De la Biblioteca de FREDY: “LA HIJA DEL JUDÍO” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO XII por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO XII

Y el jesuita, que no parecía ya muy tranquilo, entreabrió de nuevo la puerta que comunicaba al claustro principal, echó por él una rápida ojeada, intimó sus órdenes al lego que hacía de centinela y después de tomar otras medidas precautorias, volvió a sentarse en el sofá al lado de Don Alonso, teniendo enfrente al Capitán Hinestrosa, colocado en el taburete que se le había ofrecido y contemplando con gran serenidad los movimientos del Prepósito. La actitud grave e imponente del caballero, hacía más solemne la escena.

El jesuita dirigió entonces la palabra al Capitán:

—Me parece, señor Hinestrosa, que se habrá usted repuesto de la especie de sorpresa que ha recibido al encontrarse aquí con el ilustre caballero que está presente.

—Sí, señor —dijo sumisamente el preso—. Yo suplico que me disimulen los arrebatos que acabo de mostrar, hijos del extravío de un espíritu abatido por tantos años de miseria y degradación. Tal vez habré sido muy delincuente, no me atrevería en verdad a negarlo; pero, ¡ah!, el castigo ha sido terrible y superior a mis débiles fuerzas.

Y una gruesa lágrima brotó de aquel ojo siniestro, y se detuvo sobre el sucio y enorme mostacho.

— Pues bien —prosiguió el Prepósito—, es necesario que usted nos lo revele todo, porque de su sinceridad y franqueza depende el exacto cumplimiento de las promesas que ya le he hecho, y ahora ratifico. Sabe usted muy bien que yo he querido sustraerlo del poder temible del señor comisario de la Santa Inquisición, compadecido del mísero estado en que le he visto, después de haber sido testigo de su antigua importancia y temible influjo en el ánimo del hombre que fue por más de dos años el terror y espanto de esta provincia. Para sacarle de la obscura y formidable mazmorra en que lo he hallado, me ha sido preciso superar grandes obstáculos y desafiar el poder religioso del señor Deán; pero tampoco debe usted olvidarse que yo también soy miembro del Santo Tribunal, y la menor falta de exactitud, el más pequeño asomo de felonía por su parte, privaría a usted de todo derecho a mi compasión, y de protector suyo que he querido constituirme, al punto me convertiré en su fiscal y acusador. Y entonces… no habrá misericordia.

—Yo responderé a cuanto quiera Vuestra Reverencia preguntarme, y le daré cuantas explicaciones guste. Vuestra Reverencia sabe muy bien con qué puntualidad y confianza he seguido todas sus instrucciones hasta aquí. La vigilancia de mi carcelero y verdugo Don Tadeo de Quiñones ha sido burlada; y hasta el reverendo padre dominico a quien debo mil consuelos y muestras de bondad, ignora todavía mi ausencia del calabozo.

—Usted me ha comunicado anoche que había entregado a ese buen religioso una relación escrita de ciertos sucesos. ¿Por ventura le ha dado usted a entender, por escrito o por palabra, la clase de relaciones que median entre usted y el prepósito de la sagrada Compañía de Jesús?

—No tal; Vuestra Reverencia me había encargado el sigilo, y yo he conocido desde el principio cuánto me importaba observarlo rigurosamente.

—Sin embargo…

—Nada tiene que temer Vuestra Reverencia. Los apuntes que he comunicado al padre dominico no tienen que ver con lo que ha ocurrido entre Vuestra Reverencia y este desventurado, a quien se digna mostrar tanta bondad y compasión.

—¿Es algún secreto que no puede usted comunicarme el contenido de esos apuntes?

—No… señor… —respondió vacilando el Capitán—. Es ciertamente un secreto…

—Pues si lo es —interrumpió con alguna aspereza Don Alonso—, hará usted bien en no descubrirlo aquí, si no conduce a lo que el señor prepósito desea averiguar de usted.

Hinestrosa, que había recobrado enteramente la lucidez de su espíritu, pasado que hubo el arrebato que había producido en él su anterior excitación, hizo una respetuosa cortesía a Don Alonso, significando con ella que le parecía muy justo y racional su dictamen.

El ademán del jesuita fue diferente. Creyendo que Don Alonso se tomaba en el caso más autoridad de la que podía competirle en aquella circunstancia, iba a dirigir una formal y severa intimación al preso, a fin de que dijese paladinamente el contenido del manuscrito puesto en manos del dominico. Pero como en rarísima vez de su vida el jesuita se había dejado arrastrar del primer impulso, y todas sus acciones y palabras eran siempre efecto del cálculo y de la deliberación, se detuvo en su imprudente movimiento, pasose la mano por la frente, extrajo del bolsillo la caja de tabaco, ofreciósela al caballero y también al preso, sorbió lentamente el polvo sin hablar una palabra, y durante este intervalo reflexionó que no convenía a sus miras exasperar al ilustre caballero, que su presencia era indispensable allí por el momento, y que tiempo sobrado hallaría para cerciorarse de todo lo restante, sin necesidad de complicar unos hechos con otros.

Además, cruzole por el ánimo la idea de que acaso sería inconveniente y aun peligroso que Don Alonso se enterase de la revelación del preso, pues podía ser de tal carácter, que el conocimiento de un tercero neutralizase los medios de acción que esa misma revelación podría ofrecerle contra el reverendo padre comisario.

Cuando esta idea hubo fijado, en fin, en el ánimo del jesuita, diose la enhorabuena por no haberse dejado arrebatar, y se convenció más y más de la cordura de su sistema de no hacer, ni decir cosa alguna indeliberadamente. Como si no hubiese, pues, ocurrido ningún incidente, dirigiose de nuevo al Capitán para proseguir en el interrogatorio.

—Usted sabe, o afecta saber, que la esposa de Don Felipe Álvarez de Monsreal, procesado por judío, ha sido la persona que dio el golpe fatal que terminó la vida del señor Conde de Peñalva. ¿Cómo ha logrado usted ese conocimiento?

Hinestrosa se estremeció al escuchar el contenido de la pregunta, viéndose en presencia de un hombre a quien creía plenamente complicado en la ejecución de aquel misterioso asesinato. Ese hombre era Don Alonso, y encontrándose, por decirlo así, en sus manos y sujeto tal vez a su juicio, temió que el fin de sus desdichas se hallase lejos todavía si, como era muy probable, el caballero conservaba el poder e influjo suficientes para hacer desaparecer a un funesto testigo. El preso ignoraba totalmente los cambios que habían ocurrido con los años, y suponía que Don Alonso era todavía el temible personaje de otros tiempos.

—Señor —respondió Hinestrosa aterrado—, creo que tengo, en efecto, evidencia del hecho a que Vuestra Reverencia se refiere. El Conde de Peñalva, la noche en que fue asesinado, recibió en Palacio misteriosamente a aquella señora a quien había tenido la imprudencia de solicitar, no obstante los antiguos y poderosísimos motivos de odio que de parte de ella existían contra el Conde. El señor Don Alonso, que me está escuchando, sabe muy bien que el puñal que se halló sembrado en el corazón del difunto estaba en poder de Don Felipe Álvarez de Monsreal.

—¿Eso es todo lo que usted sabe? —volvió a preguntar el Prepósito.

—Y creo que es lo bastante, ¡por la Virgen de Alcobendas!, para perder a aquella desgraciada, si viviese —murmuró Don Alonso.

— Y también á sus cómplices —añadió Hinestrosa con cierto aire de atrevimiento.

—¡Cómo! ¿Pretende usted complicar a alguien en ese misterioso asesinato? —replicó con entereza el caballero.

—Señor, yo no pretendo acusar, ni complicar a persona alguna en este odioso asunto —respondió Hinestrosa como arrepentido de su ligereza—. Hartas culpas y faltas he cometido, y harta indulgencia necesito para mí mismo, ciertamente, para acriminar a los demás en un hecho que ha ocurrido allá en tiempos atrás, y que fue un castigo notorio de la Divina Justicia. Yo respondo a lo que se me pregunta y digo lo que sé. Si se me prohíbe hablar más, juró que obedeceré los preceptos que se me impongan. Ya lo he dicho; yo sólo quiero morir tranquilo en un claustro de recoletos.

Hubo una larga pausa. Después de ella, el Prepósito prosiguió, dirigiéndose siempre a Hinestrosa.

—Pie ofrecido a usted mi protección y la tendrá; pero ya he dicho a qué precio debe obtenerla. ¿Con qué motivo dice usted que la señora a cuyos golpes murió el Conde de Peñalva, tuvo cómplices? ¿Quiénes son éstos?

—Debo hablar conforme a mi conciencia y decir la verdad, supuesto que Vuestra Reverencia me lo exige. Don Juan de Zubiaur era enemigo mortal del Conde y estaba en Mérida el día en que éste fue asesinado, pues yo mismo le vi dirigirse a la estancia de San Pedro, en que residía la esposa de Álvarez. Un cuarto de hora antes, mientras yo daba un rodeo por las inmediaciones de la finca, vi también a este ilustre caballero que me escucha, entrar recatándose por la puerta falsa de la huerta. Yo no sé si Vuestra Reverencia se hallará enterado del odio que el señor Don Alonso abrigaba, con razón o sin ella, que eso no me toca a mí averiguarlo, contra el difunto. Sólo sabré decirle que un día, este ilustre señor y Don Felipe Álvarez de Monsreal penetraron en palacio para asesinar al Conde.

—¡Por la Virgen de Alcobendas, que miente usted como villano! —gritó Don Alonso fuera de sí.

Hinestrosa, sin inmutarse, continuó:

—Yo creo que Usarced no se habrá olvidado…

— De nada me he olvidado —interrumpió el caballero— y recuerdo perfectamente el hecho a que usted se refiere; pero es usted un infame al disfrazar aquí la verdad, habiendo sido testigo de lo que realmente acaeció en ese día de oprobio y baldón para usted y su amigo el Conde de Peñalva. ¡Asesinar!… Quédese eso para quienes tuvieron la bajeza de disfrazarse en Veracruz, ponerse en acecho y acometer en medio de la obscuridad y soledad de un callejón a un hombre pacífico y desarmado.

— Señor, yo soy un hombre desvalido, agobiado de sufrimientos y miserias…

—Y válgale ello, ¡por la Virgen de Alcobendas!, para no recibir el condigno castigo de su ligereza e insolencia.

El desventurado Capitán Hinestrosa se desató en un mar de lágrimas, y sus convulsivos sollozos podían percibirse desde alguna distancia, lo que tenía un tanto alarmado al prepósito, que deseaba ocultar a todo trance la presencia de aquel hombre en la profesa de San Javier. Vuelto en sí de su arrebato el noble caballero, avergonzose de su cólera contra un hombre impotente y sin fuerza.

—Dispense usted, señor de Hinestrosa —murmuró algo cortado—, yo no soy capaz de ofender a un hombre débil y abatido. Concibo muy bien, que usted ha podido equivocarse, con alguna apariencia de razón, en la especie que usted refiere; pero un caballero de honor debe rechazar cualquiera calumnia.

—No hablemos más de esto —terció el jesuita— y usted debe tranquilizarse, Capitán Hinestrosa —y dirigiéndose al caballero, díjole por lo bajo, sin que el otro lo escuchase:

— Sería una imprudencia exasperar a este hombre, testigo que puede comprometernos. Preciso es no irritarlo y sacar de él toda ventaja posible. Tenga presente a la desgraciada niña que se halla encerrada en el noviciado.

Y Don Alonso lloró a su vez, al reflexionar que, sin embargo de su rectitud y entereza de conducta, si una vez se había empeñado en vías escabrosas y difíciles, en hechos tenebrosos y de moralidad bastante dudosa, era preciso resignarse a todas sus consecuencias.

Conoció entonces cuán fácilmente podía ser abatido su noble orgullo, cuán débil era el cimiento de su antigua reputación y cuán graves las consecuencias que podían resultar de un hecho sepultado, al parecer, en el olvido o el misterio, y que hoy venía a envolver a la infortunada huérfana que había adoptado por hija.

Y sobre todo, acabó de persuadirse de la necesidad de seguir puntualmente las sugestiones del jesuita, cualesquiera que fuesen los motivos y fines de su conducta, supuesto que ya no le era dable apartarse de la pendiente en que comenzaba a ser arrastrado.

El Prepósito, que parecía adivinar, punto por punto, cuanto en el ánimo del caballero ocurría, dejole entregado a sí mismo y a sus tristes y sombrías reflexiones, sin aventurar una sola palabra más sobre la materia. Testigo impasible de aquella escena, no hacía más que contemplar alternativamente al caballero y al Capitán, esperando el fin de ella. Cuando ambos se hubieron serenado, reasumió así el interrumpido interrogatorio:

— Conviene ahora que usted nos explique francamente qué clase de conexiones tuvo el señor Deán con el difunto Conde de Peñalva.

— Yo sé que las tuvieron muy íntimas, y que algunos asuntos que en la Corte se ofrecieron al buen señor Deán, fueron cuidadosamente recomendados por el Conde, cuya familia gozó siempre de mucho influjo en el ánimo del Soberano; pero esas conexiones se estrecharon más con motivo del suceso del judío.

—Veamos; aclare usted este suceso.

—Creo que Vuestra Reverencia debe saber, o sospechar por lo menos, que el Conde se hallaba apasionado de Doña María Altagracia de Gorozica, que al fin se desposó con Don Felipe Álvarez de Monsreal. Este individuo era mortal enemigo del gobernador, y yo tengo para mí, que se acechaban los pasos mutuamente. Lo cierto es que, aun antes de que se verificase el matrimonio, ya el señor Deán había sugerido al Conde la especie de que Álvarez era hijo de un judío. La noticia no cayó en saco roto, y el Conde pensó sacar de ella la ventaja posible. Sus tentativas, sin embargo, fueron inútiles. Entonces fue cuando el señor Deán aconsejó al gobernador que delatase en forma a su enemigo como judío y reo de no sé qué otros crímenes gravísimos. El Conde vaciló algo, temiendo comprometerse demasiado en un negocio de esta naturaleza. El comisario se lo facilitó de tal manera, que el otro hubo de acceder sobre el recíproco convenio de que se haría división de los bienes del judío entre el juez y el denunciante.

El jesuita lanzó una expresiva mirada sobre Don Alonso, como significándole que ya debía ver que sus juicios acerca del señor Deán no eran tan temerarios, como acaso se habría figurado en un principio. El buen caballero no hacía sino escuchar, atónito aquella relación de diabólicas intrigas.

Hinestrosa prosiguió:

—El convenio se firmó entre ambas partes, y el conde guardó para sí un ejemplar.

—¿Ignora usted el paradero de ese documento? —preguntó el jesuita con una avidez casi febril.

— Yo sé que estaba encerrado, con otros varios papeles interesantes, en una secreta del escritorio que el conde tuvo siempre en su recámara. No sé del paradero de ese mueble; pero estoy seguro que, si no ha sido fracturado , allí debe encontrarse el documento de que me habla Vuestra Reverencia.

«¡Oh, providencial fortuna!», pensó para sí, extasiado, el jesuita.

—Me parece —dijo Don Alonso— que Vuestra Reverencia remató para el colegio ese escritorio en la almoneda que se hizo de los bienes del Conde.

—¡Puede ser! —dijo con afectada indiferencia el Prepósito—. Recuerdo, en efecto, haber comprado en esa almoneda casi todos los muebles del finado. Mañana mismo he de hacer la pesquisa, aunque me temo mucho que tal escritorio, después de tanto tiempo, haya sido destruido.

Sin embargo, ese mueble se hallaba en la Secretaría del Colegio, en muy buen estado y no es probable que el prepósito lo ignorase.

—Y bien —prosiguió éste— sin dar lugar a que el caballero se detuviese en el incidente ocurrido—, ¿qué resultó después de ese convenio?

—Que el Conde formalizó, en efecto, la delación, y en consecuencia, Don Felipe Álvarez de Monsreal fue preso y procesado por el Santo Oficio. Mas la partida de los bienes no llegó a verificarse, pues el desventurado Conde de Peñalva fue asesinado en la mejor oportunidad para que el señor Deán se hallase redimido de su compromiso.

—¡Por la Virgen de Alcobendas, que el relato de este hombre me deja extático! —exclamó Don Alonso escandalizado de escuchar tantos artificios.

Iba el socio a proseguir en sus indagaciones, cuando unos golpecitos en la puerta que daba al claustro hicieron sobresaltarse al jesuita.

—Visita tenemos y de persona grave —dijo al oído de Don Alonso—. Visita de persona grave y a esta hora, el negocio debe ser de alguna consecuencia. Yo ruego a Usarced penetre en esta pieza —añadió indicando una puerta lateral.

Y dirigiéndose a Hinestrosa tomole de la mano e introdújolo en un pasadizo inmediato cuya puerta posterior se hallaba cerrada de firme. En medio minuto, hallose enteramente sólo en la escena y entonces se encaminó a abrir al lego que había dado la señal de alarma.

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