De cajón de los recuerdos: A los quinientos años de la diáspora judio-sefaradi, nota del Diario Los Andes, 1992

Prof. Dra. Nelly López de Hernández 

Al cumplirse el V Centenario de la firma del decreto de expulsión de los judíos sefaradíes por los Reyes Católicos, el rey Juan Carlos de España no sólo ha asistido a ceremonias religiosas celebradas en las reabiertas sinagogas españolas, sino que ha fijado el mes de mayo de 1992 para proceder a la solemne anulación del famoso decreto. Todo ello manifiesta la voluntad del pueblo español, expresada a través de su monarca, de poner fin a una situación de injusticia que se inició por especiales circunstancias históricas pero que se prolongó por medio milenio.

España había sido uno de los países escogidos por muchos de los judíos que, tras la destrucción del templo de Jerusalén por Tito, hijo del emperador Vespasiano y las sangrientas represiones de los levantamientos producidos en los siglos I y II D.C. contra Roma, fueron arrojados de su tierra y dispersados por el mundo.

En España —a la que dieron el nombre de Sefarad— las comunidades judías prosperaron, tanto bajo la dominación romana como bajo los reyes visigodos. Estos fueron tolerantes en materia religiosa puesto que ellos mismos practicaban el arrianismo, condenado como herejía en el Concilio de Necea. Sin embargo, durante el reinado de Recaredo, se impuso el catolicismo como religión oficial y comenzó la persecución de quienes no la practicaban.

Los judíos se vieron forzados a convertirse, so pena de quedar sujetos a terribles castigos, como la esclavitud o la muerte. Los nuevos cristianos del siglo VII, fueron tan sospechosos para los viejos como los conversos del siglo XV, pues se los acusaba de mantener en secreto su antigua fe.
Esta situación cambió radicalmente cuando se produjo el derrumbe del reino visigodo en el año 711 como consecuencia de la invasión musulmana desde el norte de África.

Los nuevos dueños de España decidieron repoblar el país invitando a la inmigración. Alrededor de 50.000 judíos llegaron procedentes de Asia y Africa los que, libres de las incapacitaciones económicas que les habían impuesto los reyes visigodos, pudieron abarcar numerosas actividades: agricultura, industria, comercio y profesiones liberales. Adoptaron la vestimenta, el lenguaje y las costumbres de los árabes, de los cuales se los podía distinguir con dificultad.

Numerosos fueron los judíos de renombre que alcanzaron elevados cargos como médicos y consejeros en la corte del Califato de Córdoba, lo mismo que en los llamados reinos «Taifas», surgidos del desmembramiento del califato. Los siglos X, XI y XII fueron la edad de oro de los judíos españoles, el período más feliz y fructífero de la historia hebrea medieval. Numerosas escuelas judías surgieron en la España musulmana en las que no sólo se impartía enseñanza religiosa sino también literatura, música, matemáticas, astronomía, medicina y filosofía.

Esta educación dio a la clase superior judía una amplitud y una hondura culturales que sólo eran igualadas en esa época por musulmanes, bizantinos y chinos. Surgió así una aristocracia judía que, sin duda, tenía una conciencia demasiado aguda de su superioridad, pero que justificaba su orgullo en la convicción de que el ser rico y bien nacido obligaba a la generosidad y a la excelencia.

Los cuatro largos siglos de verdadera luna de miel entre judíos y musulmanes en España llegó a su fin con la invasión de los almorávides desde el norte de África. Inflamados de ortodoxia exigieron la conversión de los judíos, si bien el emir Yusuf los excusó contra el pago de una enorme suma de dinero. La situación empeoró cuando los almohades sustituyeron a los almorávides en el gobierno de Marruecos y la España musulmana (año 1148). Los nuevos gobernantes pusieron a los judíos ante la misma alternativa con que los visigodos los habían apremiado; la apostasía o el destierro. Muchos judíos fingieron convertirse al Islam; otros muchos se trasladaron a la España cristiana.

Allí encontraron, al principio, una tolerancia similar a la que habían disfrutado durante cuatro siglos bajo los musulmanes, pues los reyes cristianos consideraban que los judíos eran un elemento deseable para el restablecimiento de las ciudades cuyos habitantes musulmanes las habían abandonado. Las órdenes caballerescas de España, así como las monásticas, siguieron la misma política de buscar la participación judía en la obra de restauración general que acompañaba a la Reconquista.

Al igual que en la España musulmana, en la cristiana los judíos se dedicaban a toda clase de profesiones. Desempeñaron un papel importante como médicos, expertos en administración y manejo de asuntos monetarios, consejeros, traductores, etc. Miembros de aristocráticas e instruidas familias alcanzaron importantes posiciones en las cortes de los reyes de Castilla y Aragón. En este último reino no sólo eran bien recibidos sino que, incluso, su presencia era solicitada. Los eruditos y profesionales desempeñaban funciones destacadas en la sociedad y la corte, llegando a alcanzar importancia política.
La cómoda posición de que disfrutaban los judíos sefaradíes contrastaba con la creciente agresividad que debían soportar en otros lugares de Europa los ashkenazíes. Ya a fines del siglo XI, en el año 1096, se consumó el primer «pogrom» por obra de los cruzados quienes, exasperados por el inacabable viaje a Tierra Santa, las privaciones y toda clase de calamidades, volcaron su odio contra el turco en una masacre del enemigo tradicional que tenían al alcance de la mano: los judíos.

Los prejuicios antijudíos, comunes al pueblo y a las jerarquías eclesiásticas, se manifestaron en actitudes de intolerancia y persecución cada vez más violentas y notorias. El Papa Inocencio III, figura poderosa de la primera mitad del siglo XIII, logró que el Concilio de Letrán, convocado por él, aprobara una resolución por la cual los judíos debían llevar, en una parte claramente visible de su vestimenta, una señal que los distinguiera de los cristianos. El pedazo de tela amarilla cosido a la ropa, tendía a evitar que los judíos se mezclaran con los cristianos y pudieran llegar al contacto sexual.

La persecución contra los ashkenazíes alcanzó un alto nivel entre los años 1348-9, durante la época de la peste negra. Esta plaga cayó sobre Europa en una escala sin precedentes y causó tan tremendos estragos que alteró su composición socio-económica. Se sabe que fue traída por ratas que viajaron en las bodegas de los barcos procedentes de Asia; pero, en aquel momento de desesperación, se buscaron chivos expiatorios que, como en otras ocasiones, resultaron ser los judíos.
También en el siglo XIV comenzó a deteriorarse la especial situación de que habían gozado los sefaradíes y fueron frecuentes en España los disturbios antisemitas.

Alguien que jugó un papel importante en tal deterioro fue el eminente predicador dominico, Vicente Ferrer, más tarde canonizado. Su destacada labor evangelizadora no es juzgada aquí pues está fuera de toda cuestión. Lo que interesa es señalar de qué modo esa labor evangelizadora fue perjudicial para los judíos.
Se mostró abiertamente contrario al antisemitismo y consideró perverso el que la turba usara de la violencia contra los judíos. En su opinión, el Estado era quien debía actuar de una manera legal pues los ataques contra los judíos demostraban que éstos constituían un «problema» al que habla que encontrar «solución». La guerra contra .los judíos fue sacada de manos de la turba y convertida en una actividad oficial de la Iglesia y el Estado.

En este marco de circunstancia se organizó el conocido debate judeo-cristiano de Tortosa, entre los años 1413-4. No revistó las características de un auténtico debate, como el que tuvo lugar en Barcelona en 1263, bajo el reinado de Jaime I de Aragón, sino que más bien se trató de un espectáculo tendiente a mostrar la debilidad de judaísmo y la impotencia de sus sostenedores. Durante veintiún meses los eruditos judíos debieron soportar los ataques sin disponer de una verdadera libertad de palabra para refutarlos. Desmoralizados y no encontrando motivos para discutir posiciones religiosas irreconciliables, los rabinos optaron por guardar silencio.

Los debates de Tortosa fueron una derrota para el judaísmo, la que, sumada a la presión legal y económica y el temor causado por las campañas de conversión llevadas a cabo por los dominicos, provocó una oleada de conversiones. Las mismas no constituyeron, sin embargo, una solución para el problema judío. Ahora se había convertido en un problema racial tanto como religioso. Hasta entonces la Iglesia había presentado a los judíos como un peligro espiritual al que el pueblo había añadido ingredientes de peligrosidad socio-económica y física. Pero, al menos, era un peligro visible y público.

Al transformarse en converso —cristianos nuevos o como el pueblo despectivamente los llamaba «marranos»— se trocaron en un peligro oculto. Además, y mientras que como judíos padecían numerosas incapacidades legales, como conversos tenían los mismos derechos que los cristianos viejos. En consecuencia, un «marrano» era más impopular que un judío practicante, pues era un intruso en el comercio y las artesanías y una amenaza económica. Como, probablemente, de acuerdo con la opinión popular, seguía siendo judío en secreto, se lo consideraba un hipócrita y un subversivo en potencia. Pronto advirtieron los conversos que su situación había empeorado en lugar de mejorar y que cualquier fuese el lugar •de su residencia, se tornaban sospechosos para todos.

Fue en esta época cuando comenzó a tomar fuerza y poder la Inquisición nueva, impulsada por los -miembros más radicales ‘de la Iglesia española con el objeto de separarla de la potestad papal y colocarla bajo la de los reyes.

Creada en el siglo XIII por influencia de los dominicos para combatir ante todo, la herejía de los albigenses en el sur de Francia, la Inquisición antigua dependía de los papas y de los obispos encargados de sustanciar los juicios por herejía. Según la opinión de las jerarquías eclesiásticas españolas, esta antigua Inquisición actuaba con demasiada blandura en relación con los criptojudíos. Por lo tanto, aspiraban a convertirla en una institución española soberana que atacase esta plaga dentro de las circunstancias especiales de España. En 1483, los judíos fueron expulsados de todo el territorio de Andalucía y, ese mismo año Tomás de Torquemada fue designado inquisidor general en Castilla y Aragón. Torquemada fue quien fijó las normas a seguir para descubrir quienes, entre los conversos, eran fieles a su nueva o antigua fe. Se inició así la larga serie de procesos, con sus secuelas de torturas y muertes en la hoguera, que durante muchos siglos marcaron la vida religiosa y política de España.

Pero la Inquisición no apuntaba solamente contra los cristianos nuevos sino que aprovechaba los procesos para lanzar sus ataques contra los judíos que conservaban su fe a fin de conseguir que los monarcas promulgaran nuevos decretos contra ellos.

Los frecuentes disturbios, las acusaciones y juicios contra judíos y conversos adquirieron tal magnitud que convencieron a los Reyes Católicos de tomar Medidas que terminaran de una vez con el «problema judío».

El 31 de marzo de 1492, firmaron el Edicto de Expulsión que arrojó de España a todos los judíos que no aceptaran la conversión inmediata. Posiblemente existieran en el reino unos 200.000 y, prueba del enorme apego que todavía sentían por esa tierra que había sido su hogar durante muchos siglos, fue el hecho de que varios miles aceptaran el bautismo antes que la expulsión.

Unos cien mil atravesaron la frontera de Portugal donde los recibieron malamente y de donde los expulsaron cuatro años después. Otros cincuenta mil cruzaron el estrecho de Gibraltar y llegaron a Africa del Norte o, después de un largo peregrinaje, arribaron a Turquía.

La diáspora sefaradí también se extendió por Italia, los Países Bajos y países del Islam.

Con el transcurso del tiempo, los exiliados españoles adquirieron una posición social elevada y establecieron comunidades de carácter especial en zonas tan alejadas entre sí como Amsterdam, en el mar del Norte, y Safed, situada en las colinas de Galilea.

Los sefarditas crearon su propio idioma judeoespañol, el ladino o judesmo. Eran personas cultas, amantes de las letras, ricas, orgullosas de su estirpe, mundanas, amantes del placer y no demasiado rigurosas. Constituyeron una cabeza de puente entre el mundo latino y la cultura árabe y viceversa. Con el decreto de expulsión de 1492, sus múltiples talentos abandonaron España para dispersarse por países que de ellos se beneficiaron.

Una de las tantas teorías acerca de la verdadera nacionalidad de Cristóbal Colón afirma que, aunque genovés, provenía de una familia española de origen judío. Por esa razón, un autor sostiene que, a través de él, los judíos después de perder España en el Viejo Mundo, ayudaron a recrearla en el Nuevo.

 

Fuente: Diario Los Andes, lunes 27 de abril de 1992 – Año CX — Num. 37.035

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Agradecemos a nuestro lector Roberto Kiesling, de Mendoza, por enviarnos este invalorable documento y por su trabajo de transcripción del mismo.

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