DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – Segunda Parte – Capítulo V por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

Segunda Parte
Capítulo V

 

El jesuita, por su lado, también parecía que meditaba profundamente, pero volviendo al asunto, continuó:

— El Gobernador Dávila y los Cabildos quisieron emplear el último recurso, para ver si se evitaba la calamidad que amenazaba a la provincia con la presencia del Conde. Acordaron que viniese a México un comisionado activo, despierto, de suficiente aplomo para presentarse al Virrey e inclinarle por todos medios, aun a precio de dinero, no a que se conservase a Dávila en el puesto; pero a lo menos a que se librase a Yucatán de las depredaciones a que seguramente estaba ya condenado con el arbitrario nombramiento del Conde. Había en Mérida un joven, portugués de origen, aunque nativo de la ciudad, que se había hecho sobresaliente por sus recomendables cualidades intelectuales y por su gallarda presencia era el ídolo de Mérida, y sobre todo, de las damas. Llamábase Don Felipe Álvarez de Monsreal…

— ¿Álvarez de Monsreal? preguntó interrumpiéndolo Don Luis, con cierto acento de curiosidad.

— Sí, Don Felipe Álvarez de Monsreal.

— Yo he oído cruzar ese nombre también en los cuentos del Sr. Juan Perdomo.

Sorprendióse el jesuita al escuchar aquella especie, y fulminó allá en su interior una nueva amenaza contra el hortelano. El buen socio necesitó de todo su aplomo y sangre fría, para no desconcertarse totalmente; y a fin de conservar mejor el terreno, aparentando un aire indiferente, preguntó al colegial.

— Y bien ¿qué decía de D. Felipe Álvarez de Monsreal el majadero del Sr. Juan Perdomo?

— Yo a derechas, no recuerdo. Me parece sí, haberle oído decir que ese caballero había sido procesado y preso por la Inquisición.

— ¿Y no te dijo nada más? ¿No habló de la causa de su proceso, ni de las circunstancias de su prisión?

— Sí, señor; respondió el colegial, recuerdo que dijo entonces, que el tal Álvarez era un judío.

— ¿Nada más?

— No tengo presente si agregó alguna otra cosa.

— ¡Ah! entonces no estaba muy enterado el Sr. Juan Perdomo de lo que decía. ¡No te digo que es un solemne charlatán!

Y el jesuita respiró con más libertad como si se hubiese quitado de encima un peso gravísimo. Luego prosiguió:

— Don Felipe Álvarez de Monsreal, pues, sin embargo de estar en vísperas de casarse con la más rica heredera de Mérida, con la dama más cumplida que había en la provincia, aceptó el delicado encargo de dirigirse a esta corte, a desempeñar la comisión de hablar al Virrey, interesar a todos los que ejercían sobre su administración algún influjo, y evitar, si aún era tiempo, la marcha del Conde. Desgraciadamente, el mismo día de su arribo a Veracruz, el nuevo Gobernador había llegado a la propia plaza, con dirección a Campeche.

— ¡Qué fatalidad!

— Álvarez creyó inútil su viaje a México; pero aunque llegó de incógnito a Veracruz, y sin que persona alguna se hallase allí enterada del objeto de su misión, por vías hasta hoy ignoradas, el Conde supo al momento la presencia del comisionado y el encargo que traía. Siendo una cosa enteramente desusada del mal caballero, proceder por los medios ordinarios y decentes, que se estilaban en una sociedad culta, rodeóse de la turba de bandidos que formaban su comitiva, y maquinó una infame asechanza contra Don Felipe. Esperóle una noche en una calle no muy frecuentada, y traidoramente le dio de puñaladas, dejándole como muerto en el sitio.

— ¡Villano; mil veces villano! repetía el colegial.

— Pero el cielo no permitió que se consumase tan negro crimen. Aunque Álvarez recibió muchas heridas, ninguna de ellas fue mortal. Vuelto en sí de la sorpresa, y haciendo un violento esfuerzo, logró arrastrarse hasta una casa próxima, en que pidió por Dios le guareciesen aquella noche, como en efecto lo consiguió, no sin alguna vacilación de las gentes que la habitaban, por temor de ser objeto de algunas pesquisas de la justicia. Tranquilizólas Don Felipe, y permaneció en la casa, hasta que a la mañana siguiente se hizo conducir a su alojamiento. Al principio había creído que algunos de los muchos pillos y asesinos que ordinariamente atrae a Veracruz la llegada de la flota de Cádiz, eran los malhechores que le habían asaltado; pero tenía en su poder una prueba del crimen del Conde, y esa prueba era el puñal del asesino. En el conflicto de aquella noche, hubo de escaparse el instrumento de la agresión de manos del agresor. Descubrióle Don Felipe, y procuró apoderarse de él, para lo que pudiese convenirle. Cuando lo examinó con atención, halló en él grabadas las armas y cifras de «D. García Valdez de Osorio, Conde de Peñalva».

— ¡Mal caballero! ¡Asesino infame! murmuró Don Luis.

— Semejante atrocidad consternó sobre manera a Don Felipe, no tanto por el personal ultraje que había recibido del Conde, como porque veía en fin, fundados los temores de lo principal de la provincia, que, con sobrada razón, rehusaba la presencia del nuevo mandarín.

— ¡Qué escándalo! Nombrar Gobernador de una provincia ilustre y distinguida a un monstruo, que era capaz de cometer una felonía tan estupenda. En verdad, que, si como usted dice, el Rey ha sido informado de las violencias y excesos de estos mandarines, y se ha hecho sordo a las quejas de los agraviados, no será extrañó que estas preciosas joyas se desprendan una a una de la rica corona de Castilla.

— ¡Oh, sí!, repuso el jesuita. Ello ha de suceder tarde o temprano. Es cuestión de tiempo solamente.

Después de otra pausa en que ambos interlocutores se entregaron, sin duda, a las reflexiones que ofrecía la materia, el socio continuó hablando:

— Mil proyectos de venganza se presentaron a la mente de Don Felipe; pero después de mucho meditarlos, se resolvió a disimular su agravio, guardar sobre él un profundo silencio, y esperar el curso de los sucesos. Mientras se restablecía de sus heridas en Veracruz, el Conde se embarcó para Campeche, en la misma fragata que había conducido al ultrajado Álvarez. El Capitán de este buque había obtenido la más ilimitada confianza de

Don Felipe. También obtuvo la del Conde, y muy luego, antes de terminarse la navegación, eran tan íntimos amigos, que llegaron a asociarse y formar una aparcería para hacer tráficos ilícitos. La fragata era de la casa de Don Juan de Zubiaur; y el piloto se llamaba Juan de Hinestrosa.

— ¡Calle!, exclamó Don Luis, dándose una palmada en la frente. Juan de Hinetrosa… sí… ya recuerdo bien.

— Veamos… ¿qué es lo que ocurre? preguntó extraordinariamente alarmado el jesuita.

— Una cosa terrible. Ese Juan de Hinestrosa me es bastante conocido de reputación.

— Lo extraño… en verdad; el tal Hinestrosa ha desaparecido hace tanto tiempo, que yo me figuraba… pero, en fin, ¿qué es lo que sabes?

— Voy a decirlo. El Señor Juan Perdomo…

— ¡Otra vez ese maldito hortelano!, exclamó airado el socio, y casi lanzando un grito en medio del silencio pavoroso que reinaba.

— Sí, señor; repuso Don Luis, un tanto alarmado de la excitación del jesuita. Yo no veo motivo de disgusto ni de asombro en esto.

— Bien, repíteme lo que te refirió el hortelano hablador. Repítemelo, yo quiero saber hasta qué punto han querido informarse de vidas ajenas los dependientes asalariados de nuestra casa profesa.

— Sí, haré tal; pero escúcheme usted, con calma.

— Di, hijo mío, di.

Y como si el buen socio estuviese ya, perfectamente enterado de lo que iba a escuchar, sintió estremecerse a su vez por la revelación de su antiguo alumno.

— Pues, señor, dijo el colegial, ya insinué a usted que el señor Juan Perdomo sospechaba, que la historia de la muerte del Conde de Peñalva debía ser conocida de algunos padres de la Compañía.

— Sí, adelante.

— Una noche, también tempestuosa… ¡todavía se me eriza el cabello al recordarlo! Una noche, después del refectorio, entré en la habitación del hortelano, para que concluyese un cuento, que aquella tarde había picado mucho mi curiosidad en la huerta. Incidentalmente habló del Conde y me dijo con mucha gravedad: «Hoy hace años de la venida del embozado», Yo le pregunté, porque me había olvidado de la especie, ¿qué embozado era ese? «¡Cómo!, me replicó, ¿pues no recuerda el señorito aquel personaje, que vino una noche a llamar a la portería del colegio, y después de cruzar algunas palabras con el padre portero, fue conducido a la ante-sacristía?» Ciertamente; respondí yo. «Pues bien, prosiguió el señor Juan Perdomo, hoy hace años de aquel suceso, y aunque todo quedó en silencio, lo cierto es que desde el día siguiente desapareció el individuo, que era uno de los grandes favoritos del Conde, y se llamaba el Capitán Juan de Hinestrosa.» Confieso a usted padre mío, que su nombre y las circunstancias del caso hirieron mucho mi exaltada imaginación. Así es que, al escuchar el nombre del marino que dice usted condujo al Conde de Veracruz a Campeche, no he podido menos de traer a la memoria la conversación del hortelano.

— ¡Y el Prepósito, pensó el jesuita, creyó haber hecho un gran descubrimiento! ¡Y me reveló el misterio con satisfacción! ¡Y yo, que le había reservado tan profundamente, en cumplimiento estricto de mi deber, de ese deber que me impone el sigilo sacramental! ¡Mientras que esa historia estaba a disposición de un viejo charlatán, que se entretiene en difamar a sus bienhechores! ¡Oh!, este descuido es imperdonable.

— Pues mira, hijo mío, continuó, dirigiéndose a Don Luis, yo no sé, no debo saber ese incidente de que me hablas y te suplico que nunca, en ningún caso, ni aun hablando conmigo, hagas referencia de semejante suceso, si quieres tenerme contento, y si esperas algo de mi dirección y consejos.

— Ciertamente padre mío, yo no quiero hacer, sino lo que usted me mande.

— Ya te he dicho, prosiguió el jesuita, que el malvado hortelano es un hablador impertinente. Debes atenerte a sólo aquello que yo te comunique, sin hacer mérito jamás de los cuentos y patrañas con que ese viejo marrullero ha entretenido a sus incautos oyentes. Yo pienso revelarte todo lo que necesites saber para arreglar tu conducta ulterior. Procura guiarte no más, por lo que yo te diga.

— Sí tal; no es otra mi intención.

— Pues bien; escucha la continuación de la historia del Conde.

— Mi atención esta despierta, prosiga usted.

— Después de algunos días de viaje, la fragata de Don Juan de Zubiaur tu padre, fue señalada en el puerto de Campeche; y un inmenso gentío se agolpó a la playa del desembarcadero. El arribo de la fragata era ciertamente un suceso demasiado común, para que llamase la general atención; pero la curiosidad del pueblo se había excitado, al observar que la fragata venía perfectamente empavesada, y con cierta señal que indicaba la presencia a bordo de un Capitán general de la provincia. El Cabildo de la Villa se llenó de consternación y angustia, pues era evidente que el comisionado, o había sido desatendido del Virrey, o había llegado demasiado tarde para impedir el embarque del Conde. Apenas puede describirse el furor de que se dejó arrebatar imprudentemente tu padre; y subió su ira de punto, cuando a poco después de haber fondeado la fragata en el puerto, el Capitán Hinestrosa vino a tierra, conduciendo una carta del Secretario del Conde para el Cabildo, escrita en un lenguaje altivo e imperioso. En ella anunciaba el Secretario, que dos horas más tarde había dispuesto desembarcar S. S. el Capitán general de la provincia, y que tenía a bien conceder ese término, sin prórroga, para hacer todos los preparativos necesarios, a fin de recibir, cual correspondía, al representante de S. M. en la provincia. Juntóse el Cabildo inmediatamente, y tuvo a puertas cerradas una sesión brevísima; pero borrascosa. En ella hizo Don Juan mil pedazos la misiva del Secretario, y protestó contra la resolución del Cabildo, que, sin embargo, procedió con prudencia al contestar que ya se esperaba al Gobernador, a quien se recibiría cual era correspondiente a su rango.

— ¡Qué humillación! murmuró Don Luis.

— Sin duda que lo era; pero resistir abiertamente, ni era fácil por el momento, ni mucho menos prudente, en aquella circunstancia. El Cabildo, pues, con el Ministro de la real hacienda, que se hallaba en turno, el Vicario, y los demás empleados, se dirigieron al punto en que había de verificarse el desembarco, que era junto al convento de San Francisco. Poco, después se destacó de la fragata una espléndida lancha, conducida por doce remeros, viniendo al timón el Capitán Hinestrosa. En el centro venía en pie el Conde, y, en un banco atrás, el Secretario. El resto de su numerosa comitiva se había detenido a bordo, hasta recibir nuevas órdenes. No se puede negar, que la figura del Conde era hermosa y arrogante. Su estatura erguida, era de seis pies largos, con una cabeza verdaderamente romana. Sus ojos eran de un negro vivísimo, lo mismo que su espesa, larga y rizada cabellera. Tenía apenas veintiocho años, y todo en él deslumbraba a primera vista.

— ¡Quién hubiera pensado, que en tan gallardo cuerpo se albergase una alma tan desleal y villana!, observó Don Luis.

El jesuita continuó:

— Al acercarse a la playa, el Conde, que hasta allí sólo había fijado su atención sobre la espléndida escena asiática que presentaba Campeche visto desde el mar, clavó los ojos en la muchedumbre que se había agolpado a la orilla. Parecía buscar algo que echaba de menos. Tocó en fin, la lancha, el costado de un buque, echado a través, que servía como de muelle; y el Alcalde primero, Teniente Gobernador de la Villa, aproximóse a dar la mano al Capitán general. Más éste la retiró airado, preguntando si de aquella suerte debía recibirse al representante del Rey. Desconcertóse el Alcalde, sin saber lo que debía responder a tan inesperada pregunta; pero acudió en su auxilio el Secretario, diciendo: «Pronto, id a buscar un palio. El Capitán general no puede desembarcar sino bajo el palio» ‘»Sí, añadió el Conde; y ordeno que Don Juan de Zubiaur lleve una de las caras» El Alcalde, sin consultar a nadie, envió a la iglesia inmediata de San Francisco en busca de un pálio que servía para el Santísimo Sacramento; pero cuando se trató de tomar las varas, ni Don Juan de Zubiaur, ni ninguno de los demás Rededores, se hallaban presentes. Todos se habían escapado en distintas direcciones para librarse de la humillación a que el Conde quería someterlos.

— ¿Y qué hizo el Conde?

— Se transportó de ira, profiriendo ante la muchedumbre los más tremendos ultrajes contra el Cabildo. Rehusó poner el pie en tierra y ordenó al Capitán Hinestrosa le condujese de nuevo a la fragata. Todos quedaron pasmados de tan extraño proceder, y esperando el resultado que tendría.

Aquí, el jesuita hizo una nueva pausa, para dar lugar a que las reflexiones de Don Luis tomasen un vuelo libre.

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