En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
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LA HIJA DEL JUDÍO
Segunda Parte
Capítulo VI
Reasumiendo el jesuita su narrativa, continuó:
— Apenas puede expresarse la consternación del Teniente Gobernador de la Villa; para esto, había ya sobrevenido la noche y no sabía qué paso dar para neutralizar los efectos del resentimiento del Conde. Convocó, sin embargo, al Cabildo; pero inútilmente, ni un solo Regidor acudió a la casa consistorial. Entonces, se decidió a obrar por sí sólo: mandó tocar a rebato y toda la milicia se puso sobre las armas como sucede cada vez que se presentan los filibusteros enfrente del puerto. Habiendo pasado revista de la fuerza existente, halló doscientos cuarenta hombres bien armados y dispuestos a cumplir sus órdenes. Su intención era resistir cualquier tentativa violenta del Conde, echándose encima la responsabilidad, porque el Cabildo rehusaba tomar parte ninguna en el asunto. Pensaba, sí, que sería conveniente dar alguna explicación y evitar por medios prudentes un conflicto.
— ¿Y qué hacía entre tanto, el Conde, preguntó Don Luis?
— ¡Oh! respondió el socio: el Conde llegó a bordo de la fragata, llamó a sus parásitos y tuvo una especie de Consejo de Guerra, en que hizo el principal papel el Capitán Hinestrosa. No faltó quien indicase que sería mejor dirigirse a Sisal o a cualquier otro puertecillo de la provincia, desembarcar y encaminarse a la capital prescindiendo de hacer tierra en Campeche. La simple insinuación bastó para indignar más y más al Conde y juró que pondría el pie de grado o por fuerza, aunque para ello fuese preciso asaltar la plaza por medio de un ataque formal. Juan de Hinestrosa fue de este mismo dictamen.
— Según eso, observó el colegial, se había declarado enemigo abierto de mi padre a pesar de ser un asalariado de la casa.
— A la cuenta, ya era su enemigo de mucho tiempo atrás sin que para eso sirva de inconveniente lo de ser asalariado de la casa. Tal vez sería éste uno de los motivos de su conducta.
— Como quiera, esto era una infamia
— iAy, hijo mío! ni esto es nuevo ni dejará de suceder frecuentemente en el mundo hasta el fin de los siglos. Además, Hinestrosa tenía otras razones para proceder así, como lo verás, si llegamos al fin de esta historia.
— Prosiga usted, pues, que de momento en momento se despierta más mi curiosidad.
— Resultado de la deliberación fue que el Capitán Hinestrosa, mientras en la plaza se tocaba a rebato, viajase en una lancha a la playa de San Román en donde se avistó con un antiguo contrabandista de mucho influjo entre la gente moza del barrio, y muy dispuesto a empeñarse en cualquiera empresa atrevida. Pusiéronse de acuerdo, y cuando regresaba a bordo Hinestrosa y el Teniente Gobernador de la villa pasaba revista de la fuerza reunida en la plaza, el contrabandista se ocupaba en organizar una pequeña banda de marineros, a cuya cabeza se dirigió al pueblo de Lerma, y amarrando al vigía y sus dos dependientes tomó posesión del torreón o casa fuerte del pueblo, conforme a las instrucciones de Hinestrosa. Antes de rayar el día y a una señal acordada, la fragata se acercó a la playa de Lerma y desembarcaron en el pueblo el Conde, su comitiva, el Capitán Hinestrosa y la tripulación de la fragata quedando dueños del lugar y a distancia de una legua del «enemigo.»
—De manera que el asunto había tomado ya un aspecto demasiado serio: murmuró el colegial.
— Serio y sangriento, repuso el jesuita, como vas a verlo luego. Venido el día, el Teniente Gobernador que se hallaba en ansiosa expectativa del giro que tomaría aquel desagradable asunto, subió a la casa consistorial y dirigió la vista hacia el punto en que la fragata había echado el ancla el día anterior. Con gran sorpresa suya observó que el buque ya no estaba en el puerto sino en el fondeadero de Lerma, y sospechando entonces la realidad de lo ocurrido durante la noche precedente se resolvió a obrar en consecuencia.
— Y qué, ¿ni aun así pudo el buen Teniente reunir el Consejo Municipal para oír su voto en aquella extraña e intempestiva emergencia?, preguntó con interés el generoso colegial.
— No, hijo mío, no: el Cabildo estaba aterrado y los Regidores para salir del lance, se habían marchado en la madrugada a sus fincas de campo, a los pueblos de sus encomiendas. Dos de ellos se habían refugiado en el convento de San Francisco, en donde los frailes, que después tuvieron tan poderoso ascendiente sobre el ánimo del Conde de Peñalva, le proporcionaron un refugio seguro. Sólo Don Juan de Zubiaur había permanecido en casa esperando la hora crítica para salir de ella y presentarse públicamente, aún a riesgo de ser mandado ahorcar por el Conde. Su buen amigo, el Prepósito de San José, que hoy lo es de nuestra casa profesa de San Javier, le había conjurado a que no abandonase al pobre Alcalde en aquella crisis; y Don Juan no le abandonó en efecto.
— ¡Oh! Eso ya lo sabía yo. El leal caballero es incapaz de una villanía: rezongó Don Luis.
El jesuita prosiguió:
— Después que el Teniente hizo que todas las avenidas de la plaza quedasen bien cubiertas y libres de una sorpresa se dirigió al Vicario suplicándole se encargase de la misión pacífica de abocarse en Lerma con el Conde, explicarle la causa de lo acaecido en la tarde anterior, hacerle presente los fueros del Cabildo y la costumbre establecida desde antiguo en la provincia de no recibirse a los Capitanes generales bajo de palio como el clero hacía con los Obispos, lo cual era una corruptela[1]; que tuviese entendido que nadie había pensado en ofrecerle un insulto o un ultraje a su carácter público y que se le recibiría con miramiento y atención si quería venir de paz, porque de esta suerte sería de su deber, deber que había contraído por su carácter público, defender la plaza contra cualquiera agresión hostil.
— Veamos cuál fue el resultado de este mensaje.
— Ni lugar hubo de llevarlo. El Conde desde muy temprano había emprendido su marcha sobre la plaza, al frente de la gente perdida que encabezaba. Detúvose en San Román un momento para cerciorarse de la actitud del Teniente, y entonces dirigió su columna acometiendo por aquel rumbo a pesar de haberse fijado una bandera blanca. Entonces fue cuando Don Juan de Zubiaur, recibió la orden de mandar el puesto amenazado y resistir el choque. En efecto, al aproximarse la pequeña vanguardia enemiga, Don Juan gritó desde el rebelín con voz estentórea: «Deteneos vasallos del Rey, que acometéis a gente leal; os lo requiero una, dos y tres veces. Ciad, para que podamos entendernos con el Conde». Y viendo al Capitán de su fragata, mandando aquella partida añadió: «Y vos, Juan de Hinestrosa, sois un desleal y villano que mal aconsejáis al Conde». No había terminado la frase cuando ya el choque estaba empeñado. Don Juan de Zubiaur salió con los suyos de la empalizada y en dos minutos destrozó una partida de Hinestrosa, habiendo éste recibido de mano de tu padre una herida tremenda en la cabeza y mejilla, de cuya resulta perdió un ojo y quedó monstruosamente desfigurado.
— Y era llamado después, el «tuerto Hinestrosa», añadió Don Luis. Ya recuerdo que con este mote me lo designó el señor Juan Perdomo.
— En todo se ha de ingerir ese viejo hablador, murmuró el socio, y luego prosiguió su narrativa. El Conde estaba transportado de ira y no había en aquel momento quien pudiese aplacar su enojo. A duras penas consintió en replegarse a la pequeña ermita del Señor San Román, en donde al cabo de dos horas logró el Vicario ser admitido a su presencia en Compañía del Prepósito, a quien el Teniente había rogado se asociase con aquél.
Difícil es pintar el grado de excitación en que se hallaba el Conde ; pero, en fin, los sacerdotes hubieron de hablarle un lenguaje tan benigno, moderado y conciliador que al cabo de una larga conferencia, quedó acordado: primero, que se depusiese la actitud hostil de ambos lados; segundo, que el Conde se embarcase de nuevo en la fragata y allí permaneciese hasta el día siguiente a las cuatro de la tarde, en que se le recibiría en la villa con salva y repique, pero «sin palio», por ser contra la costumbre de la provincia; tercero, que le daría mesa y alojamiento por tres días; y cuarto, que todo el Cabildo estaría presente a su recepción. En efecto, se embarcó el Conde, el Teniente dispersó la milicia y se envió cordillera a los Regidores para que volviesen a la villa. Pero todavía faltaba algún nuevo incidente que hiciese más memorable la entrada del Conde en nuestra desventurada provincia.
— ¡Qué! ¿Todavía hubo nuevas dificultades?, preguntó indignado el colegial.
— Sí tal, aunque no estrictamente provocadas por el Conde.
— Veamos pues, lo que ocurrió.
— Pues señor, ya embarcado el Conde, un Capitán filibustero, que seguramente tenía algún espía en la villa que le informase de todo, se acercó aquella noche a la fragata y sorprendió a toda la gente que se hallaba en ella, poniendo inmediatamente un par de grillos al Gobernador
— Bien merecido.
— Ciertamente; pero sabido el caso en la villa alarmóse la gente principal temiendo que hubiese alguien que imputase a torpe manejo, doblez o connivencia con aquellos bandidos la captura del Conde, lo cual habría echado un borrón sobre la honra y lustre de los próceres de la Colonia. Don Juan de Zubiaur se indignó más que ninguno otro, y ordenó al punto, que se armase y tripulase bien otro buque de su casa que estaba en el puerto para redimir al Conde de su cautividad.
— ¡Qué diferencia de caballero a caballero!, exclamó entusiasmado Don Luis.
— Pero el Conde, que entendió todos aquellos preparativos y temió alguna tropelía de parte del Capitán pirata, ofreció a éste un rescate de ocho mil pesos si dejaba ir a tierra a su Secretario para que se recogiese aquella suma en el comercio de la villa. El filibustero, que no las tenía todas consigo al observar los aprestos que se hacían en la villa, consintió desde luego en la demanda del Conde y el Secretario vino a tierra. Por más altanera y arrogante que hubiese sido la conducta anterior del Conde y por más indigno y vergonzoso que fuese el paso que acababa de dar, el Cabildo que ya estaba reunido, creyó de su deber redimir inmediatamente al Conde. Don Juan de Zubiaur llamó a su casa al Secretario y allí le entregó los ocho mil pesos del recate convenido.
— Ese noble rasgo es digno, muy digno, de mi padre.
— El pirata recibió el dinero, y el Conde vino inmediatamente a tierra, de incógnito y sin esperar que se le hiciese recibimiento alguno. Encaminóse a casa de Don Juan de Zubiaur, y dióle las gracias por su generosa conducta. Acogióle cortésmente tu padre y le hospedó magníficamente en su casa, proporcionando alojamiento a la comitiva. De esta suerte entró en Campeche el Conde de Peñalva.
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[1] Los obispos son príncipes de la Iglesia y gozan con más razón las preeminencias que para sí quieren los reyes o soberanos para el realce que en justicia requiere la autoridad. Nota del autor.