En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
TERCERA PARTE
CAPÍTULO XIII
Sin embargo de la rapidez y serenidad con que el Prepósito había hecho sus últimas evoluciones, no estaba enteramente exento de temor y sobresalto. La señal hecha por el lego era verdaderamente alarmante, pues indicaba, en efecto, lo que el jesuita había dicho al oído del caballero cuando escuchó aquel signo inesperado.
La hora, según los usos y costumbres de aquel tiempo, era realmente avanzada y extraordinaria; y lo de venir a tal hora una persona grave a llamar a la Profesa solicitando una entrevista con el superior de ella, era un suceso tan poco común y desusado, que el Prepósito no hacía memoria de que en el tiempo de su gobierno en la casa, que era bastante dilatado, hubiese ocurrido más de dos veces, y eso en ocasiones muy graves.
Como, por otra parte, su conciencia no estaba muy tranquila con el paso que había dado aquella noche misma, haciendo, con mil precauciones, que Juan de Hinestrosa se escapase de su prisión, ya no le cupo duda alguna de que la visita anunciada tan misteriosamente tuviese algún enlace con aquel suceso. En esta inteligencia había hecho ya su composición de lugar, y cuando acudió a la puerta del claustro para abrir al que llamaba, estaba en guardia y muy sobre sí contra cualquiera sorpresa.
Su previsión no fue en vano, porque apenas hubo cruzado dos o tres palabras con el lego, vio acercarse del fondo del claustro un corpulento personaje de hábito blanco y manto negro.
Era el padre dominico.
—Jube domne benedicere —dijo el religioso cruzando los brazos y haciendo una profunda inclinación de cabeza al jesuita.
—Nos cum prole pia benedicat Virgo María —repuso el prepósito al momento, extendiendo la mano al recién venido, introduciéndolo en el salón, cuyas puertas volvieron a cerrarse y, llevándolo al fondo, cerca de una mesa a cuyo alrededor había algunos taburetes.
El jesuita con una rápida ojeada se cercioró mejor del estado de las cosas, y conoció que podía hablar cómodamente a media voz, sin temor de ser escuchado por los dos individuos encerrados en las piezas laterales. El dominico, a quien seguramente interesaba más el secreto de aquella entrevista, se apresuró a preguntar si realmente estaban solos en el sitio.
—Ya Vuestra Reverencia lo ve —respondió el prepósito—. No hay para qué abrigar temor alguno, y bien puede Vuestra Reverencia explicarme el objeto de la visita con que se sirve honrarme.
—El asunto, señor prepósito, es gravísimo.
—¡Qué! ¿Habrá vuelto a caer en demencia aquel desventurado preso, por el cual tiene Vuestra Reverencia tanto interés?
—Peor que eso —repuso el dominico—. El preso se ha escapado de su encierro.
—¡Imposible! —exclamó el jesuita ostentando la más profunda indignación y sorpresa—. Si tal fuese, el padre comisario estaría ya fuera de nuestras manos y poder.
—¡Ah! Esto es demasiado cierto, por desgracia; y en tan crítico momento, yo quiero oír la opinión de Vuestra Reverencia.
—Mas ¿cuándo ha podido escaparse ese hombre? Al medio día lo he visto muy tranquilo, y cuando salí de su calabozo quedó encerrado con dos llaves.
—Sin embargo, en la noche de hoy se ha escapado, y el carcelero no puede explicar el hecho. Está enteramente confundido.
—Y dígame Vuestra Reverencia —preguntó de nuevo el jesuita llevando las apariencias de su sorpresa hasta un término casi exagerado— ¿á qué hora ha sabido Vuestra Reverencia la fuga de ese infeliz?
—Poco después de las ocho. Volvía yo de la casa de gobierno a donde voy frecuentemente, pues según sabrá Vuestra Reverencia que soy el confesor del señor capitán general y el director…
—Sí, ya lo sé —interrumpió el prepósito, temiendo que su interlocutor gastase un tiempo, que a él le era muy precioso, en una reseña inútil de los fundamentos de su influjo en el ánimo del ilustre penitente—. Lo que importa ahora —prosiguió el jesuita— es que Vuestra Reverencia me refiera el suceso de la fuga de ese hombre que así ha venido a desconcertar nuestros medios de ataque contra el presuntuoso comisario.
—Pues, como digo, al regresar de Palacio con ánimo de recogerme en la habitación que tengo al lado mismo de la de Su Señoría Ilustrísima el Obispo, mi señor, creí conveniente dirigirme al calabozo del preso porque yo tenía no sé qué presentimiento, que me traía desazonado. Llamo al carcelero, ordénole que abra la prisión, verifícalo en efecto y nos encontramos sin nuestro hombre. La confusión nuestra apenas puede entenderse; en el momento mismo se pusieron en pie todos los dependientes. Se hizo un examen diligente de todos los pasadizos y patios, de todas las piezas adyacentes. Nada, ningún vestigio.
—Esto es incomprensible —murmuró el prepósito con aire meditabundo.
—Pues yo lo comprendo todo perfectamente —observó el dominico.
—A ver. Explíquese Vuestra Reverencia, por su vida, porque este suceso no puede sernos indiferente. No será extraño que trueque nuestros papeles, y que en vez de tener en nuestras manos al señor deán, sea él quien nos tenga a ambos en las suyas. Y si tal sucediese, no hay esperanza de misericordia.
—Precisamente ha dado Vuestra Reverencia en la dificultad.
—El señor deán ha sustraído de su calabozo al Capitán Juan Hinestrosa.
—Mas me ocurre una objeción en contra de eso, reverendo padre; y es que si el señor deán quería dar la libertad al Capitán Hinestrosa, nadie podía evitárselo. Está en sus facultades hacerlo y no necesitaba de andarse en misterios para ello.
—¡ Jesús! —exclamó el dominico— ¡Que eso diga Vuestra Reverencia sabiendo el inmenso interés que el padre comisario tiene en la prisión de ese hombre! No, señor prepósito, la libertad del Capitán Hinestrosa no puede convenir en manera alguna al señor deán. Tampoco ha podido, ni debido retenerlo en prisión por más tiempo, mucho menos sabiendo sus frecuentes entrevistas conmigo, y sospechando acaso las que yo he facilitado a Vuestra Reverencia. Además, Don Tadeo de Quiñones, ese mochuelo que es el depositario de todas las flaquezas del buen señor deán, ha estado inquieto y turbado estos últimos días. Su presencia en Palacio ha sido más constante, y no parece sino que se había constituido en espía de todos mis pasos y acciones. Con el título de inspector de los presos, ha procurado tomarse más autoridad de la que le compete, y no hay duda que aquí ha obrado en connivencia con el señor deán. No hay remedio, yo estoy en la firme persuasión de que el padre comisario ha sustraído al preso sin formalidad ninguna, y por miras personales y privadas.
—Ya lo veo —observó el jesuita—, las reflexiones de Vuestra Reverencia no carecen de peso; mas, ¿qué quiere Vuestra Reverencia que hagamos en semejante lance?
—En verdad, señor prepósito, que lo ignoro, pues yo he creído de mi deber dar parte a Vuestra Reverencia del suceso, a fin de hallar un expediente pronto y eficaz para librarnos de la tempestad que nos amenaza. Cualquiera ventaja que logre el comisario, ha de redundar en perjuicio nuestro.
El jesuita permaneció en silencio algunos segundos, en actitud meditabunda y sombría.
—¿No se ha dado parte al señor deán de la ocurrencia? —preguntó después al dominico.
—No me ha parecido bien dar este paso sin consultarlo previamente con Vuestra Reverencia.
—Mal hecho —rezongó el Prepósito—, fácil hubiera sido coger entonces de sorpresa al señor deán y acaso habríamos descubierto algo, mientras que ahora, después de haberse pasado un tiempo considerable, fácil es que haya adoptado algunas precauciones para ponerse en guardia. Apuesto a que tiene ya tan bien combinado su plan, que es imposible hacerlo abortar.
—Sin embargo —dijo el dominico, alarmado con la observación del jesuita—, preciso es hacer algo. No hemos de abandonar tan fácilmente la victoria sin luchar. Es cuestión de vida o de muerte.
—Bien, ya lo veo. Pero ¿qué quiere Vuestra Reverencia que hagamos? —preguntó otra vez el prepósito—. En verdad que no lo sé —agregó como respondiéndose y dejando que el pobre dominico, cuyo aire compungido parecía remedar, apurase todos sus recursos y viniese él solo, y colmo espontáneamente, a colocarse en el terreno en que quería verlo.
—Pues yo —replicó el religioso— soy muy capaz de armar ahora mismo un escándalo y no permitir una fácil victoria al comisario. No; ese hombre en sus manos exclusivamente, va a ser para nosotros una fuente de calamidades.
—Yo no temo ninguna para mí —dijo a media voz el jesuita.
—Pues yo las temo para mí y para Vuestra Reverencia —replicó el dominico alzando a tal punto la voz, que su interlocutor tuvo por conveniente hacerle, llevándose el índice de la mano derecha a la boca, un signo expresivo para que se moderase, indicándole con esto que tal vez sus palabras podían caer en el oído de algún inoportuno testigo.
—Veamos —dijo entonces el prepósito procurando moderar la vehemente excitación del otro—, veamos qué haría Vuestra Reverencia, y, si mereciese mi aprobación, yo se la daré de buena gana.
Entonces el dominico, apreciando en su justo y merecido valor el signo de silencio que el jesuita le había hecho, comenzó a explanar circunstanciadamente su plan de operaciones, pero en una voz tan remisa, que era de todo punto imposible percibir a dos pasos de distancia lo que así explicaba tan acaloradamente, según los multiplicados ademanes y visajes que hacía a cada palabra.
El jesuita, que le escuchaba atentamente, mostraba en su fisonomía la impasibilidad más completa, sin que una sola contracción de sus músculos ni un solo movimiento diese señal alguna por donde pudiese inferirse lo que realmente pasaba en su ánimo en aquellos momentos.
El discurso del dominico se había prolongado por más de un cuarto de hora, sin haber sido interrumpido ni una sola vez. Concluida su larga exposición, se quedó mirando de hito en hito al jesuita esperando escuchar su dictamen; mas el prepósito inclinó al fin la cabeza sobre el pecho y se sumió en una cavilación profunda. Alzola de nuevo, pasado algún tiempo, y tomando la mano del dominico y apretándola con fuerza, díjole con acento solemne:
—Merecía Vuestra Reverencia ser de los iniciados, por lo bien combinado de su plan. Apruébolo de buena gana y le ofrezco mi formal cooperación en el asunto. Las especies que Vuestra Reverencia me ha revelado, no eran para mí un misterio, antes bien las sabía en todos sus pormenores. El deán es un delincuente y merece el castigo. Una cosa, sí, me ocurre que decir a Vuestra Reverencia, y es que tenga gran cuidado de no dar el golpe en vago y se vaya a malograr todo, porque en tal caso las ventajas que Vuestra Reverencia sueña como fáciles pueden convertirse en contra suya y poner las cosas en peor situación que antes.
—Así lo comprendo; pero ya he explicado a Vuestra Reverencia cuáles son mis recursos.
—Basta con ello.
—En tal caso…
—Puede Vuestra Reverencia proceder inmediatamente y sin dilación ninguna. Toda tardanza en el particular, no puede menos que aumentar las ventajas del comisario y disminuir las de Vuestra Reverencia —dijo el Prepósito incorporándose para seguir el movimiento de la misma clase que el dominico acababa de hacer.
Despidiéronse ambos reverendos en la puerta que daba al claustro, en donde el prepósito hizo profundas cortesías al dominico, encargando al lego que lo guiase con mucho cuidado, alumbrando bien con la linterna los escalones, a fin de evitar algún paso en falso. Cuando el rumor de los pasos se hubo perdido en el silencio y soledad de los corredores, encerrose de nuevo el jesuita en el salón y encaminose de prisa a establecer una franca corriente de aire en la pieza en que el respetable caballero había estado oculto y casi a punto de sofocarse.
Luego que éste se hubo repuesto un tanto, le comunicó por lo bajo algunas circunstancias de la conferencia ocurrida con el dominico. El buen caballero no hacía sino repetir a menudo su favorita exclamación, al verse precisado a tomar parte en aquellos manejos, por más que su carácter y conciencia lo repugnase; pero como todo esto se le presentaba como precisa y natural consecuencia de su conducta anterior en la época de la Santa Hermandad, tuvo que resignarse pacientemente y someterse a la dirección exclusiva del jesuita.
Y como éste le indicó la necesidad de suspender el interrogatorio de Hinestrosa para proceder inmediatamente a ponerlo en toda seguridad, mientras pasaba la tormenta que iba a comenzar, creyó entonces oportuno retirarse, esperando nuevo aviso.
En efecto, partió al momento, acompañado hasta la puerta del mismo lego que había guiado al dominico.
En cuanto al Capitán Hinestrosa, que esperaba haber ya tocado al fin de su cautiverio, no fue poca su sorpresa al recibir la intimación de marchar a un lejano y oculto calabozo de la Profesa, de donde es preciso que salgamos para acudir a presenciar otras escenas.