En esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.
Ver todos los artículos de esta sección
LA HIJA DEL JUDÍO
Segunda Parte – Capítulo IV
Mientras rezaba el jesuita, Don Luis se engolfó en una profunda cavilación. Parecíale tan delicada y comprometida la posición de su padre, que no concebía un medio de redimirle de un grave conflicto, en el momento mismo en que la autoridad pública llegase a descubrir aquella desesperada y temible asociación, en que estaban ligados los intereses y las vidas de los ricos hombres de su provincia; y más que sus intereses y vidas, su honor y fama. Por más secreta que fuese aquella Hermandad o diabólica Comunidad, no era tan difícil que el misterio de su existencia alcanzase hasta el oído de un profano; y en ese caso, era imposible que dejase de sobrevenir, en consecuencia de semejante descubrimiento, una sangrienta tragedia. Y el caso le parecía tanto más probable, cuanto que según la explicación del socio, sin ser él partícipe de esa Comunidad, estaba, sin embargo, iniciado en el terrible secreto de su existencia y objeto.
Las reflexiones del colegial se habían detenido más tenazmente en este punto, cuando el jesuita anudó el hilo de aquella siniestra conversación.
— ¡Y bien!, exclamó. Estarás convencido, me figuro, de la gravedad de este asunto.
— Ciertamente, repuso Don Luis; y estoy tanto más convencido de ello, cuanto que veo a usted iniciado en un secreto tan importante, sin embargo de no estar aliado con los comuneros, ni comprometido a participar de la suerte que pudiera caberles. Me permitirá usted preguntarle, ¿cómo ha, llegado a su conocimiento, tan delicado secreto?
— Ni una sola pregunta puedo escuchar en el asunto. Si en alguna ocasión fuese preciso que demostrases, por necesidad, y en el caso ya previsto de que se te mandase, que tú también estabas iniciado en este secreto, ¿te permitirías explicar a otro, el medio con que tú mismo has sido iniciado?
— No, ciertamente; respondió Don Luis.
— Pues entonces ya ves que no siempre se puede dar una respuesta satisfactoria a cierta clase de preguntas. Así, pues, déjame con mi secreto, que en nada te perjudica, antes bien, te servirá de mucho.
No replicó Don Luis a esta explicación. Sin embargo, como tenía una vaga idea del fenómeno de la «sala de los ecos» cruzó allá en su alma el fugitivo pensamiento de que el »confesonario rojo» podría no ser un mueble indiferente en el sitio que ocupaba. Tal vez, deteniendo mucho la reflexión sobre este punto, habría llegado a descubrir la realidad; pero el jesuita volvió a interrumpirle.
— Nada de cavilar, hijo mío. Lo que me queda que decirte, demanda tu especial atención. La vida de tu padre se halla en un peligro inminente. Nuestra provincia está a punto de perderse. La seguridad de tu padre, la conservación del honor de tu familia, la tranquilidad de Yucatán y… también tu personal felicidad, dependen de que me escuches atentamente, conserves sangre fría y cordura, deteniendo el temerario vuelo de tu imaginación, que te lleva a los espacios. ¿Eres o no un hombre? Yo creo que sí lo eres, y por eso has sido escogido entre mil.
— ¡Gracias!, murmuró el colegial, apretando estrechísimamente la mano del jesuita. Ya verá usted, si yo sé corresponder a esta preferencia, siquiera los motivos no fuesen tan poderosos para obligarme a obrar con circunspección. Prosiga usted, sin vacilar.
— Enhorabuena. Los graves desmanes del Conde de Peñalva, y el desprecio, que tanto aquí como en Madrid, se hizo, de las repetidas quejas de los Cabildos, precipitaron la liga de los conjurados de Mérida, Campeche y Valladolid, sobre la cual había algunos años que estaban en pláticas, promovidas por Don Juan de Zubiaur. Tu padre, autor de aquel proyecto, se encargó de allanar todas las dificultades, fijar las bases del compromiso y redactar el Código de la Asociación. Como debes suponer, sus precauciones nunca han podido ser tales, que en un contratiempo le redimieran de algún conflicto. En su exaltación y furor contra las demasías de los mandarines, ha soltado ya algunas prendas que, reunidas, hacen hoy un cúmulo de pruebas, que le perderían sin remedio en el momento mismo, en que pudiesen ser reproducidas; y esto nada tiene de difícil.
— Ya lo comprendo, rezongó Don Luis.
Y el lector no puede menos de comprender también, que el padre Noriega tenía un empeño especial en mantener fija la atención de su antiguo alumno sobre el peligro en que Don Juan de Zubiaur se hallaba, porque a la cuenta, éste era el medio que tenía instrucciones de desarrollar, no siendo las otras circunstancias, sino meros accidentes que podrían concurrir al fin oculto del Prepósito de San Javier. Por lo menos, así lo hace sospechar la conducta del buen socio.
— El primer acto de justicia, continuó este, que la Comunidad ejerció, hubo de recaer sobre la criminal cabeza del Conde de Peñalva.
— iCómo!, exclamó Don Luis. ¿No fue, pues, el brazo de una heroína ultrajada el que castigó a ese impío?
— Sí, en verdad; pero ya debes saber que entre el ejecutor que da el golpe y el Juez que fulmina la sentencia, no existe ninguna conexión.
— Entonces, todo el mérito de aquel acto heroico ha quedado sin virtud.
— Eso fuera, repuso el jesuita, si la “Santa Hermandad» procediese por los medios ordinarios de los juicios comunes.
— Yo no lo comprendo bien.
— Vas a comprenderlo escuchando atentamente los pormenores del suceso.
— Sí; yo quiero escucharlos. Mi corazón, para fortificarse mejor, tiene absoluta necesidad de esa explicación, padre mío; y la espero con ansia.
— Vas luego a tenerla. Aun antes de llegar a Yucatán, ya se había granjeado allí el Conde de Peñalva un nombre ominoso. Don Enrique Dávila y Pacheco, era por segunda vez Gobernador de la Provincia, en donde por su buen porte y por la prudencia con que cortó muchos desafueros de su predecesor, el Marqués de Santo Floro, había logrado hacerse amable y que se disimulasen algunos de sus graves defectos. De manera, que aquel pobre país comenzaba a respirar y a rehacerse de sus quebrantos, bajo el suave régimen de Dávila y Pacheco. Mas llegó a la sazón un nuevo Virrey, entre cuya comitiva venía el Conde de Peñalva, ¡oven perdido, libertino, osado, emprendedor, y que allá en la Corte se había granjeado una reputación equívoca. Su ilustre familia, ruborizada de los excesos de ese mal caballero, había hecho lo posible para alejarle de Madrid, teatro de sus desórdenes, y proporcionarle en América un honroso destierro. La venida del Virrey presentó esa ocasión. El Conde de Peñalva fue nombrado Capitán de los alabarderos de aquel jefe, y como tal apareció en México. Entre las malas pasiones del Conde, dominábale, sobre todo, la de la avaricia; y para satisfacerla, nada habría podido detenerle, por indignos y abyectos que fuesen los medios.
— Es verdad. Ya recuerdo haberle oído acusar de esa indigna pasión.
— Pasión que fue el origen y raíz de las calamidades que hizo sufrir a Yucatán. Esto no quiere decir, que otras muchas tan groseras e indignas como ella, no ejerciesen sobre, su ánimo un influjo poderoso; observó el socio con cierto tono enfático, que no fue perdido para su interlocutor. Luego prosiguió:
— El Conde de Peñalva echó a su alrededor una ojeada indagadora, para descubrir en qué destino sacaría más provecho. Oyó algo acerca de Yucatán. Dijéronle, que era una provincia comparativamente pobre, pero que de ella podría extraerse mucho jugo, porque sus habitantes eran «pacíficos por temperamento» porque el repartimiento de encomiendas era una mina para los gobernantes, porque las salinas y demás bienes comunes eran administrados por éstos, sin cuenta ni razón, lo cual facilitaba un cuantioso aprovechamiento; porque siendo los indios muy Industriosos, eran como esclavos de los frailes y encomenderos, y protegiendo a éstos, se sacaría mucho de aquéllos, porque todos los destinos se vendían en pública subasta, a quien más diese, y muchas veces logrando el Gobernador imponer y arredrar a los Cabildos, podría disponer de los votos de los Regidores, y hacer elegir Alcaldes a su arbitrio, que era una valiosa y productiva regalía, porque muchos nobles y caballeros eran dados al vicio destructor del juego, y un hombre diestro en esta clase de ejercicio, podría en un golpe seguro descaminar a un rico, y condenar a su familia a perecer de miseria, porque aquella provincia estaba tan excéntrica, llamaba tan poco la atención, y la Corte hacía de ella tan poco caso, que no había inconveniente en cometer sobre sus habitantes todo linaje de extorsiones, sin temor de responsabilidad. En vista, pues, de todo esto, el Conde de Peñalva se resolvió a ser Gobernador de Yucatán.
— ¡Villano infame!, murmuró Don Luis.
— Para ello, continuó el jesuita, se dirigió al Virrey, pidiéndole aquel destino. En vano fue decirle que estaba ocupado por Dávila y Pacheco, que los Virreyes sólo podrían nombrar un interino, en caso de vacante, mientras se daba cuenta a la Corte, y el Rey nombraba al Gobernador y Capitán general, que casi en nada dependía del Virreinato, que podía causar un escándalo la remoción del actual poseedor, acudiendo éste a España, y sacando una providencia favorable de la sala de beneficios, lo cual no carecía de antecedente, aun respecto de la provincia de Yucatán. Nada convenció al Conde. Había consentido, allá en su ánimo, en ser Gobernador de Yucatán, y tuvo la audacia de tomar por un insulto la justa repulsa del Virrey. Había sido, en efecto, recomendado a éste, para que se le diese un destino de «honra y provecho», pero el Virrey se resistía a amplificar aquella recomendación hasta el extremo de despojar a un servidor del Rey, de su destino, para conferírselo, sin autoridad, a un individuo que no tenía mérito alguno personal. De todo estaban enterados Dávila y los Cabildos de la provincia, porque tenían agentes aquí. Se preparaban ya a enviar un Procurador a la Corte, para que se previniese en aquel atentado, cuando llególes la nueva de que el Conde de Peñalva, tocando algún oculto resorte, había logrado vencer las dificultades opuestas por el Virrey, quien le había nombrado, en fin, Gobernador de la provincia, despojando al poseedor.
— ¡Qué iniquidad!, exclamó Don Luis. ¿Y ha podido tolerarse esto?
— ¿Me lo preguntas después de estar enterado de que existe allí una santa hermandad para el objeto que sabes, y de la cual es el alma Don Juan de Zubiaur, tu padre?, replicó el jesuita.
— ¡Oh!, tiene usted razón; repuso el otro, un tanto confuso. El socio continuó.
— Apenas obtuvo el Conde su nombramiento, cuando comenzó a sacar provecho de él sin haber dejado todavía la Corte del Virrey. A uno hizo Secretario, a otro mayordomo, a éste despensero, a aquél maestro de pajes, y al de más allá, caballerizo, etc., figurándose que era un Monarca que iba a tomar posesión de sus dominios. Por supuesto, todos esos destinos habían sido vendidos a precio de oro, y los compradores llevaban la resolución de reembolsar sus capitales, con todos los intereses, que les hacía calcular su viva esperanza de medrar a la sombra del Conde. Y de esta suerte, en compañía del tirano, iba un cortejo de gente perdida y mal intencionada.
— ¿Y dice usted que las quejas habían sido inútiles, y sin esperanza de remedio?, preguntó el colegial, casi rechinándole los dientes, de mal reprimida ira.
— Sin duda que entonces lo fueron realmente, lo habían sido antes, y seguirán siéndolo… sepa Dios hasta cuándo…
— ¿Y añade usted que aquellos nobles desesperados, por temor de excitar en la provincia una conmoción peligrosa, se han confederado secretamente para juzgar y sentenciar a mandarines como el Conde de Peñalva?
— Ciertamente.
— Pues entonces, lo dicho, dicho. El Conde ha debido morir.
— Júzgalo por ti mismo, hijo mío. Te repito que no tengo participación ninguna en este asunto, del cual me eximen mi carácter y mi profesión. Don Juan de Zubiaur, tu padre, es hombre de espíritu recto y severo, es caballero muy pundonoroso y sabrá lo que ha hecho.
— ¡Oh! dijo Don Luis, yo le aseguro a usted que lo que ha hecho está bien así. El sabe, en efecto, lo que cumple a un leal caballero.
— Yo no vengo, repuso el jesuita con aire malicioso, a entablar aquí ninguna controversia. Te lo repito para que no lo eches en olvido, hijo mío.
Interrumpióse la conversación por algunos momentos, durante los cuales volvió a meditar el colegial, y a sentir que nacían en su ánimo algunos recelos. Alarmábale infinito el conocer, que el secreto de la sociedad misteriosa, de lo cual dependía lo más sagrado que su padre poseía, estaba en manos de un extraño. Aunque por entonces, por la estrecha amistad del Prepósito y Don Juan, no pudiendo ser peligroso para éste el conocimiento de aquel misterio. ¿Quién aseguraría que por cualquier accidente imprevisto no llegase a cambiar la situación de las cosas, y en tal caso ocurrir una inesperada catástrofe? Materia era esta, en verdad, que comenzaba a tomar nueva forma para el joven colegial. Así pues, resolvió meditarla a espacio, para lo que pudiese convenirle.