DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – Segunda Parte – Capítulo VIII por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

Segunda Parte
Capítulo VIII

 

Si pensamos que Don Luis se entregó al descanso aquel día, conforme a la recomendación de su antiguo preceptor, nos habremos engañado. Cierto que permaneció encerrado en su cuarto; pero le era imposible estar tranquilo, recordando la escena dé la noche precedente. Todas las especies vertidas en aquella misteriosa conversación bullían en su ánimo y le agitaban y le atormentaban y le engolfaban en mil diversas cavilaciones. El pensamiento de María también se le presentaba frecuentemente, como temiendo hallar al fin del relato del jesuita algún grave y poderoso obstáculo que viniese a interponerse entre su recíproco amor. Por de contado, que ignorando de todo punto la conexión de cuanto hasta allí había oído, con la elegida de su corazón, mal podía fijarse en la clase de obstáculos que se figuraba podrían suscitarse a sus proyectos.

En suma, aquel día, fue un día de tormento.

Venida la hora de la noche en que debía marchar en busca del socio, salió Don Luis de su habitación. Después de los mismos pasos y evoluciones de la noche precedente, volvieron a encontrarse los personajes de esta escena en el sitio que ocuparon la víspera.

El jesuita fue el primero en interrumpir el profundo silencio que reinaba.

— Me parece, hijo mío, que habrás meditado algo sobre cuánto te he revelado ya.

— Mucho, padre mío.

— Así, pues…

— Así, pues, mi odio al Conde de Peñalva no tiene límites.

— No es esta la cuestión. El Conde de Peñalva ha muerto y su alma esta ya juzgada y sentenciada. Si yo me detengo en hablarte de la funesta época de su Gobierno, trazándote los pormenores históricos de aquel tiempo, no es, ciertamente, para infundirte un odio estéril contra un muerto, que a nadie puede ya responder de su propia conducta. Te lo repito: el Conde ya esta juzgado y sentenciado en aquel Tribunal de que no hay apelación.

— Lo comprendo, padre mío.

— Lo que debes comprender es que toda esta historia no es sino el precedente de la actual situación de las cosas. Esta es la situación en que vas a tomar parte, y en verdad que tu papel tiene que ser bastante delicado, según te dije anoche.

— Sí, señor; lo recuerdo muy bien.

— ¿Y te mantienes en tu propósito?

— ¿Puede usted dudarlo, por ventura?

— En tal caso…

— En tal caso puede usted continuar sin temor, que yo sólo espero saber el fin de esta historia para obrar decididamente.

— ¿Bajo mi dirección?

— Se entiende.

— Es que debes recordar que a ello te ligan tus juramentos.

— De nada me he olvidado, padre mío, de nada. Puede usted estar tranquilo.

— ¿No tienes de mí alguna desconfianza?

— ¿Y por qué habría de tenerla?

— Tal vez la imaginación podría llevarte a falsificar los motivos de mi conducta.

— No, en verdad. Yo confieso a usted que no comprendo bien el interés que puede tener en un asunto tan grave, ni por qué se ha encargado usted de hacerme esta revelación, que ciertamente no me parece casual, sino calculada muy a espacio. También me alarma hallar a un extraño dueño del secreto terrible que compromete el honor y existencia de mi padre; pero ni yo tengo a mal esto, ni me parece que sus motivos sean dañados, sino al contrario; ni temo que al fin me deje usted a ciegas en un asunto tan delicado. Quiero decir que no puedo figurarme que usted o el padre Prepósito me hayan escogido por instrumento de una intriga.

El jesuita se mordió los labios y se encogió de hombros. Después de unos momentos de silencio, prosiguió el colegial:

— Ya usted ve, que mi imaginación no me ha llevado a falsificar los motivos de su conducta.

— Y me alegro de corazón —observó el socio— porque eso hubiera sido una injusticia indigna de perdón. No deja de mortificarme, sin embargo, que se hayan presentado a tu espíritu esas vagas ideas que me indicas.

— ¿Soy yo dueño de contener mis pensamientos? Yo he hecho lo que debía: no consentir en ellos.

— Mejor esta así; pero yo creo que si te dejas arrebatar de tus frecuentes cavilaciones, todo quedará trastornado y no vendremos al fin. ¿Te parece bien que suspendamos nuestras conferencias hasta mejor ocasión?

— ¡Oh, no! —exclamó Don Luis—. Estoy en una inquietud desesperante, que no admite dilación ninguna. Además, ¿por qué me hace usted semejante proposición, padre mío? ¿Duda usted de mí?

— No tal; te conozco demasiado, para creerte capaz de una villanía… que, hablando en plata, no puede presentarte interés ninguno.

— Ni aun cuando así fuese…

— Sí, sí, lo sé, hijo mío; y no sin razón he descansado plenamente en tu lealtad y discreción.

— Pues entonces, prosiga usted, padre mío, prosiga sin temor.

— Sí, haré tal.

Y después de una ligera detención, como para recoger sus ideas, el jesuita anudó el hilo interrumpido la noche precedente.

— Antes de todo, procuró el Conde de Peñalva sistemar su administración, de ingrata memoria, conforme había comandado allá en los secretos de su avaricia. , Todos los empleos vacos y los que se acostumbraban dar a la entrada de cada Gobernador, como el de Teniente y Asesor, castellanos de las casas fuertes, capitanes de guerra y alcabaleros, quedaron distribuidos entre los individuos de su comitiva, sin excepción, a partir aprovechamientos. Dispuso que todas las encomiendas que fuesen vacando por muerte o cesión de sus actuales poseedores, no se confiriesen al inmediato sucesor sin pagar previamente el producido de la renta de un año, a lo cual fue preciso someterse por evitar dilaciones y litigios eternos en que habría sido preciso pagar la renta de diez años, en lugar de la de uno, exigida por el Conde. Se apoderó inmediatamente de las salinas, nombró un Superintendente de ellas que con cuenta y razón vendiese las sacas, obligándose a trabajar gratuitamente en ellas a los indios, y destinándose el producto a los cofres privados del mandarín. Ordenó en forma, por auto escrito proveído ante escribano real, que todos los demás empleos se vendiesen en pública subasta, a quien más diese, en su beneficio especial. Despachó bajo partida de registro a los estanquilleros de naipes y aguardientes, y se encargó él de la administración de estos ramos, nombrando a su barbero para representar en ellos la autoridad real. De acuerdo con el Capitán Hinestrosa nombró una multitud de vigías a lo largo de la costa, desde la Laguna de Términos hasta la entrada de Bacalar, para que sin estipendio alguno y por sólo los aprovechamientos eventuales en caso de naufragio, que son las frecuentes sobre nuestras costas por no estar aún bien conocidas, acudiesen con los indios de los pueblos inmediatos a cualquier requisición que Hinestrosa hiciese en su nombre para trabajar y ayudar en el desembarco de las diversas expediciones mercantiles que proyectaba.

— Pero, padre mío —interrumpió el colegial—, ¿cómo era posible llevar hasta este punto una rapacidad tan insolente, sin que hubiese alguien que levantase la voz y contuviese tamaños desmanes?

— Ya verás cuál fue la consecuencia de todo esto; pero déjame recapitular el sistema administrativo del Conde, del cual tú mismo tendrás muy en breve las diversas pruebas que lo acreditan sin que vayas a figurarte que sólo me ocupo de forjar aquí un ente monstruoso, que excite tu indignación y disgusto. No tal. Cuanto voy refiriendo, todo es histórico y comprobado con documentos auténticos e irrefragables, que existen hace tiempo en los diversos expedientes de acusación promovidos durante la vida del Conde, y que, recapitulados después en un enorme legajo, podrás verlos algún día, porque se hallan en los archivos secretos de nuestra casa profesa de San Javier.

El colegial hizo un gesto de admiración. El jesuita continuó:

— Después de todo esto, el Conde dirigió una circular a todos los caciques de la tierra, para que en determinado día estuviesen juntos y congregados en la ciudad a fin de intimarles de palabra la voluntad del Rey, su amo y señor natural, de quien era representante. En efecto, presentáronse todos o la mayor parte de dichos caciques, invitólos solemnemente a su mesa y allí por medio de un intérprete franciscano que se había captado la más ilimitada confianza del Conde, les significó que S. M. lo había nombrado expresamente para venir a aliviar la condición de los pobres indios, sus vasallos, cuya esclavitud le era muy dolorosa, y excitaba en su ánimo los sentimientos más vivos de simpatía y amor paternal. En su consecuencia les previno, que siempre y en todo caso se dirigiesen a él para todas las quejas que tuviesen contra los encomenderos, curas y dueños de haciendas de campo y otros laboríos; que sólo fuesen obedecidas las órdenes que él les comunicase por medio de sus agentes, prestándose desde luego a cuantos servicios se les demandase en su nombre, pues todo sería para bien de su comunidad y en obsequio del Rey; que deseaba vehementemente proteger a aquellos desvalidos vasallos; y que, por último, los caciques obligasen a todos los indios hábiles a sembrar cien mecates de milpa, destinándose un tercio de sus rendimientos para pagar a los funcionarios de un tribunal secreto y especial que se iba a establecer para perseguir a los españoles que los oprimían, y proteger los derechos de la raza indígena. Los caciques, arrebatados de contento al verse tratados de una manera tan inusitada, se postraron a los pies del Gobernador, le juraron obediencia y vasallaje, prometiéndole que seguirían puntualísimamente sus órdenes. Engañados aquellos infelices con las mentidas promesas del Conde, cayeron en la masa que les había preparado su sórdida avaricia; consiguiendo, además, despertar con más viveza e intensidad el mal apagado odio que los indios abrigan contra las otras razas, desde los primitivos tiempos de la conquista.

— ¡Oh! —exclamó el colegial—. Apenas será posible figurarse un ente tan infame y maligno, que este ruin y artificioso mandarín.

— Te repito, sin embargo, que todo es histórico. El cuadro que te voy bosquejando, no está recargado de sombra ni coloridos.

Después de otra pausa, continuó el socio:

— Despidiéronse los caciques colmados de presentes de poco valor, pero que ellos estimaban en mucho. Llegaron a sus pueblos, proclamaron las ideas del Conde, y desde aquel momento comenzó a hervir el cráter del volcán, amenazando destruir el país. El Conde de Peñalva se había hecho el ánimo de sacar partido de todo, aprovecharse a tiempo y marcharse antes de la explosión, aunque el país hubiese quedado sembrado de escombros y ruinas. Mejor para él. De esa suerte quedaba consumada su venganza contra una provincia que tan mal le recibiera. Su rapacidad no se limitó a lo que has oído ya.

Después de haber despedido a los caciques, hizo venir a su presencia a todos los vecinos ricos del interior, y que, según los informes que había recibido, se ocupaban en varios giros industriales. Todos fueron recibidos con la mayor cordialidad y hospedados, conforme iban llegando, en la casa de Gobierno. Pasados tres o cuatro días, llamaba aparte a cada uno y procuraba informarse cuál clase de negocio era el más productivo en el pueblo de su vecindad. Al de Temax o Izamal, en donde se labran y pulen exquisitamente las maderas, le decía. «Bien, en lo sucesivo todo este negocio ha de ser por cuenta de los dos. Obre usted sin temor ni miramiento. Si se necesitan órdenes para forzar a los indios al trabajo, acuda usted a mí, que eso bastará. En cuanto a capitales, avance usted los fondos necesarios; y a la realización de cada negocio, nos liquidaremos de cuentas y reembolsaré las pérdidas si las hubiese.» Al de Valladolid, en donde se hacen tan bellas y acabadas manufacturas de algodón, como mantelería, colchas, cobertores, medias y rebozos, dirigía el mismo discurso. Al de Tihosuco, en donde se cosecha el mejor tabaco; al de Oxkutzcab, en donde hay tantos negociantes en este precioso artículo; al de Tekax, en donde se están haciendo algunos ensayos sobre la caña dulce y el café; al de Chemax, Tixkokob y Homún, que tanto se distinguen en la provincia por la manufactura de hamacas ; al de Hunucmá, Conkal, etcétera, emporios de las obras riquísimas del henequén; al de Champoton y Laguna, minas inagotables del útil y valioso palo de Campeche ; al de Tabasco, cuya provincia depende de la Capitanía General de Yucatán y en donde se cosecha el precioso cacao con que se hace el chocolate; al plantador de cebollas de Ixil, al traficante en pieles de Abalá, a los cosecheros del camino real, a todos, en fin, dirigía idéntica intimación. Y aquellos, por no granjearse la mala voluntad del Gobernador, sacrificaban sus capitales, su industria, su trabajo personal, para partir los aprovechamientos con un extraño que no contribuía con cosa alguna, y que era bien seguro no reembolsaría, como no reembolsó jamás, ni un solo maravedí de los quebrantos sufridos.

— ¡Válganos Dios! ¡Qué artificios tan diabólicos!

— En una palabra —continuó el jesuita—, en donde quiera que el ojo fino y perspicaz del sórdido y avariento mandarín descubrió la más pequeña e imperceptible veta que explotar, allí se le vio aplicarse con una tenacidad vehemente, hasta aprovecharse de lo más mezquinamente productivo. Porque así como todo esto era el Conde de Peñalva.

— Apenas creyera que un hombre joven todavía y educado en una escuela de disipación pudiera abrigar tan profundamente una pasión que sólo se atribuye a hombres ya entrados en edad —observó Don Luis.

— Todo, hijo mío, era monstruoso en el Conde de Peñalva. Sus vicios y sus pasiones. Y para que apareciese de todo punto como un ser excepcional, la gallardía de su figura, según te he dicho, el sonido de su voz, sus miradas, sus ademanes, eran atractivos. Su presencia en Yucatán ha sido la mayor calamidad que ha caído sobre esa infortunada provincia.

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