DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – TERCERA PARTE / CAPÍTULO VIII por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

TERCERA PARTE
CAPÍTULO VIII

La conferencia de la hermana Carlota con la novicia había ocurrido en la noche misma en que el dominico entregó al buen Gobernador Don José Campero el cartapacio que contenía las revelaciones del presumido Juan de Hinestrosa; y aunque parece que el hilo de la historia debía llevarnos otra vez al Palacio de Gobierno y tomar asiento junto a la mesa en que el maestre, puestas las gafas, recorría a la luz de una lámpara con velón el contenido del manuscrito, sin embargo, es preciso que nos translademos al colegio de San Javier, en donde también ocurría a la sazón otra escena, cuyo relalto no es menos necesario a la perfecta inteligencia de la presente leyenda. Y ya que tenemos el singular privilegio de introducirnos sans façons  en los gabinetes, celdas y retretes de todo el mundo, dejémonos caer como llovidos del cielo en el dormitorio de nuestro antiguo amigo el Prepósito de la Compañía.

Todos los muebles que ya conocemos estaban en su propio sitio sin variación. El jesuita, sentado en una poltrona, con una lámpara también junto a sí, recorría una a una todas las cartas que comprendía un enorme paquete extraído, poco antes, del armario secreto que encubría el (fuadro del santo fundador. Conforme iba leyendo, hacía apuntes y anotaciones en una especie de cartera.

Mas al escuchar el toque de ánimas, recogió de prisa sus papeles dispersos y corrió a ocultarlos en el consabido escondite, ajusitándose depués el cuello y correa como disponiéndose a salir del retrete. En efecto, antes de dos minutos, el lego llamó a la puerta anunciando la presencia de un personaje, que el Prepósito evidentemente esperaba para aquella hora. Al punto se dirigió a la antesala, y encontróse en ella con el ilustre Don Alonso de la Cerda, que hizo al jesuita una profunda cortesía. El Prepósito extendió la mano a su huésped con mucha cordialidad y ambos tomaron asiento en el sofá.

— Usarced, señor Don Alonso —dijo el jesuita con la mayor cortesía— tendrá la bondad de disculparme por no haberme dirigido a su casa, prefiriendo darle cita para esta hora y sitio. El asunto de la señorita va complicándose a tal punto, que por fin me he determinado a intervenir en él, aunque, según puede Usarced conjeturar, mí papel tiene de ser muy dífícil, y necesitamos de una discreción suma para no comprometer el éxito final de ese asunto. Los agentes del Comisario espían mis pasos, y si ine hubiesen visto dirigirme a su casa, tal vez habrían comprendido mis intenciones. La venida de Usarced a la profesa, nada tiene extraño porque…

— Ya, ya entiendo —interrumpió Don Alonso—. Vuestra reverencia no tiene necesidad de darme excusas ni explicaciones por un paso, cuya urgencia conozco, y una conducta cuya discreción me es patente. Sienlto muchísimo, que antes de ahora no hubiésemos podido entendernos directamente.

— Es que, supongo que el padre Noriega…

— ¡Oh, sí, señor! El padre Noriega me ha dado cuantas explicaciones podía yo apetecer; pero hace más de cuatro meses que el buen padre ha partido, yo no sé a dónde, para desempeñar, según me dijo, algunos negocios del colegio. De entonces acá he andado a obscuras en lo relativo a la desventurada niña.

— Pero creo, que el padre Noriega anunciaba a Usarced, que su regreso tendría lugar mucho antes del tiempo prefijado para la profesión de la novicia.

— Ciertamenlte, y esa confianza me ha tranquilizado.

— Pues, sepa Usarced que esa confianza ha sido vana.

— ¿Vana mi confianza? ¿Qué quiere decir Vuestra Reverencia?

— Digo que ha sido vana, y lo repito, porque contra todo lo que podía y debía esperarse, se pretende obligar a la novicia a profesar antes de tiempo, antes de la vuelta de mi venerable socio, con cuya intervención contaba Usarced para evitar una nueva violencia contra su hija adopltiva.

— ¡Obligarla a profesar antes del año de noviciado!… Ése es el colmo de la torpeza y de la maldad.

— Yo no sé —dijo encogiéndose de hombros el jesuita y haciendo un visaje de compasión— hasta qué punto podrán o no ser justificados los motivos de la conducta que pretende adoptar el señor Comisario del Santo Oficio. Lo que yo puedo afirmar a Usarced, señor Don Alonso, es que el padre Comisario ha ido hoy al convento, hecho venir a su presencia a la madre abadesa y maestra de novicias, notificándoles la determinación del Tribunal, con estrecho encargo de hacerlo saber a la novicia para su gobierno.

— ¡Pero eso es inaudito y monstruoso, señor Prepósito! —exclamó el caballero.

— Lo de monstruoso —repuso en calma el jesuita— ya lo veo y lo comprendo ; en lo de inaudito, Usarced esta en una plena equivocación. No hay cosa más frecuente que ver al Santo Oficio hacer monstruosidades.

Don Alonso no dejó de asombrarse al escuchar aquel lenguaje de un individuo del Santo Tribunal; pero no se aventuró a dirigirle ninguna observación por temor de salirse de los límites que su prudencia y cordura le habían prescrito en su conducta.

— Por lo mismo —prosiguió el jesuita— el Comisario ha debido creer fácil y hacedero lo que ha pensado realizar por sí sólo, sin consultar al Diocesano, sin oír el parecer del Consultor nato del Santo Oficio, ni esperar las decisiones de la Suprema Inquisición en donde esta pendiente el proceso del reo Felipe Álvarez de Monsreal, contra el cual creo que se han dirigido los procedimientos, pues contra su hija es imposible que se haya procedído. La medida de encerrarla en un convento, creo que habra sido meramente precautoria.

— En tal caso ¿no puede Vuestra Reverencia darme un consejo?

El jesuita, acercándose más al caballero, murmuró en voz baja y en tono de reproche:

— ¡Con que al fin se determina Usarced a pedirme consejo, señor Don Alónso de la Cerda ! Sin embargo, hace muchos años que había ofrecido no volver a mezclarse en las «intrigas del Prepósi to», ni escuchar su dictamen para cosa alguna.

— Puede suceder que yo dijese algo semejante en mi correspondencia antigua con el buen Don Juan de Zubiaur, según recuerdo. Pero, ¡por la Virgen de Alcobendas! hablando con sinceridad y franqueza, ¿cree Vuestra Reerencia que es la ocasión más oportuna la que ha escogid para hacerme saber que también es depositario de este nuevo secreto, que yo había confiado a la lealtad de aquel caballero?

El aire grave y severo que tomó la fisonomía de Don Alonso no dejó de desconcertar un tanto al Prepósito, pero en el instante mismo acudió:

— Nada he indicado a Usarced, señor Don Alonso, que pueda complicar en esta especie a Don Juan de Zubiaur; me basta que Usarced la recuerde; permitirme este ligero desahogo, no lleva por objeto mortificarle. ¡Han cambiado tanto los tiempos! En la segunda época de su Gobierno, yo no sé si Usarced tuvo otro consejero privado que el padre Prepósito, a quien hace mucho tiempo trata con la más fría indiferencia. Sin embargo, yo no encuentro nada en mi corazón que me reproche alguna falta contra el justicia mayor Don Alonso de la Cerda.

— Cada uno tiene su conciencia, tal cual Dios Nuestro Señor se la ha dado —repuso Don Alonso algo amostazado todavía—. Por lo demás, no sé yo si el reverendo padre Prepósito halló en esos tiempos un hombre más deferente y bien dispuesto a recibir sus consejos que el justicia mayor Don Alonso de la Cerda y ¡por la Virgen de Alcobendas! yo no encuentro tampoco cosa alguna que reprocharme en mi conducta para con Vuestra Reverencia.

— Si Usarced me permite…

— Ciertamente, Vuestra Reverencia puede con franqueza decir lo que le ocurra.

— Pues bien; cuando se decretó la muerte del finado señor Conde de Peñalva…

— Pero me permitirá Vuestra Reverencia observarle —interrumpió el caballero— que existe un juramento sagrado de no hablar de este odioso asunto.

— Es verdad —repuso el jesuita—, pero bien debe saber Usarced que ese juramento no puede comprendernos, ni obligarnos estrechamente el uno para con el otro, supuesto que la Santa Hermandad se ligó con él para no iniciar a ningún profano en el secreto de sus procedimientos. Ni Usarced ni yo somos extraños a este asunto, antes bien, puede suceder que no haya en él personas más comprometidas, pues aunque yo no tuve necesidad de emitir mi voto en el proceso…

— Sí, ya recuerdo —volvió a interrumpir con viveza Don Alonso—. Vuestra Reverencia fue el alma de ese negocio.

— Es decir —añadió el jesuita presentando con aire de cortesía su caja de tabaco a Don Alonso—, Usarced, Don Juan de Zubiaur y yo, fuimos el alma de aquel negocio.

Don Alonso, que había tomado entre el índice y el pulgar de la mano izquierda una regular cantidad de tabaco, se llevó ambos dedos a la nariz, sorbiendo el polvo con algún esfuerzo y balanceando la cabeza de derecha a izquierda en actitud pensativa. Después de haber apurado aquella dosis de tabaco, y sacudido con mucha pulcritud la enorme arandela de su camisa, dijo a su interlocutor:

— Enhorabuena; supuesto que Vuestra Reverencia cree, siendo teólogo, y además, Consultor del Santo Oficio, que bien podemos hablar sin inconveniernte ni pecado acerca del suceso del finado señor Conde de Peñalva, Vuestra Reverencia está en libertad de dirigir las observaciones que le ocurran.

— Sobre todo —dijo el Prepósito— si Usarced tiene presente, que más de una vez hemos hablado del particular, sin que se mostrase tan escrupuloso como ahora parece…

— Sí, tal; yo siempre tuve mis escrúpulos en la materia, y protesto a Vuestra Reverencia que sólo por necesidad, por la conveniencia pública tal vez…

— Sea como Usarced lo dice; pero puedo yo añadir ahora que no sólo la necesidad y la conveniencia pública exigen que hablemos de este asunto, sino además la seguridad personal de los que en él hemos intervenido. Y dejando a un lado importunos reproches, ya que sin otros preámbulos hemos venido al punto que deseaba tocar en esta conferencia, y que, como Usarced debe comprender, tiene una conexión estrecha con la infeliz novicia que había adoptado por hija…

— Bien, bien; hable Vuestra Reverencia por favor, mi padre Prepósito.

El jesuita, incorporándose, se dirigió a la puerta de la antesala que comunicaba al claustro, y llamando al lego que estaba allí apostado le comunicó por lo bajo ciertas instrucciones que Don Alonso no pudo escuchar. En seguida dejo correr las mamparas y echando una ojeada por todos los puntos adyacentes, volvió a sentarse en el sofá junto de Don Alonso, que no dejaba de estar un tanto sobresaltado con lo que acababa de oír de boca del Prepósito, y murmuraba algunas deprecaciones a Nuestra Señora de la Paz, que se veneraba en su buen pueblo de Alcobendas, en Castilla.

— ¿Se acuerda Usarced del tuerto Hinestrosa? —preguntó bruscamente el jesuíta, antes de dar tiempo a que el caballero recobrase su habitual aplomo.

— Sin duda —respondió éste.

— Hace, sin embargo, muchos años que Usarced ha dejado de oír hablar de él.

— Así era en efecto; pero el mismo día en que mi buena María fue encerrada en el claustro, ese nombre ominoso vino a resonar de un modo extraño en mi oído, lo que me hizo entrever alguna catástrofe, y ¡por la Virgen de Alcobendas! que no fue sino  muy verdadera. Mi pobre hija fue arrebatada, entonces, de mis brazos.

El jesuita, que ignoraba la confidencia que el dominico, sin plan fijo de conducta ni más empeño que suscitar por todas partes embarazos al Deán, había hecho a Don Alonso, no dejó de sorprenderse al saber que éste se hallaba enterado ya de lo que pretendía comuicarle por sorpresa. Sin embargo, para no perder su terreno, volvió inmediatamente a la carga preguntando:

— ¿Y qué es lo que Usarced supo respecto del temible Hinestrosa?

— Subía yo las escaleras del Palacio Episcopal en aquel día de negra memoria, cuando el padre reverendo que tíene allí las varias funciones de confesor del Prelado, maestro de ceremonias, etcétera, se me acercó, y con profundo disimulo dijome al oído: «¡Silencio y firmeza! Juan de Hinestrosa vive, esta aquí en las cárceles de la Inquisición, y actualmente se halla en una conferencia con el Prepósito». Luego que he sabido esto último, confieso que me había tranquilizado un tanto, porque yo estaba seguro que el padre Prepósito, tan interesado como cualquiera otro en el silencio de aquel testigo, sabría disponer las cosas de manera que la Santa Hermandad, de que ha sido un individuo de tanto influjo, no  recibiese perjuicio alguno con las revelaciones de ese hombre.

«¡El diablo del fraile —pensó el jesuíta—. Todo mi plan ha venido abajo con su charla intempestiva. Tomemos otro rumbo.»

— Pues bien —continuó dirigiéndose a Don Alonso—, Hinestrosa ha hablado ciertamente conmigo no esa vez sola, sino muchas; pero también he tenido largas conferencias con el dominico y con el padre Comisario.

— ¿Y qué?

— ¿Me lo pregunta Usarced de veras? Ignora el señor Don Alonso que ese

hombre sabe más de lo que conviniera en lo relativo a la ejecución del Conde de Peñalva?

— Enhorabuena: también Vuestra Reverencia sabe perfectamente lo que ha ocurrido en el asunto, y sabrá poner un correctivo a locuacidad de Hinestrosa.

— Permítame Usarced observarle que estoy enterado de los procedimientos judiciales hasta la sentencia fulminada contra el Conde, como que yo presidía el Tribunal; pero ignoro de todo punto cómo se verificó la ejecución de la sentencia. Mi carácter no podía permitirme intervención alguna en ese sangriento acto, ni yo me he empeñado en averiguarlo.

— Vuestra Reverencia sabe perfectamente que Don Juan de Zubiaur y yo quedamos encargados de la ejecución.

— Pero ¿Usarced y el señor Don Juan dieron el golpe fatal? Hinestrosa sabe que fué una mujer la heroína de este drama.

— ¡Ah! —exclamó, confundido, el caballero, llevándose la mano a la frente—. Ahora comprendo la conexión que se pretende hallar entre el proceso del Conde y la persecución contra mi pobre hija.

El jesuita volvió a dirigirse a la puerta, que abrió, introduciendo en la escena un nuevo personaje.

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