En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
Segunda Parte
Capítulo VII
Después de una ligera interrupción originada del toque de «laudes» en la vecina iglesia del Carmen, el padre Noriega prosiguió:
— El Capitán Hinestrosa, indignado hasta el furor por los últimos sucesos había venido a tierra para curarse de su herida, jurando vengarse a cualquier costa de quien le había puesto tan mal parado, sin tomar en cuenta que él fue el origen de las desgracias ocurridas y que su funesta influencia contribuyó, en el principio, a precipitar al Conde a ultrajar al Cabildo y a Don Juan de Zubiaur especialmente; lo cual ha sido el primer eslabón de la larga y ominosa cadena de los desafueros perpetrados por aquel odioso mandarín en nuestra infortunada provincia. Pero así son los hombres en general; ciegos y sin consejo, no se detienen en ningún precipicio, si sus pasiones o afectos están de por medio; y en la historia del Conde de Peñalva tendrás a cada paso la prueba de ello, si quieres…
— Perdone usted mi curiosidad, padre mío; pero yo quisiera saber cuál fue la conducta del Conde durante su permanencia en Campeche; dijo el colegial interrumpiendo algo bruscamente las moralizaciones de su interlocutor.
El padre Noriega se encogió de hombros, un tanto disgustado de ser interrumpido en un momento en que pensaba preparar a su antiguo discípulo a recibir con más viveza las impresiones que deseaba hacer sobre su ánimo. Mas en obsequio de la verdad, debe decirse que ni el socio significó de otra manera su disgusto que por aquel movimiento, imposible de ser observado en la profunda obscuridad de la escena; ni el colegial hizo aquella interrupción, sino por un sentimiento muy natural de curiosidad, pensando en la extraña situación de su padre, que se hallaba mano a mano con un hombre que debía mirar como enemigo implacable, y era incapaz de apreciar en su justo valor la noble y generosa conducta del severo Regidor de Campeche. Así, pues, el jesuita anudó desde luego el hilo de su narración.
— Si recuerdas, hijo mío, qué clase de hombre era el Conde de Peñalva, no te sorprenderá, ciertamente, su infame conducta en Campeche. Durante la cena que le fue suntuosamente preparada en la casa de tu padre la misma noche de su desembarco, y a la cual concurrió lo más principal de la villa para desarmar su indignación y suavizar la aspereza con que fue recibido en su inútil tentativa de entrar por la fuerza de las armas, el Conde se dejó llevar de su habitual exceso en los placeres de la mesa. Destemplóse en
ella y creyéndose en medio de las indignas orgias a que estaba acostumbrado en la mala sociedad que frecuentaba, pretendió exigir de las señoras y caballeros presentes ciertas irregularidades altamente ofensivas al decoro y dignidad de unas personas que tenían derecho de ser tratadas de una manera más galante y más cortés. Disimulóse hasta donde el disimulo fue posible, sin que apareciese ser indigna y oprobiosa condescendencia; pero insolentado el mal caballero y llevando a mala parte la circunspecta y moderada conducta de los convidados, salvó las últimas vallas del decoro y se atrevió… ¿sabes a qué?, a faltar soezmente al respeto a la matrona más digna de la villa. En presencia de todos, de su esposo mismo, el Conde se ofreció a ofrecer un insulto a tu madre.
— ¿A mi madre?, gritó casi fuera de si el colegial y haciendo ademán de salir de aquel sitio, como si la cosa estuviera pasando de presente y allí mismo, y como si aquella historia no fuese un poco añeja y casi todos los personajes de ella no hubiesen ya bajado al sepulcro.
— ¡Detente!, exclamó el jesuita, sujetando de un brazo a Don Luis. ¿Estás loco? ¿Es esa la circunspección y sangre fría, que yo debo esperar de tu conducta futura?
— Tiene usted razón… murmuró el colegial dejándose caer a plomo sobre la silla y pasando su helada mano sobre su encendida frente. Tiene usted razón. ¡Pobre madre mía, a quien ni siquiera he conocido! Yo iba a vengarla… sin recordar que ya el cielo había castigado al criminal.
Hubo un intervalo de silencio, en el cual se percibía distintamente la respiración anhelosa del indignado colegial, cuyo pensamiento no se apartaba del ultraje que el Conde había ofrecido en público a su virtuosa madre. El jesuita se holgaba secretamente al observar la excitación de su joven interlocutor porque cuadraba eso perfectamente a sus miras; y por tanto, dejóle el espacio suficiente para que su corazón quedase plenamente empapado en el venenoso odio que deseaba inspirarle contra la memoria del Conde. Cuando creyó que su objeto estaba cumplido, prosiguió hablando:
— Si conoces la dignidad y pundonor caballeresco del Regidor tu padre, ya puedes figurarte la escena que provocaría la demasía insolente del Conde. Don Juan de Zubiaur salió de si en aquel momento, y aún no habían entrado en la pieza inmediata las señoras, que se levantaron de la mesa precipitadamente al presenciar aquella insolente temeridad, cuando la mano abierta del Regidor se había estampado en la mejilla del Conde. Al instante apelaron éste y todos los de su comitiva, a la espada; y como los Regidores se hallaban en traje de ceremonia y llevaban el espadín ceñido, armóse una lucha formal como en el festín de los Centauros y Lapitas. Y si no terciaran el Vicario y nuestro buen Prepósito, que también se hallaron presentes, la escena habría sido más sangrienta de lo que fue. Apaciguóse al fin, y el Conde de Peñalva fue conducido enteramente beodo al convento de San Francisco, en donde se halló al día siguiente recordando apenas el suceso de la víspera. Sin embargo, no había olvidado la recia bofetada del Regídor y su primer pensamiento fue retarle a un duelo singular.
— ¡Insolente!, exclamó Don Luis.
El jesuita continuó:
— El Conde llamó a su presencia a uno de los suyos para dictarle un cartel de desafío que intentaba dirigir a tu padre; pero éste se le había anticipado. El padre guardián de San Francisco pidió permiso para hablar al Gobernador, y admitido que fue en el alojamiento del Conde presentó a éste una carta que había recibido desde muy temprano para poner en manos de Su Señoría. El furor del Conde ya no conoció límites y desató su ira en un lenguaje tan destemplado y soez, que el padre guardián se encogió de hombros y salió escandalizado. La carta de Don Juan de Zubiaur decía lo siguiente:
— «Malo y ruin caballero. Mi dignidad se abate hasta el fango dirigiéndome a vos; pero en consideración al lustre y honor de un apellido y un título que mancháis torpemente, consiento en retaros a un combate singular en el momento en que los humos del vino se disipen de vuestra cabeza. Sois un malsín y villano si no me dais satisfacción, y como a tal sabré trataros a fe de caballero. Elegid sitio y hora y traed vuestra espada.» — Pocos momentos después, recibió tu padre la siguiente contestación: — «Venid pronto, hidalgo finchado, a que os haga gigote la lengua. Os espero luego para lavar la afrenta que me ofrecéis, en vuestra impura sangre. Sois sin duda, algún judío o morisco, según la insolencia que mostráis. Venid al punto, por Cristo, antes que os mande a azotar en la pública picota que tenéis erigida para los obres indios, más leales vasallos del Rey, que no vosotros.» — Inútil es decirte, que el duelo se verificó al momento. Tu padre salió indemne y el Conde recibió dos graves heridas, quedando desarmado.
— ¡Este es el juicio de Dios!, exclamó Don Luis.
— Sí, hijo mío: este es el juicio de Dios; repitió con énfasis el socio, y después de una pausa, prosiguió:
— Tan extraños y escandalosos sucesos habían indignado a todo el mundo y nadie hablaba de otra cosa que de la insolencia, temeridad y brutal arrojo del nuevo Gobernador. Los frailes de San Francisco, con quienes Don Juan de Zubiaur no corría muy bien, por razones que algún día has de saber, tomaron el partido del Conde y procedió el guardián del convento de Campeche, a levantar autoritariamente un sumario contra Don
Juan y el Cabildo de la villa, a fin de que ellos apareciesen los sólos culpable en el negocio. Temiendo tu padre el espíritu intrigante de aquellos buenos religiosos, dio instrucciones a un agente que tiene fijo en Madrid y escribió una larga carta informativa a Don Felipe Alvarez de Monsreal, a quien suponía en México, a fin de que se patentizasen los hechos. Entre tanto, el Cabildo hizo una acusación al Consejo de Indias contra el Conde, acompañando la queja para que tuviese mejor efecto, con un donativo de veinte mil pesos para auxiliar a la corona en la guerra de Flandes, y una fragata construida en la maestranza de San Román para el real servicio.
— Y qué, ¿sólo a fuerza de oro podía obtenerse justicia?, preguntó airado Don Luis.
— ¡Ay, hijo mío!, repuso el socio. Se conoce que eres aún muy joven e ignoras de todo punto la política de nuestra corrompida Corte. Todos los vasallos, españoles y americanos, están sujetos a sufrir las consecuencias de este depredatorio sistema, ¡Cuántas veces he visto yo hacer sacrificios sin tamaño; no ya para obtener la justicia demandada, sino para librarse de un acto indigno de la más horrible injusticia! Tales ejemplares podría yo citarte ocurridos en nuestra provincia misma, que te dejarían absorto e indignado.
— Pero estos serán hechos aislados, tristes excepciones de la regla contraria.
— No, en verdad, es un sistema opresor, calculado al parecer para aburrir y exasperar a los buenos vasallos. En la América, sobre todo, en donde estos se encuentran a una inmensa distancia del centro del poder, en donde es más larga la cadena de las ambiciones que han de satisfacerse y en donde la corrupción esta erigida en principio, apenas hay esperanza de remedio.
— Entonces, padre mío… ya lo hemos dicho; estas joyas preciosas de la corona de Castilla…
— Se desprenderán sin duda. Te lo repito, es cuestión de tiempo solamente.
— ¡Lástima fuera, en verdad, que un vasto y poderoso reino en donde jamás el sol se pone, que una nación tan rica, noble y magnánima, se cortase en pequeños trozos, para ser más fácilmente destruidos!
— Eso, hijo mío, está en la naturaleza de las cosas. Todas las naciones de la tierra sin exceptuar una sola, nacen, crecen, se enrobustecen, llegan al pináculo del poder y del engrandecimiento, y después se debilitan, vacilan y al fin, caen. Esto no sucede en una, dos, ni tres generaciones. ¿Qué son tres, cinco, ni diez generaciones en la historia de un pueblo? Duele en verdad, pensar en ello, pero el destino es inexorable; y como si sus decretos pudiesen desafiarse impunemente, la corrupción de la Corte no hace sino limar más y más la cadena que une a tantos pueblos en uno solo. La rica herencia de Carlos V y Felipe II van a dividirse. ¿No ves lo que ha acaecido en los Países Bajos? ¿No sabes lo que acaba de ocurrir en Portugal? Nuestra patria llegó a su apogeo en el pasado siglo. De hoy en más, su marcha ha de ser retrógrada y caerá del todo si una nueva generación no abre la carrera de las reformas políticas y, sobre todo, sociales.
Esta digresión siguió ocupando por algún tiempo más al jesuita y al colegial, pero anudando el primero el hilo de su interrumpida narrativa, prosiguió:
— El Conde no estaba ocioso en San Francisco. Frenético y mal aconsejado, en vez de procurar moderarse volviendo a la razón y reconociendo que él había provocado todos los incidentes que sobrevinieron en aquellos días, sólo se ocupó en maquinar venganzas de todo género, acumulando ultraje sobre ultraje, calumnias sobre calumnias, forjando informes y acusaciones, a reserva de proceder en su gobierno por los medios que le dictaba su encono o le fuesen sugeridos por el resentimiento y ambición de gentes apasionadas. Ya restablecido de sus heridas y curado de las suyas el Capitán Hinestrosa, con quien se hallaba de todo punto ligado, resolvió dirigirse a Mérida, llevando a éste en su compañía como persona que podría servirle de mucho en sus proyectos ulteriores. Sin despedirse de nadie ni pagar una sola visita, jurando odio y venganza contra la villa, emprendió su marcha a la capital, por tierra Todos los pueblos del camino real están, como sabes, en manos de los frailes de San Francisco, de quien el Conde parecía muy devoto. Por tanto, su viaje fue un completo triunfo. Mas en la capital, en donde todos se hallaban informados de los acontecimientos de Campeche y recelaban se repitiese una e cena semejante, se pusieron todos en guardia, y aun pidió el Cabildo al Gobernador Dávila y Pacheco, resistiese la entrega del bastón hasta esperar la resolución de la Corte, fundándose en que su despojo era arbitrario e ilegal. A esta petición se negó Dávila por temor de comprometerse en ambas Cortes; pero ofreció salir al encuentro del Conde y hablarle el lenguaje de la verdad y de la razón. En efecto, avistáronse los dos personajes en el pueblo de Uman, y en una conferencia privada hizo ver Dávila al Conde los inconvenientes que podía hallar, si se presentaba exigiendo altaneramente algo que pudiese humillar al Cabildo. Tales serían las razones de que se valió, que el Conde, aspirando no más a entrar de plano en el Gobierno, hubo de desistir de su temeraria idea. Hizo su entrada de noche y en secreto, y al día siguiente habiéndose reunido el Cabildo, Dávila le entregó las insignias del Gobierno, le dejó alojado en la casa de los Gobernadores, y en medio de una rogativa pública y de un acompañamiento numerosísimo, salió de la capital de la provincia que había gobernado dos veces, dejándola en manos de un tirano que tenía el corazón preñado de odio, de avaricia y de todas las malas pasiones. Dávila se embarcó en el puertecillo de Sisal para Veracruz, y el
Conde de Peñalva quedó enteramente dueño del campo, asociado de Hinestrosa y de la larga turba de parásitos que formaba su comitiva.
Y como en aquel momento todas las campanas de la ciudad daban el toque del alba, incorporóse el jesuita para salir del sitio en que se hallaban, encargando a Don Luis descansase aquel día, que era de asueto y a la misma hora de la noche precedente acudiese a buscarle, para volver juntos. Así lo ofreció de buen grado el colegial y se dirigió cada uno a su alojamiento, antes de que se alzasen de la cama los habitantes del colegio.