En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
TERCERA PARTE
CAPÍTULO IX
El individuo introducido en la antesala del padre Prepósito era un hombre algo entrado en edad, de mirada rústica y de facciones un tanto hoscas y bravías. Su ademán y maneras eran las de un hombre a quien se imputase algún grave delito, cuyos antecedentes y circunstancias ignorase de todo punto.
— Aquí tiene Usarced —dijo el jesuita encarando con Don Alonso y dando un empellón al recién venido, para que se aproximase más al caballero—, aquí tiene Usarced al tío Juan Perdomo, hortelano mayor de la casa profesa y que, según parece, esta impuesto de más cosas de las que, en su posición debía saber.
El pobre hortelano abrió tamaños ojos, sin poder comprender la materia de que se trataba, ni por qué había incurrido en el desagrado del padre superior de San Javier, en donde había servido lealmente por muchos años. Y como no desconociera el rigor con que los padres solían castigar los delitos verdaderos o imaginarios cometidos en la casa, temía el buen isleño que pudiese sobrevenirle, si no exactamente una catástrofe igual a la de un infeliz lego que había sido emparedado vivo, allá en años atrás, al menos un grave conflicto; o el de ser despedido de la casa, lo que habría sido lo mismo que condenarlo a morir de hambre, pues el tío Juan Perdomo no era más que hortelano, y pocas huertas había en la provincia que exigiesen el lujo de un hortelano en jefe para saber cuidar de ellas, y ya era tarde para que el tío Perdomo se dedicase a aprender un nuevo oficio para buscar la subsistencia.
— ¿Y qué significa esto? —preguntó algo sorprendido Don Alonso.
— ¿No hablamos ahora mismo del tuerto Hinestrosa? Pues bien, este prójimo que tiene Usarced presente, parece que sabe algunos pormenores relativos al susodicho tuerto; y como es bien que sepamos a punto fijo lo que hay en el particular, en cuyo conocimiento Usarced y yo estamos igualmente interesados, he dispuesto que comparezca en nuestra presencia y nos declare, para nuestro gobierno, cuanto en dicho particular sepa.
Cruzó entonces un rayo de fugitiva luz por la mente de Juan Perdomo. El tío Juan Perdomo, el día anterior había sido arrebatado de sus pacíficas ocupaciones de la huerta, en que, además de cuidar de los rábanos y lechugas, se entretenía en hacer cuentos a los colegiales; y sin permitirle hacer ninguna pregunta fue encerrado en un obscuro calabozo de orden del Prepósito, y allí se figuró que terminaría lentamente consumido de hambre, a juzgar por la cortísima y miserable ración de alimento que había tomado en las últimas veinte y cuatro horas, sin que el carcelero, que era su muy amigo y favorecido, osase mitigar en nada las superiores órdenes del Prepósito, por temor de incurrir en una responsabilidad tremenda, que solía hacerse efectiva en la casa profesa de San Javier de un modo que no era extraño alarmarse hasta a los más frescos e indiferentes en materia de responsabilidad.
— Pero bien —replicó Don Alonso—. ¿Qué es lo que sabe este hombre, y a qué conduce que Vuestra Reverencia se empeñe en examinarlo en mi presencia?
— Lo que él sabe, lo dirá, y Usarced quedará satisfecho, conociendo el motivo de este examen.
— ¡Por la Virgen de Alcobendas! —murmuró para sí el buen caballero—. Ya me parece que estamos a punto de volver a aquellas intrigas y misterios del tiempo de la Santa Hermandad, que yo no sé a derechas si fue bueno o malo.
Alzando en seguida la voz prosiguió:
— Hágase como Vuestra Reverencia sea servido, ya que tiene por seguro y recto su modo de obrar.
Una pequeña depresión del labio inferior del jesuita, mostró el desdén con que recibía el consentimiento del caballero, para proceder al examen del hortelano. Sin embargo, bien se cuidó de no hacer un signo más expresivo y notable; pues si bien era muy apacible y deferente Don Alonso, no era hombre, por eso, que permitiese a nadie la libertad de tratarlo con descortesía o desdén.
— Venga usted acá, buen hombre —dijo el Prepósito dirigiéndose al infeliz hortelano que casi temblaba de terror, recordando no sólo la categoría que en la casa tenía el Prepósito y su poder de horca y cuchillo, que algunos privilegios le otorgaban en ciertos casos, sino también sus funciones de consultor nato del Santo Tribunal de la Inquisición, establecido en los dominios de Su Majestad Católica para perseguir la herética pravedad, lo que era equivalente a la facultad de perseguir sin responsabilidad y a mansalva a cuantos le viniese a cuento calificar de reos de herejía, judaísmo, embuste y toda la retahíla de culpas o crímenes cuya calificación el manual del padre Torquemada atribuía al juicio privativo del Santo Oficio.
—Venga usted acá, buen hombre, que ha comido el pan de esta casa por tanto tiempo, hallando en ella un seguro asilo contra la indigencia en que seguramente habría perecido, como han perecido otros muchos, con mayores medios de los que usted posee. ¿Conoce usted a un individuo llamado el Capitán Juan de Hinestrosa, conocido con el mote del Tuerta? Diga usted franca y sencillamente la verdad, que en ello le va la salud del cuerpo y del alma. No hay qué tergiversar, ni disfrazar los hechos y circunstancias que usted conoce, pues de su candor y buena fe depende el grado de indulgencia con que pensamos tratarlo, si habla la verdad; o de rigor, si adopta una conducta indiferente.
El hortelano pareció vacilar, pasando la vista del jesuita al caballero. El Prepósito prosiguió:
— Nada de dudas y vacilaciones por abrigar algún temor de que se tengan por indiscretas las explicaciones que quiera darnos. Este caballero es el ilustre señor Don Alonso de la Cerda, justicia mayor que ha sido de la provincia, caballero noble de Santiago, Regidor decano del Cabildo y familiar del Santo Oficio. Disfruta de toda nuestra confianza y respeto, y no hay en la Compañía ni puede haber secreto alguno para él. Con que, así, hable sin temor, que ya le escuchamos. Además, secretos que se confían a los colegiales por mero pasatiempo y por espíritu de charlar a diestro y siniestro ¿no podrían repetirse al superior de esta casa, que debe saber, primero que nadie, lo que en ella ocurra?
El tío Juan Perdomo ya no dudó del origen de aquel procedimiento suscitado contra él. No podía menos de tener conexión con el suceso del embozado del confesonario rojo que había hecho una revelación misteriosa acerca del trágico fin del Conde de Peñalva. El hortelano se sintió más vivamente alarmado; pero, en fin, como no era tan estúpido como podía creerse a primera vista, resolvió buscar un medio de disculparse de una manera plausible.
— Pues señor —respondió al jesuita—, Vuestra Reverencia tiene sobradísima razón. Yo he conocido mucho al Capitán Juan de Hinestrosa, llamado el Tuerto.
— ¿En dónde vio usted a ese hombre por última vez? —prosiguió el Prepósito.
— Aquí mismo: en el colegio de San Javier.
— ¿Cuándo fue eso? ¿Cómo?
— El cuándo, no sabré decirlo a derechas a Vuestra Reverencia porque soy algo escaso de memoria en eso de fechas…
— No mucho que digamos —interrumpió el Prepósito— supuesto que hizo usted relato del suceso a un colegial, diciéndole que aquél día era el aniversario de la venida del embozado.
«Comprendo ahora —dijo para sí el hortelano—; el incidente aquí referido acaeció con el hijo de Don Juan de Zubiaur, que hoy se encuentra en México. Vamos: se me está enredando la pita, y el golpe me viene de allí. ¡Sí señor, de allí!… y de mano del buen padre Noriega. Ya sabemos por ahora que el reverendo socio ha marchado a México, y que ha entrado en algunas confidencias con el hijo del primer asesino del Conde de Peñalva. ¡ Ya me lo dirán de misas!»
Mientras el hortelano hacía este pequeño monólogo mental, que duraría unos veinte segundos, se quedó mirando con cierto aire afectadamente estúpido, que comenzaba a poner de mal humor al jesuita.
— ¡Vamos! —interpeló éste—. ¿No es verdad que usted citó la fecha de la venida del embozado, cuando habló con cierto colegial refiriendo el suceso?
— Yo no digo que no, reverendo padre. Me acuerdo del día, en efecto, porque fue el de la fiesta del Santo fundador, un año poco más o menos después de la muerte del señor Conde de Peñalva. Eso es lo único que yo sé en cuanto a la fecha.
Don Alonso apoyó ambas manos sobre el puño de su bastón y descansó en ellas su cabeza en actitud pensativa. El Prepósito vio esta actitud del caballero con cierta sonrisa de satisfacción y complacencia. Volviéndose al tío Juan Perdomo, continuó el interrogatorio.
— Amonesto a usted para que no nos oculte ninguna circunstancia, pues ya le tengo dicho que el negocio es grave y muy comprometido para usted mismo.
— Sí, señor, ya lo entiendo; pero protesto a Vuestra Reverencia que yo estoy enteramente inocente de culpa y crimen. Una casualidad…
— Bien, bien; explíquese por su vida y no pretenda eludir cargos que aún no se le están haciendo.
— Es que, reverendísimo padre, yo no sé cuál es el crimen de que se me acusa.
— ¡Por la sangre de Cristo, no sea usted impertinente, buen hombre, y procure hablar con claridad y sin circunlocuciones! ¿Cómo vio usted a Juan de Hinestrosa la última vez?
— Pues, señor, después de la procesión del Santísimo fundador, sobrevino una tempestad de rayos, ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia!, que puso en consternación a todos los de la casa. Yo me había ido a la torre con el hermano campanero a tocar las rogativas que, como sabe muy bien Vuestra Reverencia, son contra rayo. En esto, yo no me tengo la culpa de haberlo visto, pues que la luz de los relámpagos era vivísima, vi acercarse de prisa un embozado, que llamó con mucha fuerza a la puerta, que ya estaba cerrada. Como se hallaba a la sazón en cama el portero, el lego encargado de las campanas bajó muy de prisa, y yo en su compañía, para abrir a aquel embozado. ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia! Desde que lo descubrí arriba, me figuré que era aquel bendito tuerto a quien si Vuestra Reverencia se acuerda había yo ido a…
— No se le pregunta a Usted nada de eso —gritó el jesuita, estremeciéndose de lo que iba a decir tan inesperadamente el hortelano, y cuya especie tenía olvidada de todo punto en aquel momento.
El tío Juan Perdomo se detuvo algo azorado y confundido con la Interrupción del Prepósito. Este se pasó la mano por la frente como para recoger sus ideas y reponerse un tanto, mientras que Don Alonso, que no perdía una sílaba de cuanto se decía, alzó la cabeza y paseó la vista sobre los personajes de la escena, volviendo después a su actitud profundamente pensativa.
— ¡Vamos! —dijo el jesuita lanzando una enérgica mirada significativa al pobre hortelano—. Nada de necias digresiones; ya se lo he dicho a usted repetidas veces. ¿Qué ocurrió luego que usted hubo bajado con el campanero a la portería?
— Pues señor ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia! —respondió titubeando el hortelano—, abrimos la puerta y en el momento mismo brilló otro relámpago, y aunque el embozado lo estaba perfectamente, yo no pude evitar la vista de sus facciones, que eran tan marcadas por la soledad triste y horrorosa de aquel único ojo, que siempre estaba encendido como una pajuela de azufre. ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia! Después de haber cambiado algunas palabras con el hermano que hacía de portero, (y que en eterna paz descanse, pues dicen que ha muerto, aunque yo no sé a punto fijo de qué clase de muerte) salió éste a hablar con no sé cuál de los padres, creo que con el reverendo padre Noriega, que estaba muy recién vuelto de Roma, y entonces me retiré a mi aposento, creyendo que mi presencia era de más. Cuando me dirigí a dicho mi aposento, acerté a escuchar un ruido fuerte, corno el de las hojas de una puerta que se abrían y cerraban alternativamente por la fuerza del viento. Así fue en efecto; eran las puertas del «general», que con la fiesta del día se habían dejado abiertas por descuido. En vez de acudir a dar aviso al sacristán, preferí cerrar por dentro yo mismo la puerta y salir por el pasadizo de la sacristía. Al acercarme a este sitio en medio de la obscuridad, percibí unos sollozos convulsivos. ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia!… Me detuve, y me cercioré involuntariamente de quien era, como llevo dicho supe…
— iMiserable! —interrumpió el Prepósito—. ¿Y ha tenido usted valor de repetir a un niño, por mero pasatiempo, lo que ha sorprendido en un confesonario?
— jOh, no, reverendísimo señor! —se apresuró a responder el tío Juan Perdomo, azorado del cargo que el Prepósito acababa de formular—. No, en verdad; yo he referido el hecho; pero sin expresar esta circunstancia. Ni siquiera he referido el nombre de la señora que asesinó al señor Conde de Peñalva, y que fue revelado al padre confesor por el penitente embozado.
— ¿Y quién fue esa señora? —preguntó gravemente Don Alonso.
— Señor —observó el hortelano—, yo no sé si debo responder a esa pregunta, sin la orden expresa del superior de esta casa.
— Hable usted hermano; hable sin temor —dijo entonces el Prepósito.
— Sea enhorabuena; pero será la primera vez que esta confesión haya salido de mis labios. ¡Dios guarde a Vuestra Reverencia!
— ¡Por la Virgen de Alcobendas! Se anda usted con muchos rodeos —murmuró Don Alonso.
—Pues señor, una vez que se me manda, diré que, según el Tuerto Hinestrosa, quien asesinó al Conde de Peñalva fue Doña María Altagracia de Gorozica, la esposa de un caballero procesado por judío.
Don Alonso exhaló un hondo gemido, y se engolfó en una meditación profunda. Cuando alzó la cabeza, el hortelano había desaparecido de la escena y se hallaba sólo en compañía del jesuita.
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