DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – Segunda Parte – Capítulo IX por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

Segunda Parte
Capítulo IX

 

— ¡La mayor calamidad que ha caído sobre esa infortunada provincia! —repitió Don Luis, como un eco del jesuita.

Y sucedió un largo intervalo de silencio.

— Y bien — dijo interrumpiéndolo el socio. — ¿Había o no razón para indignarse contra un mandarín semejante? Perdida toda esperanza de reparo…

— Si va usted a preguntarme si justifico o no el asesinato del Conde… por favor, no me dirija tal pregunta. Temería mucho el examen de esta cuestión, porque podría subvertir mis principios mejor arraigados. En presencia de tan estupendos crímenes y cuando usted me ha revelado que fue el brazo de una heroína ultrajada el que dirigió el golpe… no sabría qué decir. Un asesinato jamás puede ser digno de alabanza; mas visto por su aspecto de heroísmo… ¿quién puede condenarlo? La calificación de un acto semejante nos pondría en la alternativa, o de aplaudir un obscuro crimen o de vituperar una virtud sublime. Dejémoslo, pues, padre mío, y que el cielo dé a cada uno lo que es suyo.

— Sí, tienes razón; pero aún no sabes sino una parte muy pequeña de los crímenes del Conde. Yo debo concluir ni cuadro.

— Ciertamente, y lo espero con ansia.

— Prosigo, pues. Cuando el Conde hubo sistematizado así su Gobierno, seguramente tenía en muy poco las dificultades que podrían suscitársele en sus proyectos de riqueza y poder. Sin embargo, esas dificultades eran más graves de lo que se había imaginado el arbitrario mandarín. No hablemos de los Oficiales de la Real Hacienda, nombrados directamente por la Corona para administrar los caudales públicos. Uno de ellos se prestó ciegamente a las usurpaciones del Conde, con la esperanza de asegurar más pronto su fortuna; mientras que el otro, habiendo opuesto alguna resistencia, fue encerrado en el castillo y cubierto de hierros, y así permaneció en absoluta incomunicación hasta que fue restituido a su libertad, el mismo día de la catástrofe del Conde. Las dificultades, pues, no venían de este lado como era de presumirse, sino de los Cabildos de la ciudad y las dos villas. Prestando el Conde un oído deferente a ciertas insinuaciones pérfidas, creyó humillar y someter a aquellos orgullosos y rígidos hidalgos con un solo golpe de autoridad. El Conde sabía perfectamente que era detestado de todos ellos, y que ni uno solo entraría jamás en sus miras y proyectos. Desde su llegada a Mérida, sólo había recibido aquellas muestras de respeto y deferencia que se debían a un representante de la Corona. Visitas de rigurosa etiqueta, concurrencia a funciones públicas… y eso era todo.

Ninguna señal de consideración personal, ningún empeño en granjearse su amistad o protección. Al contrario, el Conde recibía noticias circunstanciadas de cuanto hacían los Cabildos para contrariar sus medidas arbitrarias, de los informes que daban de su manejo y de las acusaciones graves que, una en pos de otra, se elevaban a la Corona, cada vez que salía el correo de España. Debía estas noticias a un alto dignatario eclesiástico, de espíritu intrigante, rencoroso y soberbio, que se había encartado con el Cabildo de Mérida poco tiempo antes de la venida del Conde, de resultas de un lance ruidoso ocurrido en la Catedral. Era entonces Gobernador del Obispado, y pretendió que el Cabildo ocupase una banca inferior en una función de gala, ordenando que se quitasen los paños de terciopelo que cubrían el banco capitular de la ciudad. El Cabildo contramarchó a las casas consistoriales y sobrevino un escándalo, en que el Vicario se llevó la peor parte, y…

— Una sola pregunta, antes de que usted prosiga —interrumpió el colegial.

— Ya la espero.

— ¿Es, o no, el actual señor Deán Don Gaspar Gómez y Güemez el eclesiástico de que va usted hablando?

— Justamente. ¿Cómo sabes tú eso?

— ¿No he dicho a usted que el señor Juan Perdomo sabe toda la crónica escandalosa de la provincia?

— ¡El bellaco del hortelano! —murmuró el jesuita con disgusto, permaneciendo algún espacio pensativo.

Luego continuó:

— Pues bien, el Deán, que entonces sólo era Canónigo de gracia y también inquisidor de Mérida, pues hace ya más de veinte años que ejerce estas funciones…

— Espero que no se disgustará usted, padre mío, porque vuelva a interrumpirle —dijo con alguna vacilación Don Luis.

El jesuita se estremeció como si recibiera un choque eléctrico, temiendo que el señor Juan Perdomo hubiese traslucido algo de las desavenencias del Deán con el Prepósito, y las hubiese hecho también objeto de sus parlerías entre la pequeña comunidad de los colegiales de San Javier. Sin embargo, como a la sola idea de esta especie le ocurrieron varios expedientes para ponerse en guardia, antes de que Don Luis pudiese sospechar lo que pasaba en su ánimo, acudió a decirle:

— ¿Por qué habría de disgustarme? ¿No estamos en una plática amistosa en que necesitas cerciorarte de cuantos incidentes tengan relación con la grave materia que traemos entre manos?

— Es verdad —repuso el colegial—, pero aquí para mí, tengo sospechas de que cuanto voy ahora a decir a usted no tiene conexión ninguna con la materia de que hablamos, y podía usted calificar de vana e impertinente mi curiosidad.

— No tal, hijo mío. ¡Dios me libre! Puedes dirigirme cuantas preguntas y observaciones te ocurran.

— Mil gracias; pero como usted se mortifica tanto cada vez que escucha el nombre de señor Juan Perdomo…

— ¡Bah! —exclamó el jesuita, dando una recia palmada sobre la mesa y mordiéndose los labios.

— ¡Ya lo ve usted! De aquí el temor que tengo de interrumpirle y traer a cuento las noticias que debo a mi buen amigo el hortelano.

— Yo no me disgusto, amigo mío, de tus interrupciones. Al contrario, las agradezco, porque eso manifiesta el interés que en ti despierta mi narración. Mortifícame, sí, yo te lo confieso, hallar a cada paso pruebas de la insolente charlatanería de ese hombre de Satanás, que se entretiene en fraguar consejas, disfrazándolas a su arbitrio y vendiéndolas por historia a los muchachos que le escuchan.

Además, es un grave desorden que en nuestra casa profesa, un sirviente asalariado, hipócrita y artificioso, robe la atención de la juventud que nos está confiada y se roce familiarmente con ella. ¿Por qué no se ocupa de sus quehaceres ese majadero?

— Me pesa, padre mío, ser yo la causa indirecta de la preocupación que abriga usted ya contra ese infeliz.

— No tengas cuidado por eso. Yo te ofrezco que no le haré mal ninguno, y sólo procuraremos evitar que no vaya a hacerles a otros con sus necias invenciones. ¡Bien! Dejemos esto. ¿Qué es lo que tenías que decirme?

— Es, en efecto, un cuento del señor Juan Perdomo.

— Ya lo sabía yo; pero, ¿cuál es ese cuento?

— Me ha dicho que el señor Deán es enemigo de nuestro buen Prepósito.

— ¿Enemigo? Me gusta la aprensión. ¿Y por qué es enemigo el Deán del Prepósito? ¿No explica esto el «buen» hortelano?

—Sí tal.

— Veamos.

— Dice, que el señor Deán ha querido aprovecharse de los cuantiosos bienes confiscados a Don Felipe Álvarez de Monsreal, procesado por judío, y que el padre Prepósito le ha salido al encuentro yo no sé por qué motivo. Sólo recuerdo, que el hortelano nos decía, que el tal Álvarez tenía una hija, y que los bienes eran de su esposa y, por tanto, no debían confiscarse sino devolverse a la heredera del matrimonio.

Si la obscuridad de la escena no lo hubiese impedido, Don Luis habría observado la mortal palidez del jesuita. El padre Noriega era hombre expedito, de sangre fría y serenidad; pero al escuchar aquella especie se creyó sorprendido en una intriga y temió seriamente caer en ridículo en el concepto del colegial, desplomándose así la mina que con tanto afán el Prepósito y él habían estado cavando para destruir las maquinaciones del Deán. No esperaba, ciertamente, hallar instruido a su alumno de aquel suceso, capaz por sí sólo de desconcertar todos sus planes.

La idea de que el bendito hortelano hubiese contribuido con sus habladurías a poner las cosas en tal situación, no solamente le mortificaba infinito sino que le hacía concebir los más serios temores. Secretos de aquella clase eran tan graves, que no podían salir a la luz pública sin preparar un compromiso al Prepósito y tal vez a toda la Compañía, que comenzaba a ser asechada en la Nueva España, después de los ruidosos acontecimientos entre los jesuitas y el venerable Obispo Don Juan de Palafox y Mendoza, que habían despertado la atención pública y excitado la vigilancia del poder.

La casa profesa de Mérida era depositaria de otros secretos no menos importantes que cuantos señor Juan Perdomo había sacado a plaza en sus pláticas con los colegiales; y si, a pesar de su aparente estupidez, había logrado hacerse dueño de los muchos que ya el socio escuchara de boca de Don Luis, solamente en lo relativo a la presente historia ¿cuántos más tendría a su disposición y cuan funesto uso no podría hacer de ellos?

Todas estas ideas se presentaron con la mayor rapidez a la mente angustiada del socio, y se resolvió a escribir desde la mañana siguiente al Prepósito de San Javier, para que dictase de luego a luego las necesarias precauciones a fin de que el hortelano quedase en absoluta inhabilidad de causar más daño con su lengua. Entretanto, y antes de que Don Luis llegase a comprender la extraña perturbación del socio, acudió éste reponiendo:

— Algo hay de eso, según he llegado a entender, aunque tal vez en este punto, como en todo lo demás, tu amigo el hortelano habrá comprendido el negocio de una manera extravagante. Pero esto no es del caso, y si te parece proseguiremos nuestra historia.

— Por de contado; estoy en ascuas por saber el fin de ella.

— Pues, señor —prosiguió el jesuita—, el Conde de Peñalva, instigado del Canónigo y llevado de su insaciable ambición de poder y riquezas, hizo convocar el Cabildo de la ciudad para la Casa de Gobierno; pero el Cabildo dio una fiera respuesta a la exigencia del Conde, rehusando obedecer la orden, sobre el principio de que el Cabildo sólo se reunía oficialmente en las casas consistoriales de la ciudad y no en ninguna otra parte, y que si el Gobernador tenía algo que comunicarle, reuniríase cuando lo mandase, le esperaría y recibiría con todo el respeto debido; pero no de otra manera.

— Respuesta muy digna y merecida —observó Don Luis.

El jesuita prosiguió:

— Poco se necesitaba para que el mandarín soltase los diques de su mal reprimida indignación contra el Cabildo. Amenazole de un modo ultrajante e indigno si no cumplía con sus órdenes; pero el Cabildo permaneció impasible. Insistía el Conde con más altanería y furor y el Cabildo se mantenía firme en su negativa. Entonces… era un día de reunión ordinaria del Cabildo. Luego que supo el Gobernador que los capitulares estaban en sesión, armado de punta en blanco y encabezando veinticuatro alabarderos, se dirigió a las casas consistoriales, entró bruscamente en la sala, dejó a la entrada de ella la fuerza que llevaba y fue a ocupar el solio que le estaba reservado, sin dignarse saludar ni corresponder a la profunda inclinación de cabeza con que fue recibido de los capitulares. «Permaneced en pie —gritó el Conde— y esperad mis órdenes». «Conde de Peñalva —repuso al momento el Alguacil mayor de la ciudad—, sabed, si lo ignoráis, que el Cabildo de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Mérida, sólo permanece en pie delante de los muy altos señores los Reyes de Castilla y de León. Así, pues, no solamente rehúsa obedecer vuestra intimación, sino que, además, se cubre y protesta contra el ultraje que le ofrecéis». Y como si todos aquellos republicanos obrasen por la acción de un oculto resorte, llevaron el sombrero a la cabeza, la mano derecha al espadín y se dejaron caer a plomo sobre sus sillones cubiertos de terciopelo y recamados de oro.

— ¡Magnífico! —rezongó el colegial.

— El Conde enmudeció de ira, bañósele de sangre el rostro y sólo expresó su rabia con un ronco bramido. Antes de que su cólera hiciese explosión, levantóse gravemente un capitular distinguido, altamente acatado por todos en razón de su cordura, moderación, sabiduría e inquebrantable rectitud. Este capitular era Don Alonso de la Cerda…

— ¡Ah!, ¡Ah! —exclamó Don Luis.

Y el jesuita hizo una pausa, esperando o temiendo tal vez que con ocasión de este nombre, el colegial repitiese alguno de los muchos cuentos de Juan Perdomo; pero el colegial permaneció en silencio después de su enérgica exclamación y el jesuita continuó, un tanto más tranquilo:

— Don Alonso se acercó hasta las gradas del dosel y dijo al mandarín: «Señor

Gobernador: Vuestra Señoría desconoce los fueros del Cabildo, viola lo sagrado de su recinto introduciendo en él tropa armada y le hace un ultraje, que no merece. El Cabildo, señor Conde, tiene su fueros, débelos a la munificencia del Soberano y puede y debe defenderlos. Bien puede Vuestra Señoría demandar de nosotros lo que cumpla a leales vasallos, y al punto obsequiaríamos sus demandas en lo que sea justo y legal. Representa Vuestra Señoría al Rey, y tiene derecho a toda nuestra deferencia y respeto; mas contemple Vuestra Señoría que el Rey mismo no se atrevería a tratar al Cabildo de la manera desusada con Vuestra Señoría lo trata». En vez de serenarse el Conde con un discurso tan racional y respetuoso, desató su furor contra el ilustre caballero que le dirigía la palabra. «’Retírese su merced de aquí —gritó—, hidalgo pobretón que se atreve a hablar con tal engreimiento». «Conde de Peñalva, os propasáis —repuso con energía Don Alonso—, yo he ocupado ese mismo sitio en que os sentáis, soy hidalgo de solar, llevo conmigo la Cruz Roja de Santiago que miráis aquí… y, sobre todo, conservo en mi poder esta prenda». Y al decir esto, subió Don Alonso hasta el solio, alzó un tanto la capa y dejó ver al Conde una cosa terrible, que le heló de pavor y espanto. Al punto se lanzó el mandarín fuera de la sala y volvió a la casa de Gobierno, sin más explicación.

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