DE LA BIBLIOTECA DE FREDY: “La Hija del Judío” de Justo Sierra O’Reilly – Segunda Parte – Capítulo I por Fredy Cauich Valerio – FIN DE LA PRIMERA PARTE

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

Segunda Parte – Capítulo I

 

Dejemos ahora a Don Alonso y su esposa entregados al dolor, al Deán gozándose en su triunfo, al dominico ojeando el manual del padre Torquemada, al moribundo Hinestrosa esperando la hora de salir de este mundo, al Prepósito haciendo nuevos cálculos y combinaciones y a la pobre hija del judío, encerrada en el noviciado. Ruego al lector que venga a hacer en mi compañía un viaje formal, y no muy corto, para la época. Tal vez es una escandalosa infracción de ciertas reglas; pero de esto, yo lo aseguro, no va a resultar ningún percance a mi compañero de viaje; pues lo más que puede acontecer es que digan algunos que la novela es mala «a ratione naturae». Y eso no ha de causarnos, también Io aseguro yo, ni siquiera un resfriado. ¿Hay cosa mejor para los críticos? ¿Podrían apetecer, algo de más provecho, que presentarles yo mismo una ocasión tan cómoda y expedita para entretener su lengua, si son críticos de taberna, o su pluma, si son embadurnadores de papel? Cada cual, pues, «llene su misión», que la mía es de escribir lo que me venga más a cuento, y en la forma más holgada, que mejor cuadre. Algunos hechos de nuestra historia antigua se hallan olvidados u obscurecidos por una absurda tradición. Me he apoderado de esos hechos, los he ataviado a mi modo, y voy presentándolos al público, no tanto para su recreo, como para familiarizarlo con las ideas, costumbres y tendencias de una época algo remota, iOh, vosotros que con tanta ligereza condenáis trabajos ajenos! ¡Venid a ver lo que cuesta muchas veces la simple verificación de una fecha!

Como el viaje que tenemos entre manos, ha de emprenderse a mediados del siglo XVII, preciso es hacer ciertos minuciosos preparativos, porque, entonces, no había como hay ahora, medios cómodos y seguros de viajar. Nuestra peregrinación va a terminar, por ahora, en la ciudad de México; y por lo mismo, es indispensable arreglar en Mérida todos los asuntos pendientes: hacer confesión general de culpas y pecados, restituir lo mal habido, pedir perdón de algunas ofensas hechas al prójimo, visitar devotamente y en romería solemne, la pequeña ermita de Nuestra Señora del Buen Viaje, pagar novenarios de misas, dar un banquete de despedida a los parientes y amigos, encargar un toque general de rogativas para el momento de emprender la marcha, cabalgar en una mula de buen paso, con buenas alforjas, provistas de vituallas, para no morirse de hambre en el camino de Mérida a Campeche, único puerto habilitado en la provincia; consumir nueve días en el trayecto de treinta y seis leguas que median entre ambas

Poblaciones; hacer otra romería a la iglesia del Señor de San Román; esperar que llegue el próximo novilunio, para embarcarse en una fragata del comercio cargada de sal, «paties” (manta del país), copal y róbalo curado; emplear dieciocho días navegando de Campeche a Veracruz, porque el Capitán tiene orden del armador, para no perder de vista la costa, acercarse a ella todo lo posible y pernoctar con el ancla a pique, para librarse de ser sorprendido por alguno de los muchos filibusteros, que infestan el golfo; emprender en Veracruz la tercera romería en acción de gracias a la iglesia del Santísimo Cristo del Buen Viaje, que se venera extramuros de dicha plaza; aprovecharse de la salida mensual de una recua de mulas, para seguir la expedición; recrearse veintisiete días justos en las espléndidas vistas del camino áspero y montañoso de Veracruz a México; y llegar, en fin, a la orgullosa Corte del Virrey después de gastar tanto tiempo, cuanto se necesita hoy para ir de Nueva York a Cantón; y tal vez más cansado el viaje, que pudiera estarlo el lector, de recorrer los varios miembros de este periodo, que termina aquí con el siguiente punto final.

En México existe un personaje de esta historia, con el cual hemos formado anticipadamente un cabal conocimiento cuando andaba al estudio allá en la capital

de nuestra provincia. Ése individuo es Don Luis de Zubiaur; y por venir a encontrarle aquí, hemos pasado por todas las penalidades y molestias del dilatado viaje de Mérida a México. Conoceráse si vale la pena el encuentro, cuando recordemos que el susodicho Don Luis es hijo del rico caballero de Campeche, discípulo predilecto del Prepósito de San Javier, y lo que es más conducente a la prosecución de esta historia, amante apasionado de la hija del judío.

Encerrado en el colegio de San Ildefonso, a donde había sido enviado a emprender sus estudios mayores bajo la dirección de los jesuitas, el joven no tenia otra ocupación que el estudio asiduo y constante, ni otro recuerdo que el de su amor a María, ni otro proyecto, que la realización de sus compromisos con ella, ni otro sueño de un porvenir dichoso, que su enlace con la escogida de su corazón. Más de un año había transcurrido desde que la viera por la última vez; y careciendo de los medios de establecer con ella una franca y seguida comunicación, ignoraba del todo los últimos sucesos que habían sobrevenido y tenían tanta importancia en el destino de María. Don Luis, como ya sabemos, era de alma noble y generosa; y aunque demasiado joven para dar ninguna muestra eficaz de estas bellas dotes, sentía, sin embargo, en su corazón, una fuerte y vigorosa energía, para superar cualquier obstáculo inesperado. Frecuentemente leía las cartas de la huérfana, que conservaba consigo como un talismán precioso; estudiaba en ellas el alma de María, procuraba penetrar hasta lo más recóndito de sus conceptos; y siempre salía de su lectura y meditación, más y más hechizado. Preguntábase alguna vez, cuál podría ser esa extraña situación en que María, sin podérselo explicar a sí misma, creía encontrarse en la casa de Don Alonso. Reflexionaba en la aspereza y rigidez de su padre, el Regidor de Campeche, y se detenía muy frecuentemente en el examen de las dificultades que de este lado podrían suscitarse contra sus proyectos. Entonces ponía la mano sobre su corazón, lanzaba un suspiro y exclamaba; ¡María es inocente y pura! ¡Eso basta!

Fortificado con estos pensamientos, arraigábase más y más en su ánimo la idea de proteger a la huérfana, identificando con ella su suerte y luchando contra cualquiera prevención funesta que existiese acerca de su nacimiento, que era todo cuanto podía traslucirse de la primera respuesta de María. No ignoraba las ideas exageradas del Regidor su padre, ni las preocupaciones de la ruda aristocracia de su provincia. Pasaba en revista todas las hipótesis que su imaginación le ofrecía sobre el nacimiento de la huérfana, y siempre hallaba razones plausibles para ratificarse en su propósito de luchar, y luchar hasta vencer o morir. Sin embargo, la verdad histórica exige decir aquí, que jamás ocurrió a Don Luis la idea de que María pudiese ser la hija de un judío; y aunque puede asegurarse desde ahora, que eso, al fin, no habría alterado en nada su primera resolución, no por eso hubiera sido menos su sorpresa y terror, no ciertamente, porque creyese indigna a su amante de los sacrificios que estaba resuelto a hacer en su obsequio; sino porque las dificultades habrían sido de un carácter mucho más serio y alarmante; y tal vez…. podrían ser hasta insuperables de todo punto.

Tal era, pues, el estado de las cosas, cuando el colegial oyó decir una noche, que un padre del Colegio de San Javier de Mérida, había llegado al de San Ildefonso en comisión sobre asuntos relativos a aquella casa profesa, y principalmente para obtener del padre provincial la orden de que fuese allí un catedrático de cánones, cuya dotación había asegurado al colegio un Don Martín de Palomar, rico hidalgo de Mérida. Regocijóse Don Luis con la nueva, figurándose, con razón, que el jesuita recién venido sería alguna persona de su conocimiento. Pidió permiso para visitarle; y apenas puede describirse su contento, al echarse en los brazos del padre Noriega, uno de sus maestros en San Javier.

Tres meses justos habían transcurrido desde la noche en que el Prepósito, al volver de la iglesia de las monjas, en que presenció la ceremonia consabida, despidiera bruscamente al padre Noriega, deseándole muy buenas noches, y enviándole a dormir tranquilamente.

El colegial dirigió a su antiguo pedagogo una larga serie de preguntas, relativas a las cosas y personas de Yucatán, habló con cariñoso entusiasmo del Prepósito del colegio, de sus amigos, de sus compañeros de escuela, y hasta el nombre de Don Alonso de la Cerda se cruzó varias veces en la conversación; mas la cosa quedó allí, sin pasar adelante. Bien querría, sin duda, el pobre colegial, descender a ciertas particularidades acerca de la familia de Don Alonso; pero el temor de revelar sus propios sentimientos en matera tan delicada y de comprometer el nombre de María, le hizo más reservado en sus indagaciones.

Encantado el jesuita con la presencia de su alumno, significóle con la mayor cordialidad, cuál sería su placer y satisfacción, si durante su permanencia en México, Don Luis viniese a verle todas las noches después de las horas ordinarias de los ejercicios académicos. Ni deseaba otra cosa, en verdad, el joven entusiasta, y desde luego al aceptar aquella invitación, consintió en la idea lisonjera de que durante sus pláticas con el padre Noriega, podría llegar a saber, aunque fuese de una manera indirecta, algunas nuevas relativas a María. Don Alonso era devoto y benefactor de la casa profesa de San Javier, y muy altamente respetado por los padres de la Compañía. No era difícil, pues, que la ocasión apetecida se presentase, como si dijéramos, sin ser buscada. Retiróse el colegial, imbuido en estos pensamientos, y aquella noche fue una de las más felices de su vida.

Si el jesuita en su viaje a la corte llevaba algún objeto particular que tuviese relación con Don Luis, en verdad que lo disimuló profundamente en el curso de sus primeras entrevistas con el colegial. Tanto era su disimulo y tal la circunspección del padre, que el desventurado joven no pudo llegar a su principal objeto. Por más que daba a la conversación mil giros diversos a fin de traerla al terreno que le convenía… ¡tarea inútil! jamás pudo lograrlo, pues sus artificios y cálculos venían abajo delante de la fría y severa circunspección del socio. Los temas que servían de texto a la conversación, se

habían agotado ya, y aquellas entrevistas comenzaban a ser demasiado cortas, porque Don Luis no encontraba el camino de satisfacer su curiosidad. Despertóse ésta, sin embargo, en una noche, y en verdad que despertó con suma viveza. Hablábase con alguna frialdad de la huerta del colegio de San Javier y de un antiguo hortelano de la casa, que se entretenía muy frecuentemente en hacer cuentos y consejas de colegiales. Algunos de esos cuentos eran relativos a la época del Gobierno del Conde de Peñalva.

— ¡Del Conde de Peñalva!, exclamó un tanto sorprendido, el padre Noriega.

— Sí, señor, dijo Don Luis. El hortelano sabía toda la crónica de ese Gobierno.

El jesuita hizo un ademán para imponer silencio al colegial, e incorporándose,

al punto se encaminó a los claustros, para observar si andaba por allí cerca algún curioso. En seguida aseguró la puerta por dentro, bajó las vidrieras de las ventanas, e hizo correr las cortinas interiores.

Durante estas evoluciones, el colegial estaba mudo y asombrado.

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