DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO XI por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO XI

Y la presencia de este individuo no pudo menos de producir en el ánimo del caballero una vehemente conmoción. Don Alonso vio acercarse, paso entre paso y vacilando en cada movimiento, a una especie de esqueleto sombrío y escuálido. Su desgreñada y blanca cabellera caía en desorden sobre el cuello y espaldas; su espesa, sucia y canosa barba, descendía hasta la cintura, y el extraño ropón que le servía de vestido daba a su apariencia un aire sepulcral y pavoroso. En medio de la espesura de la barba y cabellos, brillaba con una luz fosfórica un solo y único ojo; la luz del otro estaba enteramente extinguida, y la cavidad en que estuvo colocada la muerta pupila, desaparecía bajo una ceja prolongada y cerdosa.

Cuando el fantasma estuvo junto al caballero que lo contemplaba extático, incorporose éste con un brusco movimiento, exclamando:

— ¡Por la Virgen de Alcobendas, que yo estoy mirando, me parece, al Capitán Juan de Hinestrosa!

Estremeciose éste al escuchar su nombre. Fijó con más intensión el ojo sobre Don Alonso, y después de algunos segundos repuso con una voz hueca y temblorosa:

— No se Ha equivocado Usarced, señor Don Alonso de la Cerda. ¡Ah! Ya comprendo ahora por qué se me ha hecho salir de mi obscura prisión y trasladar a este sitio que no conozco. Salgo de las manos del Santo Oficio para caer en las de los asesinos del señor Conde de Peñalva, a quien Dios haya perdonado.

La indignación y sorpresa de Don Alonso apenas puede significarse. El Prepósito permanecía en pie contemplando la escena con afectada indiferencia.

Juan de Hinestrosa prosiguió:

— ¡Qué quieren de mí los traidores, los asesinos y los rebeldes a su Rey y señor natural!

— ¡Calle usted, villano! ¡Por la Virgen de Alcobendas, que si no acatara al sitio y a la miserable persona del que así habla, yo arrancaría la lengua a este villano y la arrojaría a los perros! —dijo transportado de ira Don Alonso, y dirigiéndose al Prepósito, continuó:

— ¿Qué pretende Vuestra Reverencia hacer de mí, exponiéndome a los insultos de este malsín? ¿Qué significan estas extravagantes tramoyas de irme presentando, uno a uno, a los presos y substraídos que tiene en su poder, por qué sé yo qué medios, a fin de alterar la tranquilidad de mi espíritu, sacándome de mi ordinaria moderación?

Respóndame Vuestra Reverencia desde luego, o habré de marcharme de aquí, a cualquier riesgo.

— ¡Calma y más miramiento, señor Don Alonso! —murmuró el jesuita en tono de concentrado disgusto—. Usarced se halla preocupado contra mí y le veo muy dispuesto a echar a mala parte los motivos de mi conducta, sin tomarse la molestia de examinarlos un instante.

— Permítame Vuestra Reverencia decirle, que esos reproches no dan respuesta ninguna a las preguntas que le he dirigido. ¿Por qué viene aquí a insultarme este desventurado?

— Porque yo le he ordenado venir, no precisamente a desahogar sus malas pasiones, sino para imponerle perpetuo silencio.

Don Alonso, que no quería soltar prenda alguna que diese ventajas al preso, ni mucho menos al jesuita, cuyos motivos, en efecto, comenzaban a parecerle un tanto sospechosos, replicó al momento:

— ¡Silencio, dice Vuestra Reverencia! Yo puedo imponerlo con mi espada a cualquier insolente que se atreva a empañar mi honra, sin necesidad de apelar al brazo de un tercero.

El jesuita clavó los ojos en el suelo y comenzó a figurarse que había dado un paso falso con haber traído a Hinestrosa a la profesa de San Javier, después de algunos riesgos y contratiempos, todo con la mira de proporcionarse ventajas en su plan de operaciones, logrando una entrevista entre el tal preso y el caballero.

El lenguaje brutal e insolente de Hinestrosa, que sólo podía atribuirse al estado no muy sano todavía de su juicio, que seguramente perdió algo de su lucidez encontrándose, sin esperarlo, con Don Alonso de la Cerda; la excitación que eso había producido en el caballero, y el papel un tanto equívoco que, en consecuencia, aparecía representando; todo ello había comenzado a desconcertarlo, y ya no sabía ni cómo responder a los reproches de Don Alonso, ni mucho menos cómo detener el giro que podían tomar las ideas de Hinestrosa, si en efecto llegaba realmente a sufrir en la cabeza una nueva pérdida de su equilibrio.

Hinestrosa, entre tanto, paseaba su mirada siniestra sobre el caballero y el jesuita. Parecía haber perdido la memoria de lo que había dicho precedentemente, y de feroz e insolente que era su aire al principio, había decaído en estúpido e impasible. Sus facciones recobraron alguna fría regularidad, apoyose al fin del espaldar de una silla, cerró el único ojo que le quedaba y cayó en una especie de sopor.

El caballero, reflexionando que acaso se había dejado arrebatar más de lo que cumplía en aquella difícil y delicada situación, dejose caer a plomo otra vez en el sofá, apoyó, como antes, ambas manos sobre el bastón, descansó en ellas la cabeza y volvió a engolfarse en extrañas cavilaciones.

El primero de los tres personajes de la escena que se puso en movimiento, fue el padre Prepósito. No habló de pronto; pero sí comenzó a pasearse de un extremo a otro del amplio salón en que se hallaban reunidos. Su aire parecía sombrío; llevaba cruzadas ambas manos por detrás, e inclinada al pecho la cabeza. El silencio que reinaba durarla cerca de un cuarto de hora.

De repente se detuvo el jesuita junto al Capitán Hinestrosa y le dio en el hombro una ligera palmada. El preso abrió despavorido su único ojo, y se quedó mirando de hito en hito al Prepósito como olvidado enteramente del lugar en que se hallaba y de las circunstancias que le habían traído allí.

—¡Capitán Hinestrosa! —díjole el jesuita—. ¿Sabe usted en presencia de quién se encuentra hoy?

— Sí, señor —respondió humildemente el preso—. Estoy delante del señor consultor del Santo Oficio.

— ¡Conoce usted a ese caballero que ve allí sentado en ese mueble?

— Ciertamente: es el ilustre señor Don Alonso de la Cerda, justicia mayor de la provincia y al cual debo el más profundo respeto, y a quien pido humildísimamente me perdone los males que hice a la provincia durante mi aparcería con el infame Conde de Peñalva, de odiosa memoria. Sé que ese caballero puede perderme; pero yo estoy dispuesto a revelarlo todo y a explicar los motivos de mi conducta en la aciaga época de aquel perverso mandarín, si el señor justicia mayor quiere excusarme de la infamia de un suplicio y me permite morir tranquilamente en la soledad de un claustro de recoletos.

—He allí el mismo lenguaje que tenía mientras estuvo en la real cárcel —murmuró Don Alonso, sin cambiar de actitud.

—Y eso mismo debe probar a Usarced dos cosas: primera, que no ha sido torcida mi intención al traer aquí a este hombre y, segunda, que ha vuelto tal vez a caer en su antigua demencia, supuesto que habla y se explica como si estuviese aún en las manos del justicia mayor, que sucedió en el gobierno de la provincia al Conde de Peñalva, y como si se hallase todavía en la real cárcel.

Juan de Hinestrosa había avanzado unos pasos y se detuvo en actitud respetuosa junto al caballero.

— Y bien —prosiguió el jesuita dirigiéndose al desgraciado lunático— ¿quiere usted, a trueque de no perecer en la hoguera que debe prepararle la Inquisición, revelarnos lo que usted sabe sobre el destino del Conde de Peñalva?

—¡La Inquisición! —exclamó, sorprendido, Hinestrosa—. ¿Qué, el señor Comisario se atrevería a condenarme a la hoguera después de lo que me hubo ofrecido reiteradas veces, en recompensa de mi secreto.

— ¿Por qué no, amigo mío? —repuso con aparente indiferencia el Prepósito, que aún no comprendía qué clase de relaciones y pactos habían mediado entre el preso y el señor Deán, sin embargo de las frecuentes alusiones que a eso solía hacer Hinestrosa en sus entrevistas con el jesuita, y sin embargo también del afán de éste en ponerse al tanto de la realidad de los hechos—. ¿Por qué no? —repitió el Prepósito—. El Santo Tribunal no tiene que ver con las conexiones individuales que sus miembros puedan tener con un procesado.

— Y yo ¿por qué he de estar procesado? —preguntó Hinestrosa dando con el pie un fuerte golpe contra el suelo—. ¿Por qué delito tiene que juzgarme el Santo Oficio?

—Eso allá su conciencia podrá decírselo —repuso el jesuita—. El señor Comisario sabe su deber, y supuesto que ha procedido contra usted, él tendrá sus razones.

El jesuita impensadamente había traído al presumido sobre un camino que podría llevarle rectamente a su fin, al cual no pensaba llegar sino por curvas. Así pues, a pesar de la presencia de Don Alonso, que era un hombre incapaz de prestarse a manejos e intrigas, el jesuita resolvió hacer el último esfuerzo para averiguar la verdad, en aquella ocasión feliz que podía escaparse sin esperanza, y descubrir lo que realmente había ocurrido entre el señor Deán e Hinestrosa.

De tal carácter podían, en efecto, ser estas conexiones, que su conocimiento fuese una arma ventajosa para el Prepósito en su desavenencia con el señor Deán, contra quien buscaba cargos y acusaciones por todos lados, temeroso de un conflicto con la suprema Inquisición, que se hallaba prevenida ya contra el Prepósito a virtud de los informes del padre Comisario, como lo hemos visto al principio de esta historia.

—¡Razones! —repuso, arrebatado, Hinestrosa—. No, señor; el padre Comisario no puede tener ninguna razón contra mí. Yo me he puesto voluntariamente en sus manos, para sustraerme de los perseguidores que me tenían sumido en la real cárcel. El me ha ofrecido su protección y amparo y ha debido cumplírmelo.

— Todo esto será muy bueno; pero acaso habrá cambiado de dictamen —rezongó el jesuita.

— ¿Y a qué viene que Vuestra Reverencia suponga en el padre Comisario intenciones que tal vez no abriga y falsifica de esa suerte la conducta ajena? —preguntó Don Alonso, al observar el giro que daba el jesuita a la conferencia con el infeliz Hinestrosa.

Este sin comprender la observación del caballero, ni detenerse siquiera a escucharle, continuó hablando con un cierto grado de excitación:

— Sí, señor; lo recuerdo muy bien; y si no, preguntádselo a Don Tadeo de Quiñones, que es el mayor hipócrita que hay en toda la provincia. La noche que yo me escapé de la real cárcel… tenía deseos de hablar, de gritar, de revelar verdades ocultas a todo el mundo… aun a riesgo de subir a un patíbulo… Fui corriendo A San Javier, llamé, pedí confesión y anuncié que iba allí a decir cosas que causarían espanto y conflicto. Lloraba yo, ¡ah! me acuerdo perfectamente. Lloraba de dolor, de ira, de confusión y de deseo de venganza. Pero ¡ya se ve! ¿Qué podía hacer? Sí, señor; yo… ¿no se lo he dicho a Vuestra Reverencia, señor Consultor? Pues bien, ahora voy a decírselo para su gobierno. ¡Maldita memoria!… ¿Qué iba yo diciendo?… Sí, es cierto: dije en el confesonario la pura verdad, porque no hay cosa más cierta que quien mató al difunto señor Gobernador fue la esposa de aquel perro judío, por quien se desvivía de amores el Conde… Y esa noche aciaga… fue allí… a Palacio… Si lo sabré yo —¡voto a tal! —, aquella…pero… ¿qué iba yo a decir? ¡Cabal! Penetró, porque iba a cenar y a dormir con el Conde, y entonces le dio de puñaladas por instigación y consejos de Don Juan de Zubiaur y de Don Alonso de la Cerda… y también por satisfacer sus propios resentimientos… porque ha de saber Vuestra Referencia que el delator de aquel perro judío, fue el señor Conde que de Dios goce… y el señor Deán nos dijo que se haría una partida de todos los bienes… y en esto mataron al Conde, a quien espero habrá enviado Dios a los infiernos, que bien merecía por sus grandes delitos y pecados. Pero yo, ¡pobre de mí!… si no hubiese sido por la malignidad, codicia e infamia de Don Juan de Zubiaur, que no quiso mi matrimonio con su cuñada… y eso porque era yo un pobre y él quería quedarse con todos los bienes de la familia… como en efecto…

—Pero bien, amigo mío —interrumpió el jesuita—. Está usted haciendo una confusa mezcla de tantas especies y ocurrencias, que no puede comprenderse lo que dice. Serénese usted, por Dios, y más tranquilo díganos con formalidad y cordura el motivo de su prisión en las cárceles del Santo Oficio. En primer lugar, tome usted asiento en este taburete.

El preso obedeció maquinalmente.

— Creo —dijo Don Alonso, incorporándose— que mi presencia es inútil aquí. Permítame, pues…

—No, caballero; de ninguna manera. Nuestra conferencia con este hombre va a decidir de la suerte de la pobre novicia. ¿Es este algún asunto indiferente para Usarced? En tal caso puede partir.

Don Alonso volvió a ocupar su sitio en el sofá.

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