos ni de la madre he vuelto a saber cosa alguna. La cuñada de Don Juan se encerró en un convento, en donde dicen que profesó.»
Una ráfaga de viento hizo crujir la celosía de la ventana que daba a la calle, y ese ligero incidente interrumpió la lectura del maestre, que se apresuró a gritar a su compañero:
—¡Cómo! ¿Estás durmiendo, camarada?
—No tal —repuso el veterano a quien, en efecto, comenzaba a arrullar Morfeo—, sólo estaba yo un poco embelesado…
—Pues, ¡por vida de…!, un centinela no debe ni embelesarse en su puesto. Cuenta con ello.
—Es que, mi maestre, como no haya peligro ninguno y…
—¿Qué sabes tú de peligro, ni cuáles y de qué clase pueden ser los que se presenten?
— ¡Eh! No haga Vuestra Señoría caso ninguno de los cuentos del bendito fraile.
—¡Silencio y alerta! —dijo el Gobernador, echando siempre algunas furtivas miradas sobre la consabida cama de colgaduras.
Juan de Herrada, sin replicar, volvió a dejarse caer lentamente sobre la piel que le servía de lecho y en la cual se había medio incorporado al escuchar el apostrofe del maestre, mientras que éste continuó su interrumpida lectura.
«Para el mejor éxito de mí venganza necesitaba yo disimular el odio que abrigaba mi ánimo enconado. A duras penas logré mi objeto, pues la sola presencia de aquel hombre enardecía mi espíritu a tal punto, que sentía impulsos de arrojarme sobre él y coserlo a puñaladas, aunque en el momento mismo me hubiese enviado a un patíbulo.»
—Sin embargo —dijo para sí el Gobernador al leer este pasaje—, si el tal Hinestrosa tuvo jamás un retraente para no llevar a cabo lo que le dictaban esos impulsos, fue seguramente el miedo a la horca. ¡Miren al hombre, ¡Por vida de…!, pretendiendo comulgarnos con ruedas de molino!
El maestre prosiguió leyendo:
«Y tan profundo había sido el disimulo, que Don Juan de Zubiaur, figurándose que yo no había comprendido sus intrigas ni sospechado su maligna intervención en mi ruptura con su rica cuñada, continuó dispensándome toda su confianza y aprovechándose de mi destreza y habilidad, pésame el decirlo, para hacer muy buenos negocios mercantiles.»
«Contrabandos, tal vez», pensó el Gobernador sin interrumpir su lectura.
«A muy poco tiempo después, los Regidores de Mérida, Campeche y Valladolid, que no han tenido más ocupación seria que andarse en pugnas y competencias con los Gobernadores de la provincia…»
El maestre volvió aquí a interrumpirse, haciendo un ruidoso esfuerzo para toser como si hubiese tomado un resfriado, seguramente con el objeto de mantener viva la vigilancia del veterano. Éste, que comenzaba otra vez a dormitar, hizo un rápido movimiento giratorio sobre sí mismo, y dándose por entendido de un modo indirecto de pasarle la palabra, exclamó con un tono soporoso:
—¡Centinela, alerta!
Y entonces, más tranquilo, prosiguió leyendo el Gobernador.
«…gobernadores de la provincia, maquinaron la intriga de enviar a México a Don Felipe Álvarez de Monsreal, a fin de evitar, si era posible, la venida del señor Conde de Peñalva, a quien el Virrey, en uso de autoridad regia especialmente delegada para el caso, acababa de nombrar Gobernador y Capitán General de la provincia. Por de contado que Don Juan de Zubiaur, alma de todo aquel enredo, se encargó de facilitar la marcha del comisionado y suministrar los fondos y recomendaciones eficaces para el mejor resultado de la comisión.
«La embarcación que yo mandaba, como la de más confianza, fue la destinada para conducir a Veracruz a Don Felipe Álvarez, y por más que Don Juan se hubiese empeñado en ocultarme el secreto, a poca diligencia comprendí lo que había realmente. El insinuárselo con maña y destreza a Don Felipe, bastó para que éste me revelase gran parte, la más principal, de sus instrucciones, de las que acabé de cerciorarme usando del indigno medio de registrar una noche sus papeles. Apodereme con disimulo del más interesante, sin que Don Felipe llegase á entenderlo, y de esa suerte creí asegurada mi venganza.
»En efecto, en el momento mismo que llegamos a Veracruz, supimos que ya estaba allí el señor Conde de Peñalva en marcha para esta provincia. Entonces creí llegada la ocasión de comenzar mi venganza. Pedí una entrevista con el Conde, que me fue otorgada al instante. En ella le revelé cuanto yo sabía y puse en sus manos la prueba. Irritose hasta el furor al saber las maquinaciones de los Cabildos de la provincia, y juró que comenzaría sus castigos haciendo morir al comisario; y así lo intentó desde luego. Armáronse una noche él y dos personas más de su comitiva, y guiados por mí para no errar el golpe, cayeron a estocadas y puñaladas sobre el indefenso Don Felipe.»
En el instante en que llegaba el Gobernador a este punto de su lectura y lanzaba uno de sus frecuentes ¡Por vida de…! contra la infamia y villanía de aquellos asesinos, escuchose una especie de explosión aguda, verificada al parecer en el gabinete próximo al retrete que daba a la huerta.
El maestre, tirando a un lado el manuscrito, se arrojó rápidamente sobre su lanza y pistolas, hizo a Juan de Herrada, que también se había puesto en pie en el acto, armarse de su espada en la derecha, tomando la lámpara con la izquierda, y de esta suerte, penetraron ambos en el gabinete.
Inmediatamente se descubrió la causa de aquel estrépito. Juan de Herrada, al cubrir todos los puntos accesibles de la pieza, se había olvidado de uno muy importante, y era la gatera practicada en la puertecilla que daba sobre la huerta. Por ella había penetrado un enorme gato negro con pintas blancas, según pudo descubrirse en el momento en que hacía su retirada, y subiéndose a una mesa en que había varias piezas de loza y vidrio, sobre una de las cuales el repostero dejó un trozo de enchilado de la tierra, volcó el dicho animal unos cuantos platos y limetas, con lo que produjo el estallido que puso en alarma a los habitantes de la pieza inmediata.
Tranquilizado el maestre con el descubrimiento, mandó cubrir la gatera, y volvió gravemente a continuar su lectura, no sin haber prevenido a su ayudante que se mantuviese en vela.