De la Biblioteca de FREDY: “LA HIJA DEL JUDÍO” de Justo Sierra O’Reilly – CUARTA PARTE / CAPÍTULO IV por Fredy Cauich Valerio

fredy_cauich_valerioEn esta sección, publicaremos algunos viejos libros de interés para el mundo sefaradí, libros en castellano, como es “La Hija del Judío” del Dr. Justo Sierra O’Reilly y, sobre todo, en judeo-español, como “El Meam Loez” del Haham Huli o algunos otros libros editados en el Imperio Otomano, con el fin de darles nueva vida, dándolos a conocer a todas aquellas personas que de una u otra forma están interesados en la cultura sefaradí, o quieren aprender de ella, en este caso a través de la literatura.

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LA HIJA DEL JUDÍO

CUARTA PARTE
CAPÍTULO IV

A tres leguas de la costa de Chuburná, camino de Mérida, hubo en otro tiempo una espléndida finca de campo perteneciente A los padres jesuitas y que pasaba por una de las más ricas y productivas de la provincia. Su feliz situación y el aire puro y saludable que en ella se respiraba, la habían hecho la casa de recreo y desahogo de los padres, y cada prepósito había tomado empeño en hermosearla a su gusto, conviniéndola en una mansión agradable y deliciosa.

La casa era amplia y bien repartida, con prolongadas galerías sobre los corrales y la manga. Veíanse a las extremidades dos norias, que surtían constantemente de agua los inmensos bebederos del corral, a donde en tiempo de la seca concurrían más de

mil piezas de ganado vacuno y caballar; proveían los vastos depósitos o estanques que se destinaban para el riego de las huertas.

Era en éstas en donde la fantasía de los prepósitos había hallado espacio para dilatarse. La flor de los naranjos y limoneros embalsamaba la atmósfera. Los árboles tropicales, plantado en orden regular, formaban majestuosos grupos y producían un suave sombrío a la hora del calor del medio día. Bajo de estas bóvedas de verdura se experimentaba una sensación de gozo y bienestar, de la cual no tienen ni idea los que jamás han vivido en un clima ardiente, y en donde la vegetación es enérgica y exuberante.

Llamábase esta finca la hacienda Santa Teresa, y como comprendía una numerosa

población de indios, sirvientes y luneros, tenía el aspecto de un pueblo de los tiempos feudales con el castillo y casa señorial en el centro. De su valor e importancia tenían algún conocimiento los filibusteros que infestaban las costas, y más de una vez, desembarcando de noche en la vecina costa, habían caído de improviso sobre la finca y causado en ella lamentables destrozos.

Esto había puesto en alarma a los buenos padres de la Compañía, que temían de un momento a otro ver destruida la más bella y rica de sus posesiones en la provincia; y su temor no era desgraciadamente sino muy fundado, porque, andando el tiempo, se vio justificado con el suceso. Una turba de aquellos piratas, al mando de un famoso filibustero, llamado Capitán Colorado, se dejó caer sobre la finca, asesinó al administrador, dio fuego a los graneros y a las casas principales, y se llevó prisioneros

a varios habitantes de la finca.

Desde entonces, ya no fue posible restablecerla. Los indios todos emigraron al interior, y la finca fue en tal decadencia, que al tiempo de la extinción de la sociedad no existía sino uno u otro vestigio que recordase la existencia de Santa Teresa. La misma suerte habían corrido muchas de las más ricas y productivas haciendas de campo vecinas a la costa.

En el tiempo de la presente historia, la finca estaba en su mayor esplendor; y para evitar una sorpresa del enemigo, el prepósito había hecho organizar una especie de fuerza móvil, armando de machetes, chuzos y hondas a los indios, a quienes se hacía ir de un lugar a otro, para cuidar de las avenidas de la hacienda; y además, se habían adoptado otras medidas precautorias.

Entre éstas, una había sido filiar en la sociedad seglar de la Sagrada Compañía de Jesús a nuestro amo Graniel, vigía de la costa de Chuburná; con lo cual se había hecho como esclavo de la Compañía, contrayendo deberes y obligaciones terribles conforme a los estatutos de la orden, que se hubiera cuidado mucho de violar. Como la sociedad no se mezclaba en los actos de la vida civil de sus afiliados, cuando esos actos no tenían conexión ninguna con los deberes contraídos, nuestro amo Graniel vivía a sus anchas, favorecía el contrabando y cometía algunos otros pecadillos medianamente graves, sin que por ello se le exigiese responsabilidad alguna en la Orden.

Como quiera, el vigía era muy mirado en este punto, y puede decirse que no se mezclaba en negocio alguno sin dar previo conocimiento a sus superiores. Recibía algunos consejos saludables y ciertas piadosas advertencias a fin de que no se empeñase demasiado en las vías peligrosas; pero como se dejaba todo a cargo de su conciencia, y ésta, según parece, era bastante laxa, nuestro amo Graniel seguía impávido por el holgado camino de la perdición.

Por de contado, conocía muy bien al reverendo Padre Noriega, socio del Prepósito y uno de los padres graves de la Compañía. No sólo le había visto a menudo en la profesa de Mérida, cada vez que a ella se dirigía a cumplir con sus deberes, y en la hacienda Santa Teresa, a donde iba casi diariamente a hacer su visita al Administrador y dando cuenta de lo que pasaba en la vigía, haciendo en recompensa, muy ricas y suculentas refacciones; sino que, además, había tenido ocasión de tratar muy de cerca al socio en ciertos negocias delicados que a éste se habían encargado, y que para desempeñarlos cumplidamente le había sido preciso apelar a los auxilios y cooperación

del vigía de Chuburná.

Así pues, la sorpresa de éste al ver al socio a bordo de la Santa Librada, no dejó de ser vehemente; tanto más, cuanto que el Prepósito no le había comunicado órdenes ningunas relativas al asunto, a pesar de tener un pleno conocimiento del proyectado desembarco en aquella costa y de su proximidad.

Nuestro amo Graniel perdió algo de su aplomo al verse cogido in fraganti en sus manejos con los contrabandistas. Dos cosas, sin embargo, lo tranquilizaron al momento; la seguridad que tenía de que el padre no se mezclaría en sus negocios privados; y la otra, la especie de complicidad aparente que se presumía en el socio, al venir embarcado de pasajero en un buque conocido por contrabandista, y que echaba el ancla en una costa en que no podía hacerse operación ninguna de comercio.

Adoptó, sin embargo, el práctico y experimentado vigía el partido de hacer en silencio lo que se mandase; y en consecuencia, habiendo recibido el billete que le entregó el jesuita, con las estrechas órdenes que se le comunicaban, no quiso fiar a ninguno de los dependientes la ejecución de aquel encargo. Llamoles, prescribioles lo que habían de hacer durante su momentánea ausencia y se dirigió a galope a Santa Teresa, caballero en un buen caballo de la misma hacienda, y esperando llegar a ella en poco más de hora y media.

Según todas las apariencias había allí quien estuviese esperando este u otro aviso de igual importancia, porque el padre administrador de la finca, que residía en ella habitualmente, se mantenía en vela aquella noche, dando sendos paseos en la galería del norte, que era la que caía sobre el corral, y deteniéndose de cuando en cuando para observar si algún rumor se escuchaba por el rumbo de la costa.

Aunque la primera parte de la noche había sido tempestuosa, sin embargo, la borrasca había calmado, el cielo estaba sereno y sembrado de estrellas, y una brisa ligera penetraba en el follaje de los bosques y sembradíos inmediatos, que hacía desprenderse y caer al suelo las gruesas gotas de agua en él depositadas. Desde la tarde de aquel día se hallaba el buen padre en expectativa, en virtud de una carta que recibió de la Profesa, en que se le prevenía mantener despierta su vigilancia.

Poco antes de medianoche, el administrador creyó percibir el estridente rumor producido por las pisadas de un caballo sobre un lecho rocalloso. Aproximose a los balaustres de la galería, apoyose en ellos y fijó el oído con mayor atención. De momento en momento el rumor se hacía más perceptible, y en menos de cinco minutos sintió que un caballo se detenía a la puerta del corral. La enorme verja que servía de entrada chilló agudamente sobre sus goznes, y el administrador vio, en cuanto lo permitía la obscuridad, acercarse a la escalera un hombre montado.

—¿Quién diremos? —preguntó el padre.

—Soy yo, el hermano Graniel —respondió la voz bien conocida del vigía.

—Bienvenido; suba usted pronto.

Y en pocos segundos el viejo marino estaba ya en presencia del administrador, quien al tiempo de recibir el billete preguntó con inquietud:

—¿Qué novedad tenemos?

—El papel se lo dirá a usted tal vez; el reverendo Padre Noriega ha desembarcado esta noche en la vigía.

—¡Ah! venga usted, hermano mío, a refocilarse un tanto.

Y esto diciendo, entraron ambos en la repostería, en donde, sobre una mesa de roble, había algunas provisiones frías.

—Cene usted a discreción que ya vuelvo dentro de poco —dijo el administrador, apretando la mano a nuestro amo Graniel y dejándolo solo en la repostería.

Corrió entonces a su habitación. Extrajo de la gaveta de su escritorio cierto pergamino, con cuyo auxilio descifró el billete del socio, que contenía lo siguiente:

J H S

Ni yo ni mi compañero de viaje debemos amanecer aquí. Envíe usted con las prudentes precauciones dos caballos mansos, y sin pérdida de momentos dé usted aviso al superior de nuestro feliz arribo. Nos veremos luego.

J H S. Socius

Aún no había concluido su colación el vigía y ya marchaba a escape un correo de confianza para la casa profesa, y dos caballos ensillados y al cuidado de un vaquero esperaban en el corral.

—Bien —dijo el Administrador entrando de nuevo en la repostería—. Beba usted, hermano, un trago de Málaga a mi salud y márchese en el momento, que le aguarda el mayoral allí abajo.

—Que me place —dijo el vigía ya en pie y apurando de un sorbo medio vaso de aquel rico vino.

Diéronse la mano cordialmente; nuestro amo Graniel montó en su trotón y volvió de prisa a la vigía. El Administrador se echó a reposar un poco; pero al rayar la aurora estaba de nuevo en pie esperando a los recién venidos que se hicieron esperar poco, pues a las cinco de la mañana cruzaron el corral y se apearon al pie de la escalera, en donde los dos hermanos se dieron el ósculo de paz.

Don Luis, que hacía gratísimos recuerdos de Santa Teresa, no pudo menos que sentir una viva conmoción al presentarse en aquel sitio. Lloró al contemplar la diferencia de los tiempos, y echó de menos aquella dulce y hechicera época de la vida, que para él había pasado ya, en que los inocentes placeres de la infancia no son perturbados por el hálito emponzoñado de las pasiones. Su posición era hoy diversa y marchaba a ciegas por un camino nuevo y que seguramente estaba sembrado de peligros. En medio de sus dudas y temores cruzaba la imagen de la desgraciada huérfana, y esta idea le daba nuevo valor y energía.

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