En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
Segunda Parte
Capítulo X
Cuando el padre Noriega profirió las últimas palabras, la melancólica campana del Carmen dio el consabido toque de maitines, invitando a los frailes a levantarse del duro lecho para rezar en coro las alabanzas del Señor. El jesuita se incorporó y Don Luis no pudo menos de hacer maquinalmente otro tanto. Tenía el cabello erizado y la frente bañada de un sudor frío, porque no pudo comprender de pronto cuál fuese aquella prenda mostrada al Conde por Don Alonso, y que así había aterrado al infame Gobernador. Concluidas las preces, sentáronse de nuevo los dos personajes de esta escena nocturna, y el colegial esperó con ansia la explicación del jesuita. Este prosiguió:
— Los capitulares, testigos de aquella escena, ignoraban de todo punto el secreto de Don Alonso, y nadie se atrevió a dirigirle una sola pregunta en el particular. El alto respeto y estimación que profesaban al ilustre caballero, les retrajo de la idea de ostentar una curiosidad importuna. Don Alonso dio algunos consejos leales y moderados al Cabildo, a fin de que no se precipitasen en su conducta con el Conde; y todos se retiraron en silencio a sus casas, esperando el resultado del suceso de aquel día.
— Pero bien —preguntó Don Luis—, ¿ese secreto también debe serlo para mí?
— No tal —repuso el jesuita—. Muy luego vas a saber en lo que consistía. Para que lo comprendas, volvamos hacia los sucesos anteriores de esta historia. Recordarás que Don Felipe Álvarez de Monsreal había permanecido en Veracruz, convaleciendo de las heridas que recibió de mano del Conde. Este, entretanto, figurándose que sus golpes habían sido certeros, creyó que su víctima no existía y habría muerto. Como al día siguiente de aquella ocurrencia se había embarcado el Conde para Campeche, no tuvo tiempo de averiguar la verdad y se dirigió a Yucatán persuadido íntimamente de que el pobre caballero quedaba fuera de combate, y así se lo comunicó a su amigo Hinestrosa, quien, con esto se quitó de encima un grave peso; porque, según parece, tenía motivos para temer que el golpe se hubiese errado.
— ¡Cómo! —interrumpió Don Luis—, ¿pues no eran amigos, y durante la navegación de Campeche a Veracruz estuvieron ligados tan íntimamente, que Don Felipe reveló al Capitán de la fragata el objeto de su secreta misión a México?
— Yo no debo ser muy explícito en este particular —dijo embarazado el jesuita—. Yo te comunico lo que puedo, sin comprometer mi conciencia. No me exijas más.
El colegial enmudeció, sin comprender a derechas la extraña excusa del jesuita. Este continuó:
— Lo que te importa saber es que, tan pronto como Don Felipe se hubo restablecido completamente, se regresó a Campeche, en donde a solas y con la mayor reserva comunicó el suceso a Don Juan de Zubiaur. En Mérida sólo hizo depositario del secreto a Don Alonso, entregando a su guarda y cuidado el instrumento con que se perpetró el crimen, para alejar la tentación de vengarse del propio modo.
— ¡Ah! —exclamó Don Luis—, ahora comprendo la escena ocurrida en la sala de Cabildo.
— Y la entenderás mejor cuando sepas que apenas hubo vuelto el Conde a su alojamiento y antes que pudiese recobrarse de la sorpresa, entró azorado el Capitán Hinestrosa y le anunció que Don Felipe Álvarez de Monsreal había llegado la noche precedente, y que lejos de haber muerto en Veracruz, acababa de encontrarse con él, gozando de muy lozana salud, rodeado de sus numerosos amigos y siendo otra vez, como siempre, el ídolo de la ciudad de Mérida. Si la vista sola del puñal había producido tan extraña revolución en el ánimo del Conde, ya puedes imaginar hasta qué punto subiría su terror sabiendo que su víctima estaba allí y que pronto podría venir a demandar alguna explicación. El crimen, en efecto, era tan vergonzoso que el Conde no podía menos de sentir que se hallaba en una posición peligrosísima. Sea como fuese, el Capitán Hinestrosa le sugirió algunas medidas precautorias, y entretanto dejó tranquilo al Cabildo de Mérida por algunos días.
— ¿Sabe usted, padre mío, que el tal Don Felipe va granjeándose todas mis simpatías? —murmuró Don Luis.
— Y, ¿por qué no? —replicó el jesuita—. Era un caballero muy leal y cumplido… Sólo sí, que era judío, según dicen.
— ¡Ah, Me pesa en el alma! ¡Cuánto mejor hubiera sido que fuese un cristiano viejo y sin tacha!
— Nadie ciertamente, pensó en ello, sino más tarde.
— ¡Qué desgracia!
— Sí, hijo mío, es una estupenda desgracia; porque… ya ves… un judío, al fin es un judío.
— ¡Ya!
— Y un judío es la peste de la sociedad.
— Ciertamente.
— Y no tiene perdón de nadie.
— Es verdad.
— Y debe ser odiado y rechazado por todos.
— Así me lo han enseñado.
— Y con él no hay indulgencia ni conmiseración.
— Sin duda.
— Y aunque sea un honesto ciudadano, de costumbres rígidas, celoso del cumplimiento de sus deberes públicos y privados, útil a sus semejantes… En suma, aunque sea un hombre muy cabal y cumplido… debe rechazársele, evitarse su contacto y andar de él tan lejos como sea posible.
— Tal es la doctrina que he recibido en la casa profesa de San Javier —repuso con cierto acento de ironía Don Luis.
— Y tal es —observó el jesuita— la doctrina ortodoxa. La raza hebrea es una raza maldita de Dios y de los hombres, y tanto por las leyes civiles, como…
— ¡Pero, por Dios, padre mío! —interrumpió Don Luis aquel terrible «crescendo»—, ¿me dice usted todo eso para que las virtudes y cualidades eminentes de Don Felipe Álvarez de Monsreal sean tenidas en nada por mí, cuando usted me las ha recomendado? En verdad que no lo comprendo.
— Dime, pues, una cosa: un judío, por más virtuoso y recomendable que sea ¿deja de ser un judío?
— Ya sé que no.
— Pues bien; en tal caso, nada me resta qué decir.
Don Luis permaneció algún tiempo pensativo y el jesuita guardó, entretanto el más profundo silencio, esperando observar, por las ulteriores palabras de su interlocutor, el efecto que en su ánimo hubiese producido cuanto acababa de decir. Esta observación sin duda alguna entraba por mucho en el plan que el Prepósito y el socio se habían formado de antemano.
Sin embargo, aunque el colegial pensó mucho en ello y, por primera vez se les hizo cuesta arriba admitir de plano las teorías del socio acerca de la condición de los judíos, teorías, por otra parte enteramente idénticas a las que había aprendido desde su muy temprana edad, con todo, guardó silencio y se reservó «in pectore» todas las observaciones que le ocurrieron en contra, mucho más desde que había comenzado a sentir muy fuertes simpatías en favor de Don Felipe Álvarez de Monsreal. Perdidas, pues, las esperanzas de hacer una amplificación sobre el tema propuesto, el jesuita volvió impasiblemente a su narrativa:
— Pero si el Conde, por temor o impotencia, dejó en paz al Cabildo, no por eso moderó su conducta o hizo algo para disminuir los males que había preparado. Al contrario: visto el buen resultado de su venal y corruptor sistema, se echó ciegamente de bruces en el abismo del desorden y ya no había reflexión ni miramiento que le detuviese. Hasta allí, sólo se había encontrado en colisión directa con los Cabildos de Mérida y Campeche; pero aún no se las había con el Cabildo de la villa de Valladolid, el más temible de todos por la arrogancia y altanería de unos hidalgos que se tienen por lo más rancio y aristocrático de la provincia. Has de saber, que en la villa de Valladolid se reunió poco tiempo después de la conquista la flor y nata de los aventureros que realizaron aquella obra; y aunque no era en verdad gente de prosapia ni solar, sino simple soldadesca y no muy morigerada que digamos, sin embargo, como de pecheros y proletarios que eran en sus ruines pueblos y aldeas de España, halláronse de repente con vastas tierras de labor y numerosos esclavos, creyéronse grandes señores. Se olvidaron de su humilde origen, se concentraron en sí mismos, sólo celebraron alianzas de familia entre sí, y comenzaron a mirar con el más profundo desprecio a cuantos no descendían en línea recta de los conquistadores y pacificadores de aquella tierra. Su elación ha subido a tal punto, que jamás han querido admitir en su seno a los españoles recién venidos de la Madre Patria ni los han considerado en nada, siquiera su hidalguía y limpieza de sangre fuesen acreditadas en más auténticas ejecutorias. Cada Regidor del Cabildo se cree tan noble y encumbrado como el Rey, habla con aire de autoridad a todo el mundo, desdeña cualquier género de ocupaciones honrosas y productivas y cree que sólo ha nacido para gobernar a los demás, disipar las rentas de sus encomiendas, mandar azotar a los indios en la picota, amansar gallos y tejer calcetas. Porque, eso sí, en esto de tejer calcetas son muy diestros, y consideran semejante ocupación como la más digna de los ricos hombres de Castilla e infanzones de Aragón.
— Es verdad, padre mío, que ha lanzado usted un epigrama muy cruel contra esos buenos caballeros.
— ¡Oh!, nada de eso; yo te enuncio simplemente un hecho, sin pretender deprimir a mis amigos y parientes. Yo soy natural de la villa, desciendo de lo más ilustre y esclarecido que hay en ella; pero no por eso hemos de desconocer la verdad. Fuera de que, todo esto te lo digo para que te figures a qué clase de gentes pretendió el Conde de Peñalva humillar, obligándolas a obedecer sus depresivos mandatos.
— Cuénteme, por su vida, lo que sucedió.
— Habiendo vacado una de las plazas del Cuerpo Capitular y vuelto su provisión a la corona por falta de sucesor directo, el Conde, sabedor de las ventajas que podría proporcionarse de colocar allí a uno de sus parásitos, nombró, en efecto, a uno de ellos a reserva de dar cuenta a la Corte y tuvo la impertinencia de despachar al agraciado con sus cartas credenciales y una simple orden para que el Cabildo le pusiese en posesión. Era Teniente de la villa un allegado del Conde: convocó al Cuerpo Capitular, que ignoraba de todo punto el suceso, y ya que se hallaban reunidos sus compañeros dióles noticia de la orden del Gobernador para que se pusiese inmediatamente en posesión al agraciado. De pronto se figuraron aquellos hidalgos que el Teniente tenía la idea de burlarse del Cuerpo y divertirse a sus expensas; pero al fin, viendo por lo serio el asunto, pareció tan extraño y estupendo aquel ultraje, que se incorporó el alguacil mayor, arrojose furioso sobre el que pretendía tomar asiento en el banco capitular, tomole de los cabezones, acercose a una baranda que daba al patio y lanzole desde allí, quedando muy mal parado. Apenas puede describirse el escándalo que sobrevino. El Teniente fue preso y expulsado de la villa; el Cabildo levantó tropas y se puso en actitud de resistir. Ya puedes figurarte la indignación y furor del Conde; pero no se atrevió ni a insistir en su idea de hacer tomar asiento en el Cabildo a su maltratado amigo, ni a restituir al Teniente, ni a marchar a la villa con alguna fuerza para reprimir a los sublevados. Los capitulares de Valladolid elevaron a su vez nuevas acusaciones contra el Conde; pero el tiempo transcurría y ni una sola respuesta se recibía de la Corte. Entonces acordaron los tres Cabildos enviar a Madrid un Procurador; pero mientras ese Procurador fue a España e hizo sus inútiles y enérgicas gestiones ante el Consejo, Yucatán había quedado en las garras del Conde, quien, temeroso de perder su Gobierno, resolvió aprovecharse del tiempo, exprimir la sangre del pueblo, saquear los bolsillos de los ricos, difamar en venganza a todas las familias más ilustres y emprender además una intriga amorosa, que fue precisamente la ocasión inmediata de su catástrofe.
Don Luis hizo un movimiento de curiosidad. El padre Noriega continuó:
— Creo haberte dicho ya, que Don Felipe Álvarez de Monsreal cuando partió de Mérida a desempeñar la comisión reservada que se le había confiado para impedir la presencia del Conde en Yucatán, estaba a punto de contraer matrimonio con una hermosa dama de la ciudad.
— Sí, señor; lo recuerdo perfectamente; y aún más, agregó usted que era la heredera más rica de Mérida y la dama más cumplida de la provincia.
— Ciertamente. Pues bien, a los pocos días de haber regresado Don Felipe a la capital, el Conde vio casualmente a aquella hechicera dama. Llamábase Doña María Altagracia Gorozica…
— Justo: Doña María Altagracia de Gorozica —repitió el colegial.
— ¡Cómo! ¿Sabías tú ese nombre?
— ¿Y qué nombre de nuestro país es desconocido a señor Juan Perdomo?
— ¡Jesús sea con nosotros! —exclamó el socio—. Te ruego no vuelvas a hablarme de este hombre, o me harás perder la paciencia.
— ¿Pues qué hay de malo aquí? Únicamente me había dicho el hortelano que esa señora fue la esposa del judío. Prosiga usted, padre mío, que ya le escucho.
El jesuita, después de haber reflexionado momentáneamente, continuó:
— El Conde quedó extremadamente prendado de la dama y se resolvió a cortejarla. Sin embargo, el Conde era casado.
— ¡El infame! —rezongó el colegial.
— Sin más presentación ni conocimiento anterior, se introdujo un día en casa del padre de la dama, con el pretexto de hacerle una visita. El buen caballero no dejó de sorprenderse; pero, en fin, no sospechando cosa alguna de las pretensiones de aquel libertino, recibiole con la cortesía y bondad que le eran características. Sin ser invitado, y aun sin recibir una visita en correspondencia, el Conde se aventuró otra vez a manchar con su presencia aquella casa, y ya entonces el caballero concibió alguna sospecha, no de que el Conde pretendiese galantear a su hija, pues siendo público y sabido generalmente que era casado en España, eso estaba fuera de sus cálculos, sino que tal vez tendría algún proyecto de hacer especulaciones con sus fondos, lo cual era el flanco más débil del ruin Gobernador. Más al cabo fueron tan repetidas las visitas, y tan insolentes y satíricas las miradas que lanzaba a la doncella, que el caballero hubo de abrir los ojos y conocer lo expuesta que se hallaba la honra de su casa. Sus sospechas fueron ratificadas por las observaciones de su hija; y al punto dirigió una esquela al Gobernador suplicándole se abstuviese de volver a su casa.
— Yo le habría dado el aviso de otra manera —murmuró Don Luis.
Juntamente con la esquela recibió el Conde la noticia de que aquella señorita iba a desposarse dentro de pocos días con Don Felipe Álvarez. Entonces, la envidia, los celos y la rabia se encendieron en su ánimo hasta el frenesí, y comenzó a cavilar en el modo de deshacer aquella boda.